Un nuevo Podemos está en marcha, un partido que pagará todos los peajes necesarios al sistema para llegar al poder. Sin ese ‘aggiornamento’, sin ese viaje al pragmatismo, en parte ya hecho, Pablo Iglesias nunca tendrá opciones de presidir el gobierno del país. El PSOE de 1979, que hubo de renunciar al marxismo, es el ejemplo a seguir
En agosto se marchó sin dejarnos pistas sobre su paradero. Con sus intervenciones diarias en los medios, tan previsibles como engoladas, Pablo Iglesias era ya uno más de la familia. En casa siempre tenía reservada una silla vacía a la hora de la comida. Al desaparecer nos dimos cuenta que lo echábamos de menos; nunca hubiésemos imaginado que ocurriría algo así, que esperaríamos con cierta impaciencia a que llegase la ocasión de saber de él. Se extraña tanto al amigo como al enemigo; de ambos se alimentan nuestras filias y fobias, nuestras certezas y contradicciones.
Hasta la jauría periodística de la derecha añoraba su regreso porque, a falta de demonios más consistentes, Iglesias les reafirma en su convicción de que España vuelve a estar amenazada por la furia de los menesterosos, por una revolución de descamisados que quieren subvertir el orden natural de las cosas, la historia tantas veces contada que suele acabar mal. Iglesias, además, les hace ganar dinero, circunstancia que no debe pasarse por alto cuando nos asomamos a un periódico o a una televisión.
"Como Cristo y Zaratustra, Iglesias se fue al desierto para hacer balance de lo vivido y elegir el camino que le llevará a la posteridad o al olvido DESDE AHORA"
¿Dónde estuvo Iglesias desaparecido? Permítame que lo revele, aun a riesgo de pisarle la exclusiva a algún colega: estuvo en el desierto. Como Cristo, como Zaratustra, como tantos hombres que necesitan reencontrarse en la soledad de la arena, Iglesias se fue al desierto para hacer balance de lo vivido y elegir, en un cruce de caminos, el que le llevará a la posteridad o al olvido.
Todo hombre que ha estado en el desierto vuelve transformado. Aún no es tiempo para saber en qué ha cambiado Pablo Iglesias, pero no cabe duda de que se trata de una persona distinta a la que reconoció, con pesar, su fracaso en la noche electoral de junio. Su partido y él han estado a punto de morir de éxito en estos dos últimos años, cuando pasaron de ser jóvenes anónimos a estrellas televisivas. Ellos creyeron en la posibilidad del sorpasso a los socialistas, pero no calibraron el poder del miedo que despertaban en una parte considerable de la población. Perdieron esta apuesta, pero volverán a intentarlo. Son jóvenes.
Aprecio semejanzas entre este Podemos y el PSOE de 1979, contrario a enterrar el marxismo y defensor del derecho de autodeterminación. De la mano de Felipe González, que después de perder sus segundas elecciones llegó a dimitir para forzar un cambio en el partido, los socialistas se dieron un baño de realismo y moderación antes conquistar el poder. Estoy seguro de que Iglesias y Errejón —otro tándem de conveniencia— tienen presente la transformación de aquel PSOE como ejemplo a seguir. No es extraño, por tanto, que después de las elecciones de junio anunciasen que Podemos, si quería gobernar, debía transformarse en un ejército regular (hasta ahora sólo se había sido una guerrilla) y ganar respetabilidad a costa de ser menos “sexy”.
Un nuevo Podemos está en marcha, un partido que pagará todos los peajes necesarios para que los banqueros, los hombres de poder, los inviten a sus comedores privados. Sin ese aggiornamento, sin ese viaje al pragmatismo, en parte ya hecho, Iglesias nunca será jefe de la oposición ni tendrá opciones de presidir el gobierno del país. Él lo sabe; por eso aceptará traicionar a algunos de los suyos, a esos defensores de las esencias y los principios, como hizo el González de los ochenta, el político que admira y odia con esmerada dedicación.
Después de regresar del desierto, Iglesias ha vuelto cambiado, ya quedó dicho. Fue tentado varias veces por el Diablo, y sólo él sabe si sucumbió. Es posible que sí. Con todo, de aquel encuentro con el Maligno sólo ha trascendido que se comprometió a cortarse la coleta como una concesión más en ese viaje incierto y peligroso hacia el poder. Cuando cumpla esa promesa, el sistema le abrirá las puertas y estará, por fin, en condiciones de gobernar.