La Sacher y el Apfelstrudel se disputan el puesto de postre más deseado en la capital de Austria, rendida al dulce y a la elegancia. Demos un paseo por la orilla del Danubio
VALÈNCIA. "¿Qué te ha parecido Viena?", fue la pregunta. "Viena es elegante", la respuesta. Viena son los palacios, los jardines y la Ópera. Son las cúpulas verdes y los azulejos de la catedral de San Esteban. Viena es el Danubio, caudaloso, desafiando la caída de la luz. La capital de Austria constituye una de las ciudades con más historia, y por ende cultura, de este continente macerado que es la Vieja Europa. Tiene imperialismo, barroco y art noveau. También el movimiento de la Secesión que culmina en ese 'Beso' de Klimt. Con aires de su hermana alemana, que es Berlín, pero revistiendo la modernidad con refinamiento. Puestos a trinchar Wien, habrá que hablar de sus librerías y de sus cafés; de la larga pausa.
La gastronomía austríaca tiene el candor de la caza y de las salsas, cierta influencia de los bávaros y los judíos, y hasta el don del guiso. Del schnitzel con un buen chorro de limón al especiado gulasch de ternera. Y sin embargo, si algo destaca de la mesa vienesa, viene a ser la repostería. Porque Viena son los dulces, los pasteles, que apetecen a cualquier hora. Buen postre; mejor desayuno; delirante merienda. La rendición del goloso -el mea culpa-.
Viena son dos tartas. Y una es mi favorita.
Dos capas de bizcocho de chocolate; una o dos de mermelada de albaricoque. La cobertura también de chocolate, bien negro, y un poco de nata montada (o crema Chantilly) para el acompañamiento. La receta de la tarta Sacher siempre comparte estos elementos, aunque dependiendo del repostero, los secretos heredados marcan la diferencia. Si contarla es dejar ir la imaginación, probarla es entregarse al amor de Viena, sin miedo a que nos rompa el corazón. La Sacher es la novia del Imperio, y de ahí que tenga tantos pretendientes.
Dicen que fue inventada en 1832 por un joven Franz Sacher, sobre quien recayó el encargo de deleitar a los invitados del príncipe Klemens von Metternich, ya que el responsable de repostería estaba enfermo. No solo cumplió con su cometido: cambió la historia de Viena. La Sachertorte sería mejorada por su hijo, Eduard, durante su formación en la pastelería de la corte, Demel, y por un largo tiempo se vendería también en el negocio familiar sin que ello supusiera un conflicto de intereses. Pero, ya en el siglo XX, cuando el Hotel Sacher empezó a ganar fama y clientela, se desencadenó un litigio judicial que duraría hasta 1963.
Actualmente, la tarta de Demel luce un triángulo de chocolate y la del Hotel Sacher, un círculo, para distinguir entre la "original" y la "verdadera". Esto viene a significar que la "Tarta Original Sacher” se sirve en el Hotel y la "Verdadera Tarta Eduard Sacher", en Demel. La mayor diferencia son las capas de mermelada -la primera tiene dos- y el truco que esconde cada cual sobre el chocolate glaseado que envuelve y preserva la tarta.
Es lo que tienen los símbolos nacionales, pero estábamos advertidos. Viena son dos tartas, y esta vale doble. Ante la duda sobre cuál escoger, entonces solo queda tirar de romanticismo. Dicen que la emperatriz Sissí sentía predilección por la tarta de Demel y todas las tardes iba en carroza hasta la pastelería -aunque la anécdota contradice aquella de su estricta dieta de fruta, pescado y caldo de pollo-. El establecimiento tiene enorme encanto y permite, desde una cristalera, seguir el proceso de elaboración de la receta. Por su parte, el Hotel Sacher, que nada tiene que ver ya con la familia original, goza de encanto centenario y refinamiento para aburrir. Las camareras lucen cofia (en serio) y los comensales hacen cola.
La Sacher, que ya ha viajado a medio mundo, que ha protagonizado mil banquetes, es una tarta de las clásicas. En Viena la sirven junto a un vaso de agua y café (vienés). Luego te cobran 10 euros, pero duelen poco, casi nada, con vistas a esa Ópera de las maravillas.
¿Dónde probarla?
Una vez se me ocurrió desvelar que mi tarta preferida, de tantas y tantas como me gustan, es el Apfelstrudel, que probé por primera vez durante un viaje a Ámsterdam. Se lo conté a un novio, y ya van tres que han intentado prepararla. Les doy las gracias a todos, porque el amor tiene un sabor cálido, pero llevo fatal lo de disimular, y nunca he vuelto a encontrar la fina textura de la masa hojaldrada, la dulzura de la compota de manzana, los aromas de canela y nuez, que en aquel momento tanto me reconfortaron. Echo de menos el contraste con esa crema fría de vainilla. Se me cerraron los ojos, se me paralizaron los sentidos y la lengua se quedó sin palabras, porque en realidad, hay momentos en los que no hacen falta.
Leo la historia, más allá de la mía, sobre este dulce. Al parecer, tiene raíces balcánicas y otomanas, incluso podría estar basado en la baklava árabe, con pasta filo y mieles varias. Sin embargo, la fama se la quedan los austríacos y los alemanes del Sur, que para algo lo han perfeccionado. Dictaminaron su masa clásica, a base de harina, huevo y vinagre; "tan delgada que debe permitir leer un periódico a través de la superficie". También han instaurado la norma de seleccionar bien las manzanas, dulces y blandas, aunque su sabor se matice con canela, nueces o pasas. Hay una liturgia: servirlo bien caliente. Si lleva crema de vainilla, entonces que el contraste sea frío (de ahí que muchos opten por el helado).
La Sacher reina; el Strudel, rey. Y eso que la manzana se considera una fruta humilde, pero para eso están las variantes más sofisticadas. Por ejemplo, el Topfenstrudel, un dulce típico del Imperio Austrohúngaro que sustituye la compota frutal por tarta de queso (queso Quark, para más señas). O el Kirschenstrudel, de relleno intesamente rojo, a cuenta de las primeras cerezas que nos trae el verano. En la temporada de Adviento, por su parte, gana popularidad el Mohnstrudel, similar a la tarta alemana de semillas de amapola (Mohnkuchen). Y podemos seguir jugando a los remolinos (precisamente ese es el significado de la palabra 'strudel') hasta el infinito, siempre y cuando se mantenga la masa característica.
En Viena me senté delante de un apfelstrudel, que no era el más famoso, ni el más humilde, sino el de la cafetería que estaba más cerca del apartamento. El Café Eiles, cuyas tartas son famosas, y horneadas a diario. Pedí el postre que más me gusta en el mundo, y esperé, con mucha impaciencia, a que un camarero lo sirviera con amabilidad. La cuchara a la boca, por fin, en la cuna misma del invento. Y sí, estaba bueno; y sí, fue un gran momento; pero no, no fue el mejor de mi vida. Porque quizá la comida habla de los lugares, pero sobre todo, nos habla de los recuerdos. Yo buscaba en mi memoria aquel pasado, aquel instante en el que entré en calor y me sentí inmensamente feliz, en un restaurante holandés. Alguna nota evocaba, así que me encapriché; pero hace falta más (mucho más) para el amor.
¿Dónde probarla?
Ahí van unas cuantas recomendaciones gastronómicas en forma de telegrama