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Leer a Vargas Llosa sin amor pero con hambre

No son los libros lo que fotografiamos, ni el conocimiento lo que nos admira, sino lo apabullante de las paredes, los metros de libros, la contundencia de su imagen. Vargas Llosa escribió Conversación en La Catedral en una de esas universidades inglesas que hoy impresionan por su nombre y por su historia. Igual es una buena metáfora de su figura

12/08/2019 - 

Escogí Conversación en La Catedral por no sé qué sobresalto. El avión despegaba en hora y media y, a pesar de la premura, me había impuesto unos minutos de sosiego para decidir la lectura que debía acompañarme en el viaje. Lejos de las obligaciones que pesan durante semanas, de las novelas sin abrir, acumuladas a la espera de tiempo(s mejores), cada verano actuaba por impulsos, entregándome a un descubrimiento, al más absoluto de los azares y al más primitivo de los deseos.

Nada más arbitrario ni primitivo (a estas alturas) que Vargas Llosa. Le había robado la novela a mi madre, hace ya no sé cuántos años. Una edición de bolsillo con el borde forrado para evitar el desgaste. Y antes de que me lo llevara, me sorprendió con su juicio, siempre rotundo y meditado: qué bien escribe. Por suerte, me fío más de ella que de mis prejuicios, y casi siempre más incluso que de mis juicios. Y esa frase, pronunciada en un tiempo de polémicas y de portadas de revista en las que el escritor anunciaba su nuevo romance, me había acompañado hasta esa tarde en la que debía correr para alcanzar el vuelo.

Conversación en La Catedral, setecientas páginas. Los veranos están para hacer locuras. En la primera reacción de Instagram, me escribieron: “¿Adónde vas, bandido? Y además, con Vargas Llosa”. Arrastramos con nosotros una culpabilidad extraña.

Cincuenta años de la Catedral

Constaté con felicidad que se cumplían cincuenta años de su publicación. Esa novela la escribió durante años pensando en el Perú desde París, desde Washington, desde Londres, donde daba clases de literatura en el Queen Mary’s College o en el King’s College. Cincuenta años del boom latinoamericano, perpetrado desde Europa.

Desde esos lugares remotos, Mario Vargas Llosa tecleó una de las frases más recordadas sobre su país y sobre su militancia política, en un arranque novelístico desprovisto de toda épica: “Desde la puerta de La Crónica Santiago mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”.

Miro a través de la ventanilla del avión. Las tareas de carga y de puesta a punto de la nave hacen que pululen por la pista trabajadores con chalecos amarillos. El ruido de los motores inunda la cabina. La gente avanza a empujones. Me abrocho el cinturón. La tarde es pastosa. Una cortina de calor sacude el horizonte, desdibujado al final del asfalto, por donde levantan sus ruedas los aviones antes de elevarse hacia un cielo radiante, sin nubes. Miro el vaivén de los coches y de los chalecos, sin amor. Cuántas veces hemos escuchado esa frase, ese lamento, para referirnos a nuestro país, a nuestra tierra, a nosotros mismos. En qué momento se jodió todo.

Paseos por el Trinity College

Voy leyendo a embestidas. Me conmueve entrar en una perrera para buscar al perro que le arrebatan de las manos a Ana, antes de que lo maten debido a la campaña antirrabia que están llevando a cabo las autoridades. No alcanzo a entender con nitidez ese idioma transatlántico, antiguo, limeño, popular, hecho de metáforas, exabruptos y giros coloquiales. A través del lenguaje se abre un abismo entre los personajes y yo, entre el lector y la perrera, entre el verde de los campos y los ladridos de las páginas.

Cuánta aspereza. La desazón de las calles grises. La búsqueda desesperada del perro. El sueldo miserable que cobran los captores por pieza. Las cervezas en los bares peligrosos. Las mesas pequeñas. Las prostitutas que alquilan las habitaciones por horas. El compadreo de Santiago y de Popeye. Emborracharse.La iniciación en la sexualidad. La violencia. La autoridad militar de Bermúdez, que entra en las casas buscando a hombres y se encuentra con mujeres feas, envejecidas, paralizadas por el miedo. La violación de Amalia, antes de que le pusiéramos etiqueta al engaño, a los polvos sobre la cocacola, al baile en la oscuridad, al mareo, a los tocamientos de dos hombres sobre una mujer aturdida sobre la cama.

Me produce una conmoción terrible. Y cada vez que cierro el libro, me vienen a la cabeza las palabras de mi madre. Qué bien escribe.

Encontré una mañana de descanso para pasear por el centro de Dublín y caminar por el césped del Trinity College. Pagué los once euros para ver la biblioteca de la universidad y el libro de Kells. Las imágenes en oro que acompañan al Nuevo Testamento del siglo IX. Las estancias de madera. Los arcos de las puertas y las ventanas. El ambiente uterino de las universidades del norte.

Las estanterías de la Old Library se asemejaban a esas imágenes victorianas llenas de oscuridad y de polvo, al saber antiguo, a la inaccesibilidad de la clase alta. No es la erudición lo que atrae, pensé, sino la distancia insalvable entre nosotros y ese estrato de la cultura. No son los libros lo que fotografiamos, ni el conocimiento lo que nos admira, sino lo apabullante de las paredes, los metros de libros, la contundencia de su imagen. Vargas Llosa escribió Conversación en La Catedral en una de esas universidades inglesas que hoy impresionan por su nombre y por su historia. Igual es una buena metáfora de su figura.

Una vez me preguntaron en público qué tenía en contra de Mario Vargas Llosa. Nada, respondí. Evidentemente. Digamos que tuve la mala suerte de leer sus ensayos, eso es todo lo que puedo explicar. Tuve la mala pata de escuchar sus opiniones políticas, contrarias a las mías. De ver sus debates cara a cara con Albert Rivera. Cometí el inmenso error de tomarme en serio las tribunas que firmaba en los periódicos españoles, en las que alababa a Esperanza Aguirre, bautizándola como una Juana de Arco liberal, confundiendo sus cargos institucionales, glosando unos atributos que no tiene y soslayando, que es lo que más duele, su corrupción, su desfachatez y su absoluta incompetencia en el gobierno.

Subrayé toda La civilización del espectáculo y allá donde tuve ocasión dije que era el epitafio de un aristócrata intelectual que había perdido toda brillantez y que añoraba un pasado de élites culturales y de siervos que deben venerar la cultura y penetrar en ella como en una suerte de Misiones Pedagógicas. Eso mismo sentí al penetrar en la Trinity Library como un turista y que me explicaran que para ganar la beca Guiness tenías que superar no sé cuántos exámenes con la máxima nota. Me enfadó muchísimo leer tanta tontería revestida de erudición. Por eso, me dio un vuelco el corazón cuando empecé a leer sobre Zavalita, sobre Ambrosio, sobre la Musa, la Teté. Me alegró como a un niño.

Salí de la Old Library con la misma sensación. Pasamos por esos lugares como extraños y me inquieta pensar que el poder, el gran poder, solo establece vínculos desde la fascinación y el sometimiento. Debían de ser sobre las once de la mañana cuando, de vuelta del Trinity, entré en el pub O’Neills a comerme un Irish Breakfast y a leer un poco más de la Conversación en La Catedral. Fue una mañana reveladora. Huevos, salchichas, sangre de cerdo, bacon, alubias, patatas, ketchup, pan con mantequilla y café. Ahí sí. De nuevo me sentí feliz como un niño. 

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