Arpa suma a su catálogo un libro esencial, las memorias autobiográficas de uno de los grandes maestros de la ciencia ficción, autor de sagas tan inolvidables como Fundación
VALÈNCIA. Ciencia ficción es una mala traducción: lo correcto, atendiendo a la voz original en su lugar, habría sido ficción científica. Por suerte algunos errores resultan ser afortunados y permitimos que sobrevivan; sería absurdo no hacerlo, habida cuenta de la gran cantidad de errores nocivos que nos empeñamos con denuedo en perpetuar. La ciencia ficción es un género especialmente singular: tomada por género menor durante mucho tiempo, excluida de la consideración que merecen otras historias en premios anodinos pero populares como los Óscar —véanse ignominias como las perpetradas contra obras maestras como District 9–, la ciencia ficción ha sido el motor generador de ilusión de algunas de las carreras más trascendentales en la ciencia, y sin duda, el territorio que ha visto nacer las más brillantes estrellas de la literatura, del cine, del cómic, y más recientemente, de los videojuegos. No solo eso: pocos géneros han vendido como vende la ciencia ficción, que a estas alturas de la película se ha ramificado en subgéneros que van de la ciencia ficción más dura al new weird, pasando por hitos tan reconocibles e influyentes como el cyberpunk.
El porqué de esta desalineación entre la afición y el respeto tiene mucho que ver con los complejos de las academias, pero eso aquí, en este espacio, no nos importa, porque aquí la ciencia ficción, o ascendiendo en la escala de la nomenclatura, la fantasía especulativa, son la gran referencia. Sea como sea, el género está más vivo que nunca —no hay más que ver los catálogos de las plataformas de cine y series para comprobarlo—, y es un momento idóneo para reivindicar no solo las historias creadas por las voces iluminadas que han construido el género —como Lem, el genio en mayúsculas, cuya biografía ha publicado Impedimenta, además de la práctica totalidad de su obra; Octavia E. Butler, magistral, o, como no podía ser de otra manera, Isaac Asimov—, sino también sus vidas. Pensemos en Asimov, padre de la saga Fundación, absolutamente imprescindible no solo en el género, sino en la literatura mundial, o de la serie de los robots, o de obras como El fin de la eternidad: ¿cuántos de sus lectores saben de su origen ruso y judío, por citar solo un episodio de su biografía?
Afortunadamente, Arpa (con traducción de Teresa de León) nos ha regalado una obra monumental como es Yo, Asimov. memorias: seiscientas cincuenta páginas de intimidad con un autor irrepetible que cualquiera de los millones de lectores con los que Asimov contará a día de hoy debería leer. En su momento ya se publicaron parte de sus memorias, pero era una historia diferente, nada tan desprejuiciado y libre como este libro en el que, en un solo volumen, Isaac Asimov, que nunca quiso renunciar a su nombre —una muestra de que era alguien demasiado inteligente como para plegarse a las verdades antagónicas de su tiempo—, nos habla de quién es.
Ya en el principio nos sorprende su franqueza: fue un niño prodigio, pero tal afirmación no responde al ego, sino a los hechos. Nunca habló ruso, muy a su pesar, porque habiendo nacido allí, solo pasó tres años en su tierra natal, y sus padres, nuevos en un país que los acogía pero con reservas —y ciertas amenazas en el ambiente—, y en el cual ya no contaban con el respeto de sus vidas previas, quisieron que su inmersión cultural fuese total, y vaya si lo fue: en poco tiempo, y de forma autodidacta —siempre que confiemos ya no en su honestidad, sino en la propia memoria, que como sabemos, no deja de ser un cuento que nos contamos—, el niño Asimov aprendió inglés, se zambulló en una biblioteca, y ya nunca emergió del océano de la literatura.
El lector asimoviano, que no solo tiene por qué proceder de la ciencia ficción, ya que Asimov cultivó otros géneros, encontrará en estas memorias toda una aventura, la de conocer en profundidad a quien hasta entonces había sido un narrador, nunca el protagonista. En el mismo principio Asimov advierte de que no pensaba que su vida incluyese vivencias trepidantes que pudiesen interesar al público. Falsa modestia o no, para trepidantes ya tenemos sus novelas y relatos: en este libro buscamos su humanidad, sus seguridades e inseguridades, su familia, su forma de ver la vida. En ese sentido, en los primeros capítulos Asimov deja patente que no tiene miedo a opinar, ni siquiera de algo tan delicado —no tendría por qué serlo— como su desconexión de la religión judía, cuyo origen fue en primera instancia la desvinculación de su padre una vez pisó EEUU, de tal manera que nunca inculcó a su hijo las normas que hasta entonces él había respetado escrupulosamente, y más tarde su propia convicción, su no necesidad de llenar con ella ese órgano espiritual que otros necesitan llenar con explicaciones que residen más allá de la razón. Como decíamos antes, Asimov era demasiado inteligente como para reducirlo con demagogia: “En cierta ocasión mantuve una discusión semejante con Avram Davidson, un brillante escritor de ciencia ficción que es (por su puesto) judío y que, al menos durante algún tiempo, hizo alarde de su ortodoxia. Yo había escrito un ensayo sobre el libro de Ruth afirmando que era un alegato a favor de la tolerancia y en contra de la crueldad de Ezra, el escriba que obligó a los judíos a «expulsar» a sus mujeres extranjeras. Ruth era moabita, un pueblo odiado por los judíos, y sin embargo se la describía como una muier modelo de virtudes y era ascendiente de David.
Avram Davidson se molestó por mi afirmación de que los judíos eran intolerantes y me escribió una carta en tono sarcástico en la que también me preguntaba cuándo habían perseguido los judíos a alguien. En mi respuesta le decía: «Avram, tú y yo somos judíos que vivimos en un país que es no judío en un noventa y cinco por ciento y nos las arreglamos bastante bien. Me pregunto cómo nos desenvolveríamos, Avram, si fuéramos gentiles y viviéramos en un país con un noventa y cinco por ciento de judíos ortodoxos». Nunca me contestó. En estos momentos se está produciendo una gran afluencia de judíos soviéticos a Israel. Están huyendo porque temen una persecución religiosa. En el momento en que ponen sus pies en suelo israelí, se convierten en nacionalistas extremistas sin piedad para los palestinos. Pasan de perseguidos a perseguidores en un abrir y cerrar de ojos”. Todavía tiene tiempo Asimov al final de este séptimo capítulo de lo siguiente: “Los búlgaros pedían libertad en contra de un régimen opresor y utilizaron su libertad para atacar a la etnia turca que convivía con ellos. Los azerbaiyanos exigen libertad del control centralizado de la Unión Soviética, pero parece que la quieren para matar a los armenios que hay entre ellos. La Biblia dice que aquellos que han sufrido persecución no deben perseguir a su vez: «No maltratarás al extranjero, ni le oprimirás, pues extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto». (Éxodo 22, 21). ¿Y quién sigue este texto? Cuando intento predicarlo, lo único que consigo es parecer raro y hacerme impopular”. Raro e impopular, pero en lo cierto. Qué necesitados estamos de aquellos que no quieren renunciar a su nombre.
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