Náufragos que se cuentan por miles. Desaparecidos que se cuentan por cientos. A los viejos relatos sobre el Mare Nostrum, se añade una condición trágica nueva: ante los guerreros, los piratas, los comerciantes o los pescadores de otro tiempo, la figura mediterránea de nuestro siglo son los náufragos
VALÈNCIA. Europa nació en el sur. No en la mitología escandinava ni en los cantos de suevos, francos, turingios o jutos, sino cantando la cólera de Aquiles en las costas de Asia Menor. El principio de la literatura europea (y Occidental) narra la historia de la batalla contra Troya y del interminable regreso a Ítaca: la victoria de Aquiles y el regreso de Ulises. Entre estos dos mitos fundacionales, un mar enorme de dioses y monstruos, marinos y pescadores, comerciantes y enemigos, serviría de escenario para las historias que se cantarían durante tres mil años y para que las civilizaciones de su cuenca se encontraran más allá de sus horizontes, alentando la guerra o celebrando la paz. Acrecentando así una mitología que no cesa.
Fue Fernand Braudel, a mediados de siglo XX, quien fundó una mirada destinada a ser “mediterraneísta”. El estudio de las civilizaciones del Mare Nostrum en el siglo XVI parecía relegado por la monumental historia de aquella Europa que se desangraba por las guerras en Flandes, y por aquellos imperios que miraban al otro lado del Atlántico para proyectar su expansión hacia América, o hacia Asia bordeando el Cabo de Buena Esperanza. El comercio marítimo en el Mediterráneo quedaría encogido ante la gran navegación transoceánica.
Consumidos el Imperio Romano, la época de esplendor del Antiguo Egipto y la Grecia clásica, las casas y los reinos poderosos de Venecia, Génova o España delimitaron una frontera cultural a base de batallas y crónicas épicas: en el norte estaría Europa y su Cristianismo; en el sur y en el este, quedarían África y Asia con el Islam y el resto del mundo conocido.
Michel Houellebecq en su polémica novela Sumisión (2015) imagina un escenario futuro en el que la Unión Europea es sustituida por una unión económica, comercial y política de los pueblos del Mediterráneo. No sin buena carga de provocación, fabula sobre el ascenso de los partidos musulmanes a la primera línea de la política francesa, donde resultan vencedores en una segunda vuelta de las Elecciones Presidenciales frente a la candidata de extrema derecha Marine Le Pen. De este modo, la unión territorial en base a una identidad europea y cristiana (ya el lobby vaticano, con Juan Pablo II a la cabeza, intentó que la malograda Constitución Europea reconociera las raíces cristianas del territorio compartido) cambiaría en base a una identidad compartida diferente: la identidad mediterránea, la historia de luchas e intercambios comerciales bajo el sustrato mítico de tres mil años de historia.
La provocación no es poca. Y la hoja de ruta, no tan peregrina: desde este mismo Valencia Plaza, el curioso (e) impertinente Francesc Miralles analizaba las proyecciones económicas del Consell de la Generalitat Valenciana con la idea de “redescubrir el Mediterráneo”, si bien con modelos funcionan de manera estable en el interior de Europa. No tan ambicioso, pero sí desencajando la región económica de la macroestructura europea en favor de una identidad mediterránea particular. Mientras se plantea la redefinición, el bloque europeo y el bloque mediterráneo, en cambio, se han petrificado como identidades disímiles, cuando no antagónicas.
Rafael Chirbes reunió en su libro Mediterráneos (1997) la crónica de sus viajes por las ciudades de uno y otro lado del mar: Estambul, Alejandría, Dénia, València, Djelfa o Creta. Estas crónicas habían sido publicadas en la revista gastronómica Sobremesa y tenían como elemento destacado precisamente los productos, las recetas y las costumbres alimentarias de cada zona. Más allá del tour gastronómico que proponía, Chirbes alababa una y otra vez cierto estilo de vida común a todo mediterráneo.
María Belmonte, en Peregrinos de la belleza (2015), recorre la Europa de norte a sur de mano de los innumerables viajeros que transitaron hacia Sicilia, Nápoles, Creta o Atenas: el clasicista Johann Winckelmann, quien teorizó a conciencia sobre el arte clásico, figura fundamental en el siglo XVIII; el alemán Wilhelm von Gloeden, quien instaló en Taormina una villa donde celebraba fiestas y tomaba fotografías de campesinos y pescadores pobres posando a modo de faunos, dioses y pastores arcádicos; el médico Axel Munthe, quien desde Suecia se escapó hacia las costas del tirreno en busca de salud; o el inglés Patrick Leigh Fermor, quien pasó largas temporadas entre Atenas y el Peloponeso. Sol, clima, salud y un pasado perdido. Esa era la idea del Grand Tour del XVIII y XIX: por esas mismas razones, Goethe llegó a Catania y Rainer Maria Rike, a Ronda.
La escritora francesa Maylis de Kerangal, quien sorprendiera el año pasado con un transplante de corazón poético y extraordinario en Reparar a los vivos (2015), acaba de publicar una brevísima novela titulada Lampedusa (2016). En ella, la protagonista escucha la radio de noche, una vez acabada la jornada, y el nombre de la isla italiana la conduce al baile en casa de los Ponteleone de El Gatopardo , frente a Burt Lancaster vestido de don Fabrizio y frente a la preciosa Angelica, hija de don Calogero como representante de la nueva burguesía que debe pactar con la vieja aristocracia para que el poder no cambie demasiado de manos.
Aquel baile que Luchino Visconti dejara a la posteridad en su película sobre la obra de Tomasso di Lampedusa se mezcla con las noticias sobre los naufragios en las costas de la famosa isla. Estupor e inquietud. Náufragos que se cuentan por miles y desaparecidos que se cuentan por cientos, añadiendo a los viejos relatos sobre el Mare Nostrum una condición trágica nueva: ante los guerreros, los piratas, los comerciantes o los pescadores de otro tiempo, la figura mediterránea de nuestro siglo son los náufragos.
Desde la más acuciante actualidad, al igual que la prosa poética de Kerangal, los ensayos de Javier de Lucas y de Sami Naïr ponen en contexto, desarrollan el relato de la tragedia y elaboran hojas de ruta para abordar el gran problema de las muertes en las travesías de inmigrantes y refugiados por el Mediterráneo. Sin escatimar en responsabilidades del norte, Javier de Lucas en Mediterráneo: el naufragio de Europa (2015) engloba este fenómeno con el progresiva retroceso de la idea universal de los Derechos Humanos en nombre de una Europa segura o una Europa del bienestar.
El discurso que combate es el de la vergüenza de los muertos inevitables para la subsistencia de nuestro nivel de vida. El filósofo y sociólogo Sami Naïr, en esta línea, estudia en Refugiados: frente a la catástrofe humanitaria, una solución (2016) los fenómenos migratorios de Siria, de Libia, de Túnez, de Turquía, y apuesta por el reconocimiento de asilo y por la expedición de un pasaporte en calidad de refugiado.
Casi tres milenios después, la cólera de Aquiles sigue cubriendo de cadáveres el fondo del Mare Nostrum. Esta vez no con las connotaciones míticas de Homero, pero sí con la dimensión de las grandes calamidades de la historia.