Hay muchas formas de ver o entender la muerte y las pérdidas. Pero un cementerio esconde más. Son auténticos museos de silencio repletos de misterios e historias singulares, inesperadas y desconocidas
Un cementerio es lugar de respeto, silencio y recuerdo. Un espacio en el que solemos entrar sobrecogidos, con la memoria puesta en otro momento, en miles de recuerdos. En su interior sólo habla el cerebro y el corazón. Allí de poco sirven las palabras. Es más, por lo general, no se usan durante el tiempo que permanecemos eclipsados por el destino y esa memoria que conduce quizás a pequeños detalles pero grandes emociones. Existe mucho que recordar pero poco que expresar abiertamente. De hecho, cuando cualquiera de nosotros transita entre nichos, mausoleos, panteones y palmeras ni siquiera solemos atender lo que nos rodea. En la mayoría de las ocasiones, no atendemos nada más allá de los pasos y el recuerdo. Sólo interesa nuestro destino final, el camino de ida.
Pero un cementerio también es mucho más. Sólo lo sabemos cuando salimos de nuestra ciudad o de nuestro país. Es entonces cuando el pensamiento y la mirada cambian en un intento de entender otras culturas, otras civilizaciones, dogmas y hasta evolución histórica de la sociedad que lo cobija, aunque sobre ella el peso de la Historia haya cambiado destino, creencias y hasta culturas. En esos casos siempre lo hacemos con otra mirada.
He visitado muchos cementerios. No es asunto de necrofilia sino de interés cultural y descubrimiento. Los he visitado en América, Europa, África... De todas las religiones. Mi mirada en cada uno de ellos ha sido muy distinta. He ido buscando detalles, gestos, imaginando historias, intentando entender tradiciones en torno a la muerte. En un Camposanto se descubren muchas cosas. Existen países que esas visitas hasta se han convertido en pequeños negocios.
Me viene a la memoria, por ejemplo, los dos últimos que visite hace apenas unos meses en Marrakech. Uno de ellos las tumbas saaidíes convertidas hoy en un monumento histórico artístico de la ciudad. Un espacio recuperado de la ruina, de gran belleza y riqueza, actualmente jardín, pero antes abandonado durante décadas al norte de la Casba. Allí descansan los restos de unos sesenta miembros de la dinastía, según su estatus social genealógico. Datan de los tiempos del sultán Ahmad al-Mansur. En Marrakech, también visité el cementerio judío ubicado en una esquina de la ciudad, en el antiguo y actual barrio judío, un espacio en el que el tiempo parece haberse detenido y devuelve por sus condiciones urbanas, higiénicas y culturales varios siglos atrás; una vuelta visual en tiempo real y de una crudeza difícil de entender frente al progreso de otras áreas de la ciudad o no muy lejos de la propia Casba.
Por visitar, he recorrido cementerios judíos de Centroeuropa, urbanos como el de Nueva York, en pleno Manhattan, New Orleans, donde la muerte es algo festivo y la música ocupa el lugar del silencio. Hasta enterramientos en reservas indias o fosas comunes de Auschwitz. En cada uno de ellos he descubierto una historia inesperada porque mis ojos y pensamientos no estaban en el sentido en sí de la muerte o el recuerdo cercano sino en la variedad y solemnidad de cada rincón, el culto al desaparecido, la muerte cultural, religiosa o totémica.
En París se forman colas para visitar tumbas de personajes históricos, como en Berlín, Milán, Moscú, Washington, Londres, Madrid, Barcelona, Praga, Oporto, Viena o Varsovia, por citar algunos de gran interés histórico, artístico y documental.
Hace unas semanas regresé al cementerio de Valencia, pero con otra mirada, aunque el recuerdo me llevara después a cumplir con mis ausentes, donde todo volvió a su origen. Un recorrido que nunca se olvida por muy desorientados que en un principio estemos dentro de ese gran complejo de nostalgia.
Pero antes, de la mano de Rafael Solaz, bibliófilo, coleccionista e historiador valenciano, realicé junto a un reducido grupo de personas, un recorrido histórico y artístico por él mismo, aunque detallado. Lo hice con otros ojos, como si se entrara en ese lugar mágico y de recogimiento individual al que él bautizó un día como Museo del Silencio. La experiencia fue fascinante. Desprovisto de sentimientos quise reencontrarme con nuestro pasado más real, su historia y arte.
El recorrido de una de sus zonas -las visitas están divididas en dos áreas según se accede al cementerio -derecha e izquierda del pasillo central- Solaz nos hizo descubrir otra realidad, la de aquellos personajes históricos que nos dejaron, la forma en que sus familiares mantienen el recuerdo y también la gran belleza que esconden esos lugares de descanso eterno. En él descubrí gran arquitectura en la que antes jamás me había fijado, mucho arte, más bien muchísimo, historias increíbles e inimaginables.
Durante el recorrido, descubrí el trabajo de grandes artistas y escultores valencianos cuyos nombres figuran en nuestros libros de historia pero que dejaron su creatividad y memoria en panteones y lápidas. Artistas o arquitectos que la Guerra Civil abocó a trabajar también como imagineros, pero cuya sensibilidad artística sería digna de cualquier museo de arte o etnografía. También otras grandes obras de creadores al servicio del recuerdo: desde Benlliure a Cortina o Goerlich. O de personajes singulares, artistas o anónimos como Sorolla, Lahuerta, Ángel Cristo, Nino Bravo, las fosas comunes, Sánchis Guarner, la niña poeta con un mausoleo neoclásico que me retrocedió hasta la antigua Grecia y también tumbas anónimas pero construidas o decoradas desde la sensibilidad más austera aunque repletas de simbolismo, recuerdos personales y detalles inquietantes o hasta kitsch. Fue una experiencia enriquecedora. Eso me lo permitió el hecho de entrar con una concepción distinta en torno a la muerte y sus rituales o recuerdos. Descubrí belleza, arte, sentimientos encontrados, olvidos, riqueza y creatividad a raudales.
Estas visitas que realiza mi admirado Solaz de forma altruista son una auténtica lección de historia y arte. Tenemos un patrimonio sorprendente en torno a la muerte al que también poder mirar desde el respeto pero bajo la mirada fría y enriquecedora de nuestra memoria.
Nos falta poner en valor esos recorridos. Son lecciones de humanidad, arte e historia. Sin olvidar nunca el respeto, pero al mismo tiempo siendo consciente de lo mucho que todos los que allí se encuentran nos dejaron como legado. Por unas horas conseguí de nuevo ver la muerte más próxima de otra manera.
Vivan la experiencia. Vale la pena, aunque todos temamos nuestro destino y desconozcamos quién al final se acordará realmente de cada uno de nosotros.