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el algoritmo es el mensaje / OPINIÓN

Y si la cultura de plataformas corrigiera la superpoblación de las ciudades

15/02/2021 - 

El podcast diario de The Washington Post, El Post, se crea en un pueblo de 10 habitantes en Soria desde el inicio de la pandemia. Entiende tu mente, uno de los podcast en español más escuchados del mundo –ahora, adquirido por Spotify para su escucha exclusiva– hace lo propio desde Brihuega, Guadalajara. La fiebre por la última red social de moda, Clubhouse, ha arrojado a un protagonista sonoro en las madrugadas de neoradioaficionados: el músico Iván Ferreiro emite desde Gondomar, Pontevedra. Ninguno de los millones de oyentes mensuales de El Post o Entiende tu mente tienen presente –ni falta que les hace– que ese informativo, ese programa divulgativo o el entretenimiento sonoro que tanto aprecian se crea en la España vaciada. Y no son casos aislados.

En 2008, cuando el Gobierno de Andorra hizo una inversión astronómica para llevar fibra óptica a todos los hogares, la noticia ocupó menos portadas que el cambio de residencia del Rubius a su país. Lo más relevante es que lo impulsaba su empresa pública de telecomunicaciones, por lo que no solo todas las casas pasaban a tener fibra, sino que su precio se convertía en el segundo más barato del mundo solo superado por Japón. A finales de 2017, ya iban por los 300 Mbps en cada salón y desde La Vanguardia advertían a la burguesía catalana: “se trata de un proyecto muy ambicioso que convierte a Andorra en un país pionero para empresas y particulares”. De aquellos euros invertidos estos éxodos fiscales, porque los servicios tecnológicos y del entretenimiento actual son perfectamente deslocalizables.

Internet ha desencadenado el mayor cambio civilizatorio desde la imprenta. En España, el 95,3% de los hogares tiene acceso por banda ancha fija y/o móvil. Agua, luz e internet ya son los tres servicios que cualquier hogar entiende como de primera necesidad, pero es el último el que puede desencadenar una redistribución demográfica. Según las previsiones de la ONU, dos tercios de la humanidad vivirán en ciudades en 2050. A día de hoy, casi la mitad ya lo hace y, sin embargo, la pandemia de la Covid-19 parece haber trastocado esos planes. Al menos, parece que no pocos están cambiando su forma de entender el mundo con un aliado distinto al de las anteriores pestes: los hábitos de consumo online, la desmaterialización de los bienes culturales y el hartazgo de vivir en lugares tan hostiles como una gran ciudad. ¿O es que a su alrededor no conocen a personas y parejas que han vuelto a sus ciudades y pueblos de origen mientras el teletrabajo se lo ha permitido?

El pintor Ignacio Pinazo perdió a su madre por el cólera cuando solo tenia seis años. Años después, como una pesadilla, su padre y su segunda madre murieron de cólera. Estos hechos atraversaron su vida y su obra, su necesidad de retratar la infancia (de sus hijos) y de poner en valor el campo y los espacios abiertos. Es evidente que estas lecciones en la Historia del Arte las hemos olvidado. Pero lo que Pinazo nunca pudo hacer fue dejar de estar vinculado desde Godella a València. Visitar la ciudad para tratar de sostener económicamente a su familia. Su carrera, previa a Instagram y a la venta por catálogo online, estuvo determinada por cierta falta de relaciones sociales y eso a lo que cualquier adulto llama networking. Pero la historia de Pinazo nos hace comprender que su éxodo rural hoy pinta de una manera muy diferente. El factor desencadenante y definitivo será la expansión de las redes 5G por el ámbito rural.

No obstante, ya son muchos los reportajes y artículos que apuntan hacia una repoblación en corto de medios rurales. La escala de grises es enorme, porque la proximidad a las grandes ciudades, la existencia de escuelas y servicios sanitarios eficientes, etcétera, marcan parte de este proceso. Lo cierto es que la hostilidad de las grandes urbes, el llamado precio de la vida –casi intacto por la Covid-19, como si no hubiera sucedido nada–  en éstas y la ruptura de su escala humana en horarios, relaciones y conexiones humanas, está llamado a acelerar ese proceso. Pero cabe hacerse preguntas más allá, porque el hecho cualitativo, lo que puede definitivamente determinar ese cambio de paradigma sobre el lugar donde verdaderamente se obtiene una calidad de vida excelente tiene y mucho que ver con la cultura de plataformas.

Desde los cines Lys de la ciudad de València hacían públicas unas declaraciones terribles antes de su cierre temporal por falta de clientela: “Gracias a vosotras; distribuidoras pequeñas, medianas, y grandes. Nada que agradecer a Disney y Paramount Pictures. Vuestro abandono a las salas podría titularse Historias lamentables". Las grandes distribuidoras han abandonado a las salas en un abrir y cerrar de ojos, tras un siglo de historia fértil. Y la razón es que ese espectáculo, la disciplina concreta del cine, se ha trasladado a los hogares. Lo ha hecho desde hace menos de lo que hoy pensamos, ¿o es que tienen claro que el primer mes de Netflix en España sucedió hace apenas cinco años? A la industria del cine le dio absolutamente igual que desaparecieran los videoclubs de nuestros barrios, pero no todo el mundo esperaba que abandonaran en bloque su relación con las salas. Hay críticas y críticos que se preguntan, ¿existirá el cine sin cines? Y lo cierto es que sí, porque el entretenimiento está pivotando a los hogares con calidad artística y tecnológica.

El ejemplo de los cines es uno, pero recuerden que –generalizando y a partir de los totales– ya no compramos revistas especializadas sobre nuestros hobbies, discos en formato físico y, por si fuera poco, va calando la accesibilidad visual y de costes del libro digital frente al formato físico. De hecho, en general, el entretenimiento se va desmaterializando y hasta los canales por los cuales la cultura sucede, son nuevos, cambiantes y están en la palma de la mano. Los videojuegos han perdido su rastro físico y esto ha provocado que la piratería haya caído progresivamente tras varias décadas de Far West con pirateo doméstico, extendido y asimilado. El consumo hoy es a la carta, es bajo demanda, está lejos de remunerar suficientemente a sus creadores, pero abre la puerta a una nueva percepción de los territorios. Artes escénicas a un lado, ¿tiene verdadero sentido someterse a la hostilidad vital, el riesgo sanitario del corto plazo y el coste económico de vivir en ciudades?

Es escalofriante descubrir como la idea de Amazon como monopolio del comercio global o la llamada uberización de la economía tienen algo de profecía autocumplida: como si absolutamente todo a nuestro alrededor, según pasa el siglo XXI e incluido el coronavirus, estuviera llamado a darles la razón. ¿Pero y si el rapto del modo de vida antes de internet sirviera para redistribuir a la población en el territorio? ¿Y si la posibilidad de comprar un accesorio informático desde una población remota y tenerlo en dos días, ver la última película de Sam Levinson o Gaspar Noé a la vez que en la Gran Vía de Madrid o de escuchar un disco de Rosalía en las mismas circunstancias que cualquiera en Barcelona pudieran romper con el crescendo infinito de población en las ciudades? Y para la expresión artística en directo, nada impide el viaje o la expedición para el disfrute sin privarse de otros aires y ritmos para el día a día.

En el verano de 2018 entrevisté en Madrid al CEO de una startup súper invertida por fabricantes de aviones, bancos y otros transatlánticos del sistema. Él y su pareja habían pasado varios meses haciendo un estudio personal sobre el lugar más interesante para vivir en España, todo a partir de sus prioridades. Despejaron la idea de vivir en la misma ciudad que sus familias y pusieron sobre la mesa otras necesidades como el acceso a una Educación de calidad para su hijo (iba a empezar la enseñanza obligatoria), la posibilidad de cultivar buena parte de su despensa, estar próximos al mar y contar con un clima suave y benévolo. También, el coste de la vida y la racionalidad en este sentido. Como personas de ciencia, habría más variables, pero el resultado acabo siendo una casa en una población de l’Horta Nord. Allí viven y allí tienen acceso en lo cultural a casi cualquier inquietud que se les aviene. Se acumulan los ejemplos y en las grandes ciudades nadie reacciona. Todo se mueve de la misma manera, cuesta lo mismo y evita la conversación sobre un estrés del sistema a considerar. La cultura de plataformas también tiene que ver con todo esto.

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