Édouard Louis. Un escritor de veintisiete años que escribe de su infancia, de su padre y de lo de siempre: el runrún que nos asalta en cualquier conversación, la desafección de lo real, la banalidad política y la catarsis que esperamos. Tiene un nombre concreto: el malestar de nuestra sociedad.
Hablamos de política. Salimos a comer, seguimos hablando. En la sobremesa del domingo, en un encuentro casual por la calle, en los veinte segundos de ascensor que compartimos, nos asalta en las cuatro palabras que intercambiamos este runrún constante. Casualidades. Enciendo la televisión y le quito el sonido, desbloqueo el móvil y repaso las publicaciones de Twitter. Incluso en medio del silencio, de la oscuridad de otoño, resplandecen las noticias, las hogueras de Barcelona, el fulgor de las manifestaciones.
¿De qué vas a escribir esta semana? Aún no lo sé, le respondo a mi madre mientras me meto en el coche. Ya lo verás, le digo con un aire de misterio completamente fingido, pues en cuanto llegue a casa comenzaré a escribir sobre el libro que me he propuesto. Ella aprovecha antes de que cierre la puerta y me habla de sus últimas lecturas, que le aburre Luis Landero, que hojeó la última novela de Vargas Llosa en la Casa del Libro, pero que siempre habla de lo mismo y al final no la compró. Le recuerdo que Cristina Morales ha ganado el Premio Nacional con Lectura fácil, un libro que le gustó, aunque había cosas que podía haber dicho de otra manera, me explicaba. Todavía no lo he leído, pienso.
Hemos estado comiendo y hemos hablado de lo mismo. Me preguntan constantemente sobre la verdad de las cosas, las leyes o las noticias, esperando alguna revelación. O quizás solo tranquilidad. O quizás, y esto es lo que más me inquieta, algún punto de unión entre nosotros, ahora que la vida nos mantiene cerca pero a la deriva, cada cual encerrado en sus horarios y en sus afanes.
Voy a hablar de lo de siempre, le respondo antes de despedirme con la mano y arrancar el coche. Y en lugar de poner las noticias de la radio, conecto la selección aleatoria de Spotify.
No fue su título contundente ni su brevedad de 90 páginas las razones por las que decidí leerlo, sino la mención de Macron cuando abrí una página al azar. “¿Por qué nunca decimos sus nombres?”, se pregunta Édouard Louis al final de Quién mató a mi padre. ¿Cómo escribir algo incluyendo a Macron en las ficciones?, me pregunté yo al principio, sospechando que el presidente francés no es (como ninguno, en realidad) lo suficientemente literario.
No es un ensayo, pero podría serlo. Se aproxima más a las memorias, a una ficción real sobre la infancia, aunque son las memorias de un escritor de veintisiete años. Las fechas que jalonan la escritura son recientes: año 1999, año 2000, año 2001. Quien observa la caída de las torres gemelas es un niño que se asusta de las lágrimas del hermano, del pánico a la guerra inminente que nos iba a eliminar a todos. Quien discute con su padre sobre la caída del muro de Berlín es un niño de 12 años que vive en el año 2004. Un escritor de veintisiete años que escribe de su infancia, de su padre y de lo de siempre: el runrún que nos asalta en cualquier conversación, la desafección de lo real, la banalidad política y la catarsis que esperamos. Tiene un nombre concreto: el malestar de nuestra sociedad.
“Nunca he visto a una familia que lo tenga todo ir a ver el mar para celebrar una decisión política, pues para ellos la política no cambia prácticamente nada. Me di cuenta cuando me fui a vivir a París, lejos de ti: las clases dominantes pueden quejarse de un gobierno de izquierdas, pueden quejarse de un gobierno de derechas, pero un gobierno nunca les causa problemas digestivos, un gobierno nunca les destroza la espalda, un gobierno nunca los lleva a ver el mar. La política no cambia sus vidas”.
Devoré el libro en una mañana y en una tarde. La historia de un niño que escoge a la cantante para hacer playbacks delante de los mayores o el deseo de que le regalen la película de Titanic porque Rose es hermosa ya resultaba lo suficientemente atractiva. Sin embargo, redimensionar ese despertar sexual (homosexual) en un acontecimiento sociológico es una virtud extraordinaria. El accidente laboral del padre. La pérdida de autonomía. La reforma de los subsidios por desempleo. La danza de presidentes franceses en los últimos años. La necesidad de entender a un padre desamparado, recordar sus lágrimas y sus ambigüedades atenuadas por el tiempo, en medio de una infancia humillante por ser maricón. Por parecerlo. Por pensarlo siquiera.
“Un día escribí en un cuaderno, refiriéndome a ti: contar la historia de su vida es escribir la historia de mi ausencia”. Subrayo esta frase como si fuera para mí. Porque de algún modo, la carta al padre que escribe Édouard Louis contiene retazos de nuestras historias, de las ausencias de nuestra infancia, de nuestra primera vergüenza. “Generalmente, cuando pienso en el pasado y en nuestra vida en común, me acuerdo sobre todo de las cosas que no te dije, mis recuerdos son recuerdos de lo que nunca sucedió”.
Lo que sucede, sin embargo, es una escena que empuja a la escritura. El joven escritor visita al padre en la ciudad del norte en la que vive tras la separación de la madre y tras el accidente. Su estado de salud es deplorable y, ante la fragilidad, ante la vulnerabilidad, comienza a rescatar los momentos vividos juntos. Los regalos de navidad reventados en el maletero del coche por el choque de un camión. Las lágrimas inesperadas viendo una ópera por televisión. Los gritos de alegría ya la posterior celebración por el anuncio de la muerte del abuelo.
Y entre esas escenas, avanza una carta al padre hermosa y cruel, como la infancia de los niños sospechosos. Y leyendo a esa carta, esas memorias, muchos comenzamos a escribir las nuestras, a pensar la historia de nuestra ausencia. El padre y el hijo, cara a cara, hablan de política. Del subsidio. De la reforma laboral. De Chirac, Sarkozy, Hollande, Macron. De aquella vez que las ayudas para material escolar fueron recibidas con alegría, hasta tal punto que el padre llevó a toda la familia a ver el mar.
Y en ese cara a cara, cada cual con su vergüenza y su remordimiento, advierten que los une un asunto peligroso: ese runrún constante, la decepción social, el malestar de un padre y de un hijo que quisieran ver ardiendo contenedores en las calles, que es quizás lo único que les une.