Nacidos como consecuencia de la violación en la guerra, criados en la marginalidad y el silencio, los 'niños invisibles' salen del olvido un cuarto de siglo después del conflicto de Bosnia y Herzegovina para buscar respuestas
VALÈNCIA.-«Nos las llevábamos al monte Žuč. Nos dijeron que era el sitio más seguro porque nosotros controlábamos el frente. Las conducíamos hasta un bosque y las matábamos. Un tiro en la espalda a la altura del corazón, y luego las ocultábamos en el bosque, entre las hierbas altas. Ahí se quedaban. Sentías el hedor en cuanto te acercabas porque había bastantes cadáveres. El campo de concentración abrió en cuanto comenzó la guerra y también los asesinatos. Había capacidad para 70 chicas. Mientras estuve ahí, matamos a unas cuarenta. Aún recuerdo algunos nombres: Amela, Sombula, Fatima, Senada, Alma... Ninguna tenía más de veinticinco años».
Ajna llega tarde a la entrevista. Hemos quedado en la céntrica cafetería Vatra de Sarajevo. Durante la espera resuenan los pasajes de la monstruosa confesión de Borislav Herak. Fue el primer miliciano serbio condenado por genocidio ante un tribunal de guerra en Bosnia y Herzegovina en 1992. Le dictaron pena de muerte por el asesinato de más de 35 personas y la violación de decenas de mujeres en el barrio de Vogošća. Tenía veinte años. Al escuchar la condena pidió que su padre le trajera un paquete de tabaco. La condena fue conmutada por 40 años de prisión de los que cumplió veinte. Hoy es un hombre libre del que se ha perdido el rastro. Herak llegó a decir que se arrepentía y que cumplía órdenes. Órdenes de ejecutar violaciones masivas. Las cifras hablan de 50.000 mujeres y niñas violadas, vejadas y mutiladas durante el conflicto. No se sabe cuántas de ellas sufrieron embarazos forzosos y los llevaron a término, pero esa también era una orden. La de llenar «vientres inferiores con esperma superior». Un arma de guerra para perpetuar la limpieza étnica.
Ajna Jusić tiene veinticinco años y es diplomada en Psicología. Acude a la cita visiblemente nerviosa. «Hago esto por el crimen que cometieron contra mi madre y contra tantas otras mujeres, cuya consecuencia fue mi llegada al mundo, a este país que nunca me ha reconocido ni me ha dado los derechos básicos, ni siquiera los de la infancia. Después de veinticinco años de silencio, creo que es el momento de salir y de hablar de ello a plena voz. Nuestras madres llevan todo este tiempo luchando solas para protegernos de la sociedad y del desamparo institucional», arranca.
Ajna es la presidenta de la asociación Zaboravljena djeca rata, algo así como niños olvidados de la guerra. Su historia y la de su madre, Sabina —que cuando la trajo al mundo en 1993 en plena guerra tenía veintiún años—, han servido de argumento a la laureada película Grbavica, el secreto de Esma. En aquel momento, en 2006, cuando la directora Jasmila Žbanić dio a conocer al mundo esta realidad en la alfombra roja de la Berlinale, Ajna no tenía ni idea de que era su historia la que se estaba contando. La descubrió años después. En plena adolescencia. Harta de que en sus documentos nunca figurara el nombre de su padre. De sufrir bulling. De que la llamaran bastarda. Durante todos esos años, su madre y su padrastro hicieron todo lo posible por protegerla. Pensaron que lo mejor sería que hiciera el instituto lejos de casa, en Zavidovići, un municipio ubicado en el cantón de Zenica-Doboj (Bosnia central) perteneciente hoy a la Federación bosniocroata. La inscribieron en la escuela de enfermería de Zenica sin sospechar que ese viaje acabaría llevándola hasta la verdad.
«Cuando fui a hacer la matrícula me preguntó la secretaria por el nombre de mi padre. Le dije que no lo sabía. «¿Cómo que no lo sabes? —me dijo— ''¿Dónde está tu padre?''. "Ha muerto", contesté. ''Pues necesito su certificado de defunción''. Mi madre en ese momento reaccionó rápidamente y me dijo que saliera, que ella lo arreglaría todo», recuerda Ajna. Poco después, en clase de historia su profesor volvió a preguntarle por su padre. Al no saber qué contestar volvió a sufrir las crueles burlas de sus compañeros. «Regresé ese fin de semana a casa sin contarles lo que había pasado en clase. Al llegar no había nadie. Necesitaba tener respuestas. Miré en la estantería y vi la caja de documentos de mi madre que llevaba ahí toda la vida. La abrí y me encontré de bruces con todo. Un informe de treinta folios con la descripción detallada de lo que le habían hecho y de cómo fue. Sus historiales médicos. Cómo y dónde nací. Lo leía una y otra vez porque no daba crédito. Me esperaba cualquier cosa, que mi padre bilógico hubiera muerto, que hubiera renegado de mí, estaba preparada para todo, pero nunca para descubrir que soy fruto de una violación tan terrible».
Ajna lo volvió a guardar todo y no dijo nada. No habló durante nueve largos meses en los que, como relata, no dejaba de pensar que su madre la odiaba porque a diario le recordaba a todo aquello. Los estudios comenzaron a ir mal, también su relación con la familia. «Todo se había desmoronado. Tuve una crisis de identidad enorme hasta que el director del colegio me sentó y me hizo hablar. Aquella confesión supuso un primer gran alivio que condujo a un apoyo psicológico, pero quedaba aún el cara a cara con mi madre».
Tras casi un año, ese encuentro también llegó. «Yo lloraba, pero mi madre se ahogaba en lágrimas. Lo primero que me dijo es que no me odiaba y que por favor no la rechazara por lo que le habían hecho. Nos fundimos en un abrazo que me hizo sentir que no era la niña más horrible e indeseada del mundo». Cuesta seguir el relato de Ajna. Ella ahora se siente invencible, aunque recuerda que le han hecho falta diez años de terapia —que su madre le pagó hipotecándose— para salir a la palestra y pelear por los derechos de los niños como ella.
Los miles de testimonios de mujeres bosnias violadas durante la guerra entre los años 1992 y 1996, junto a las denuncias que llegaban de la guerra de Ruanda, sirvieron para que la Corte Internacional de Justicia tipificase la violación como crimen de guerra y crimen contra la humanidad. Lejos de ser hechos aislados, las vejaciones sexuales en Bosnia tenían objetivos claros: acabar con el equilibrio poblacional a través de embarazos forzosos, mutilaciones que impedían tener más hijos, así como mediante una humillación cultural y religiosa que dejaría secuelas de por vida a las víctimas de las agresiones, pero también a sus familias, muchas veces testigos directos de la violación.
Se perpetuaban además bajo un organizado sistema de campos de concentración en los que miles de mujeres —desde ancianas a niñas— fueron violadas y torturadas. Hechos documentados en varias sentencias del Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia.
La madre biológica de Alen Muhić sufrió ese infierno en un campo de concentración de Foča, hoy perteneciente a la República Sprska. Sobrevivió y huyó al enclave de Goražde que la ONU había declarado zona segura, aunque la realidad de la ciudad era la de otras tantas del país, la de un cerco insostenible con miles de civiles abocados a la inanición bajo los bombardeos incesantes de las tropas serbobosnias. Dio a luz en el hospital de la ciudad donde abandonó a su bebé.
«Hablar de la víctima como individuo y no como grupo. Esa es la lucha por la que pelean los niños olvidados de la guerra de Bosnia y Herzegobina»
Durante meses, el personal del hospital cuidó de Alen, especialmente el conserje quien, a pesar del hambre y de la guerra, decidió adoptarlo y darle un hogar junto a su mujer y sus dos hijas. Alen atiende la entrevista desde ese mismo hospital, el Kantonalna Bolnica, donde hoy es técnico de enfermería. Su historia ha estado permanentemente ligada al lugar. Su nacimiento en condiciones extremas, su adopción, su actual trabajo, conocer a su compañera Dženana (hoy su esposa), y el nacimiento de su hijo. Su vida, a pesar de las circunstancias, le ha sonreído pero había una necesidad permanente de saber.
«Un periodista se interesó por mi caso y cuando crecí me ayudó a recopilar datos. Descubrí que mi madre biológica se había ido como refugiada a EEUU y que había formado una familia. Mi único deseo era conocerla, aunque el encuentro final no fue como esperaba. No nos parecíamos físicamente, aunque sí en el carácter. Mantuvimos el contacto un tiempo hasta que la liberé de ello porque entendía que no le era nada fácil. Tiene un marido, dos hijos y una nueva vida», comenta.
Alen ha conocido también al agresor de su madre, su padre biológico. Radmilo Vuković ha vivido todos estos años en Foča, a treinta kilómetros de él. Fue procesado en 2006 junto a varios criminales de guerra, pero en 2008 le pusieron en la calle usando como atenuante que precisamente su madre no hubiera abortado. «Un día sin más me planté en su casa —sonríe Alen—. Abrió tranquilo y hasta me invitó a pasar. Cuando le vi supe que no había hecho falta aquella prueba de ADN que usaron en el juicio. Éramos iguales. Le pregunté por qué lo hizo y me negó los hechos. Le dije que había sido condenado y empezamos a discutir. Ahí supe que no quería tener nada que ver con él. Vi en su cara que era un criminal de guerra. Debería estar en la cárcel, ese es el sitio que le corresponde», añade.
Muhić es uno de los pilares de la asociación que preside Ajna Jusić y de la que en la actualidad forman parte unas 60 personas. Ambos comentan que no hay estadísticas sobre cuántos más pueden ser esos «niños invisibles de la guerra» porque muchos ni siquiera fueron registrados, otros no saben la verdad o fueron adoptados, mientras que otros tantos morirían en el conflicto.
«Hay una cifra que sobrevuela y que habla de 4.000, pero nosotros estimamos que somos muchos más y, de ahí, nuestra razón de ser, la de dejar de ser invisibles», explica Ajna. Por eso, la asociación contempla más categorías que las de los descendientes de mujeres violadas por soldados enemigos. Existe un término para definir a las hijas e hijos abandonados por padres que eran miembros de las fuerzas internacionales de mantenimiento de la paz o de organizaciones humanitarias extranjeras que operaban bajo el paraguas de las Naciones Unidas, y que, por protocolo, tenían terminantemente prohibido entablar vínculos personales con la población local.
Sus vástagos han sido apodados como los Peacekeeper babies ('los hijos de los pacificadores') y por desgracia, Bosnia y Herzegovina no es el único escenario de conflicto donde las madres han de lidiar por el reconocimiento de estos menores. Es el caso de Ivana Cook, una joven residente de Zenica, de madre bosnia y padre británico. Durante el conflicto su madre trabajaba como traductora y su padre era cooperante internacional. No la reconoció hasta que un tribunal le obligó a ello. Ivana lleva su apellido, pero siente que no tiene padre. «No mantenemos ninguna relación, pero curiosamente nuestra ley nos obliga a que en muchos trámites administrativos figuren los dos padres. A mí me gustaría liberarme de esa carga y no tener que recordarle cada vez que relleno un formulario», comenta a Plaza.
Ajna Jusić fue el primer bebé que nació en la Casa de Socorro de Médica Zenica. Una ONG fundada en 1993 por la ginecóloga italosuiza Monika Hauser para dar apoyo psicosocial a los centenares de víctimas que reportaban las violaciones. Desde entonces está al frente de la entidad Sabiha Husić. Ella recuerda perfectamente el nacimiento de Ajna y la suerte que tuvo su madre de recibir el apoyo de su familia, que no es el más común de los casos. «De la cifra de 50.000 violadas, sabemos que únicamente 900 han conseguido el estatus de víctimas civiles de guerra, y casi todas están en una de las dos entidades de Bosnia y Herzegovina, la Federación. La Republica Srpska ha aprobado hace poco, y después de grandes presiones internacionales, una ley sobre víctimas de tortura, pero dejan al margen a civiles que pertenecieron, como dicen, al bando enemigo, y ambas leyes no hacen ninguna mención a los hijos de estas mujeres», explica.
Sabiha recibió en 2014 el premio mundial Mujer del Año, una candidatura que contó con el apoyo de la actriz Angelina Jolie. Recibe a Plaza frente a la sede del gobierno de Bosnia y Herzegovina. Mientras posa para las fotografías mira con tristeza las rosas de Sarajevo, cráteres de bombas que hoy son cicatrices visibles del asedio. «Hay que reconocer que Bosnia y Herzegovina ha hecho bien ciertas cosas. Ha sido el primer país en reconocer a nivel judicial la condición de víctima sexual de guerra; los estados vecinos de la región han aprendido mucho de nuestra experiencia y errores, véase Croacia o Kosovo, y eso es digno de mencionar por el valor de las mujeres supervivientes».
Desde 2012, las entidades dan una mínima cobertura económica y psicosocial, pero es insuficiente y desigual dependiendo de cada entidad, y el peso de las supervivientes recae en el sector de las ONG. «Por poner un ejemplo —comenta Husić—, después del estigma que sufren las víctimas, del valor para denunciar a sus agresores, muchos de los que siguen siendo sus vecinos que nunca han sido procesados; de los miles de casos denunciados, apenas tenemos un centenar de condenados, y en 2017 han empezado a llegar las primeras sentencias que implican una reparación material que todavía está por pagar», añade.
Durante la elaboración del reportaje, coincide en Sarajevo el exalcalde de València Ricard Pérez Casado, de visita con la Fundación Asamblea de Ciudadanos y Ciudadanas del Mediterráneo para establecer un círculo de ciudadanía mediterránea en la capital bosnia. En 1996, Casado fue el administrador de la Unión Europoea en Mostar en un momento de pacificación de extrema volatilidad. Escucha los testimonios de las víctimas y relata su experiencia en aquellos años.
«Desde la Administración de la UE en Mostar se denunciaron las violaciones, se acogió a las víctimas de violación y se les prestó ayuda a través de ONG como la de las psiquiatras españolas, primero atendiendo a sus colegas locales para que estos, a su vez, atendieran a las víctimas», comenta. Pero dos lustros después, prosigue, «las víctimas y sus hijos todavía esperan justicia. En su propio país por supuesto, y la acción de las instituciones internacionales en otras partes contra estos crímenes, su persecución y condena mediante los instrumentos jurídicos que poseen. Hay una sucesión de estos conflictos 'no declarados' porque las guerras se hacen, no se declaran, y todas las armas, incluida la violación o el asesinato de niños, parecen estar justificadas», señala.
Quizá una forma de acelerar el letargo institucional y judicial podría estar precisamente en activar el papel de la ciudadanía. Es lo que se propuso hace un mes el Museo de Historia de Bosnia y Herzegovina con la primera exposición que saca a la luz las historias personales de niños como Ajna, Alen o Ivana y de sus valientes madres. Elma Hodžić es la comisaria del Museo, una institución pública que, debido al enrevesado sistema político, sobrevive sin un presupuesto estatal, aunque con un inquebrantable espíritu ciudadano capaz de organizar eventos como este. «La exposición se ha llamado Breaking Free (liberarse). Ha sido uno de los proyectos más sigilosos del museo pero el que mejor habla de nuestra sociedad porque trata de niños. Y eso es lo que lo hizo tan fuerte. Los visitantes venían a diario y sin comentarios, en un doloroso silencio, leían las historias de vida. Todos, jóvenes y mayores. El público local y el extranjero, los ciudadanos de ambas entidades, porque esta exposición, al igual que la asociación que preside Ajna, borra las fronteras entre las entidades y entre la gente».
Hablar de la víctima como individuo y no como grupo. Esa es la lucha a la que se refiere Elma y por la que pelean los niños olvidados de la guerra. «En estos veinticinco años en los que nos han etnificado y separado en serbios, croatas y bosníacos no hemos conseguido nada. Nosotros hemos desdibujado esas categorías. Queremos existir y seguiremos luchando junto a nuestras madres como una gran fuerza que llegará hasta el final», comenta Ajna. Elma añade: «En la inauguración de la exposición organizamos una mesa redonda con las protagonistas. Aquella noche, Ajna, Sabina, Alen, Ivana... nos ayudaron a quitarnos las vendas de los ojos. Fue una experiencia catártica y de enorme valor para todos nosotros como sociedad».
Porque a pesar de sus cicatrices y heridas abiertas, Bosnia y Herzegovina es un país que tiene una gran lección aprendida en la piel de miles de supervivientes. Una lección que merece ser tomada en consideración por la comunidad internacional, en especial respecto de los países que ahora han de enfrentarse a las colosales consecuencias de sus guerras.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 57 de la revista Plaza