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La vejez no es una batalla, la vejez es una masacre

Decidí darle una segunda oportunidad para Elegía, la novela de Philip Roth. Calculé haberla comprado un par de años atrás, o quizás antes. Y aquel verano, pese a la brevedad del libro, lo abandoné sin razón, sin decepción y sin tristeza. Como suceden gran parte de las cosas 

26/08/2019 - 

VALÈNCIA. Recordaba la primera escena de la novela: un entierro en un viejo cementerio judío en el que unos hijos despiden a su padre con palabras vanas, superficiales, unos mostrando una absoluta indiferencia y otros apreciando detalles sobre el recinto, rememorando la historia del cementerio, los orígenes familiares, las organizaciones que se fundaban a finales de siglo XIX para asuntos tan prosaicos.

Las palabras iniciales de la hija, se me venía a la memoria el comienzo de ese libro al tiempo que lo guardaba en la maleta, hablaban bien del lugar del reposo eterno, como si sirvieran además esas mismas explicaciones bibliográficas para hablar bien del difunto. “Bueno, esto es todo. No podemos hacer nada más, papá”, sentenciaba en una intervención aséptica, antes de dar paso a su tío, el hermano de su padre, para que deleitara a los asistentes con recuerdos de infancia del muerto: su vocación artística, su celo por el trabajo minucioso ayudando a su padre en la relojería, los recados para llevar diamantes a los clientes, las chicas católicas que ayudaban en el negocio familiar...

Decidí darle una segunda oportunidad para Elegía, la novela de Philip Roth. Calculé haberla comprado un par de años atrás, o quizás antes. Y aquel verano, pese a la brevedad del libro, lo abandoné sin razón, sin decepción y sin tristeza. Como suceden gran parte de las cosas. Este verano tenía que intentarlo de nuevo, también sin razón. Un libro breve para un viaje breve, con muchas horas de sol por delante, con playas que prometen relax, con tiempo, con ansia, con hambre.

Una playa nudista y una cola de sirena

Descendimos por los senderos de la urbanización y nos encontramos con un mar de sombrillas ondeando con sus telas de colores frente al agua. Primera línea, segunda, tercera, cuarta. Fila de hamacas colocadas a precio de escándalo. Duchas. Duchas para los pies. Sillas de playa. Toalla. Toalla. Toalla. Toalla. Toalla. Toalla. Un chiringuito. Una torre de vigilancia sobresaliendo entre la multitud. Paseos arriba y abajo. Los saltos aeróbicos de los bañistas cuando pasan las olas. Los vendedores ambulantes de pareos, de gafas de sol. Textil. No textil. Textil. No textil. No textil. No textil. No textil. Textil. No textil. No textil. Etcétera.

Sacar el libro de Roth fue un acto de fe en un lugar tan atestado como aquel. Resultaba imposible encontrar sosiego con la amenaza de una toalla próxima, con la inquietud que provoca un acento francés o con una animada conversación entre amigos a escasos metros de nuestra ubicación.

Foto: MARTIN PARR

Busqué rápidamente aquella frase o aquella idea que recordaba de la primera lectura, años atrás. Y la encontré dejándome llevar por la intuición y por ese residuo de la memoria visual que nos permite ubicar ciertos pasajes en lugares concretos de la página, derecha o izquierda, parte superior o inferior. “Aquel día, de un extremo a otro del estado, habían tenido lugar quinientos entierros similares, rutinarios, normales y, con excepción de los treinta segundos fuera de lo común aportado por los hijos (...), ni más ni menos interesante que cualquiera de los otros. Pero precisamente que sea algo corriente es lo más desgarrador, esa manera de caer en la cuenta, una vez más, de la realidad de la muerte que lo arrasa todo”.

Esta vez aquel pasaje no me pareció excepcional. Es decir, sí, me parecía terrible la vulgaridad de la muerte, precisamente lo corriente y lo normal que resultaba para cualquiera que la observara desde lejos. Ocurre todos los días. Ocurre siempre. Los que la circundan la expresan con las mismas palabras. Los que la lloran se lamentan con fórmulas idénticas, trasladables a múltiples lenguas y múltiples lugares.

Y la vida sigue porque cada muerte se convierte en un hecho insignificante, un acontecimiento más en una historia interminable que nadie está registrando para la posteridad. Eso es lo terrible. Y sin embargo, prefería aquel arranque del cuento de Jorge Luis Borges titulado “El aleph” tantas veces comentado: “La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”.

No sé si fue el calor o la lectura, pero aquel escenario vitalista y luminoso se fue convirtiendo progresivamente en un lugar inquietante. El espigado chico italiano que acudía cada tanto a bañarse los pies con su nuevo amante. El amigo que lo acompañaba siempre y que fue perdiendo poco a poco la vergüenza ante la desnudez. El jubilado catalán completamente bronceado que se paseaba por la orilla mañana y tarde con una lentitud exasperante y que se paraba a mirar a los bañistas con los brazos en jarra. Cincuentones ingleses que se embadurnaban de crema solar los unos a los otros y que no regateaban masajes en sus partes íntimas. Una pareja de franceses con bigote y gafas de pera que mantenían atado un chihuahua a la hamaca y al que protegían felizmente de los rayos del sol. Los dos amigos que exhibían brazos y piernas musculados, cabezas rapadas, semblantes serios, y que no cruzaron palabra en los dos días en que los vi. El judío que acudió con su novia y que procuraba escaparse a lavar el bañador una y otra vez en el fondo del mar. El joven chino que se tapaba sus vergüenzas con las dos manos mientras un amante con gafas de sol lo abrazaba por detrás. El rubio nórdico que no quitaba ojo de su novio flotando en medio de una maraña de cabezas bañadas por el sol y por la sal. Señores con barba. Señores con barriga y con barba que bebían cerveza entre carcajadas. Un grupo de libaneses, cataríes o árabes en general que reían en un idioma incomprensible y que acabaron siendo la atracción de todas las cámaras de móvil cuando sacaron una cola de sirena de nailon y comenzaron a retozar en la arena. Conversaciones eróticas en las rocas. Miradas antiguas. Penes de todo tipo. Músculos de todo tipo. Hombres de todo tipo. Peleas por un espacio vital para la toalla. Carreras cuando alguien desmontaba la sombrilla. Horas y horas de mercado.

Treinta y cuatro años

Elegía, de Philip Roth me pareció un eterno historial médico. Me aburrió soberanamente, aunque no podía dejar de leerlo, precisamente porque Roth puede ser maravilloso contando la aparición de una peritonitis. La operación de apéndice del padre, la del hijo, la obstrucción coronaria del protagonista, la hernia que le operaron de niño, el recuerdo del hospital judío, la muerte del hermano, los diagnósticos de toda la familia...

Foto: MARTIN PARR

En esos días de playa, rodeado de tantos cuerpos distintos y tantos afanes diferentes, en variación de edades como cuadros de Klimt, recorrí la vida del protagonista de la novela, desde el instante en que lo enterraban hasta los primeros recuerdos familiares. Los trayectos a nado por la bahía de New Jersey. El primer matrimonio, el segundo, el tercero. El trabajo en la compañía publicitaria. Su primera amante, la segunda, la tercera. La separación de los hijos. La culpa. La soledad. Los remordimientos. La angustia por la muerte.

“¡Tengo treinta y cuatro años! ¡Preocúpate por la nada, se dijo a sí mismo, cuando tengas setenta y cinco! ¡En el remoto futuro ya tendrás tiempo para angustiarte por la catástrofe definitiva”, leí en las primeras treinta páginas, e inmediatamente sustituí mi parte favorita anterior por este fragmento.

Tengo treinta y cuatro años, pensé. Treinta y tres, más bien. Ya me ocuparé de la censura moral más adelante. De la transubstanciación del nudismo, esa práctica liberadora y el viaje hacia uno mismo, en su contrario, la cotización en bolsa, la felicidad fingida, la estrechez de mi toalla.

Y fue días después, a punto de acabar la novela, sumido en un estado de abstracción de toda aquella carne firme o colgante cuando di con una frase extraordinaria en Elegía: “la vejez no es una batalla, la vejez es una masacre”. Y entonces, a modo de respuesta, pensé que tenía treinta y cuatro años o treinta y tres, no setenta y cinco. Y que se abría ante mí toda una playa llena de hombres desnudos.


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