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tribuno libre / OPINIÓN

A favor de un MIR jurídico

Foto: I.INFANTES.POOL/EP
11/10/2021 - 

Con ocasión de la polémica desatada por la (falta de) renovación del Consejo del Poder Judicial, Más País y Unidas Podemos han propuesto una suerte de «MIR judicial» con el fin de «democratizar el acceso a la judicatura» y terminar con los «sesgos ideológicos y de clase» que, en su opinión, actualmente afectan a nuestros jueces y juezas.

El Gobierno, por su parte, ha anunciado hace unos días el lanzamiento de un programa de becas para los aspirantes a convertirse en jueces, fiscales, abogados del Estado y letrados de la Administración de justicia dirigidas a facilitar su acceso a los respectivos cuerpos funcionariales «en igualdad de condiciones».

Con algunos matices, la primera propuesta es, a mi juicio, claramente mejor que la segunda. La idea de un MIR jurídico no es nueva. Conozco a muchos colegas que la han defendido desde diferentes posiciones ideológicas durante las últimas décadas, aunque no sabría decir quién es el padre o la madre. Seguramente ésta es una de esas ideas tan evidentemente buenas que se le ocurren a mucha gente al mismo tiempo. Consiste en implantar un examen estatal parecido al que utilizamos en España para seleccionar y formar a nuestros médicos especialistas; y, en Alemania, para hacer lo propio con los licenciados en Derecho que pretenden ejercer profesiones jurídicas (judicatura, fiscalía, notaría, abogacía, etc.).

El sistema de oposiciones actualmente empleado en España para seleccionar a los aspirantes a integrarse en los grandes cuerpos jurídicos funcionariales es un desastre desde varios puntos de vista. Su principal defecto es que genera un gigantesco despilfarro de capital humano, como consecuencia de múltiples factores: superar las pruebas requiere demasiado tiempo (típicamente, estudiar más de sesenta y pico horas a la semana durante varios años); las pruebas son excesivamente memorísticas, lo que hace que los aspirantes malgasten muchísimas horas y esfuerzo en adquirir unas habilidades (principalmente, recitar de carrerilla cientos de temas de rancio contenido) que están lejos de ser las más adecuadas para el posterior desempeño de las correspondientes funciones públicas; la formación adquirida durante la oposición, si ésta no se aprueba, es poco útil para desempeñar otras profesiones jurídicas; el porcentaje de los opositores que no consiguen aprobar, tras intentarlo varias veces a lo largo de muchos años, es elevadísimo, lo que engendra ingentes volúmenes de frustración, etc.

Y éste no es el único defecto grave. El sistema propicia, por ejemplo, que los funcionarios que preparan a los opositores cobren por ello importantes cantidades de dinero que no declaran a Hacienda. También imprime seguramente un sesgo económico y tal vez ideológico en el acceso a la función pública. El enorme coste de oportunidad que implica preparar las pruebas ahuyenta a muchos estudiantes que cuentan con la vocación y la capacidad intelectual necesarias para aprobarlas, pero no con recursos económicos suficientes para sufragar años de oposición.

La propuesta del Gobierno de otorgar ayudas a algunos opositores mitiga este tercer problema y quizás el segundo, pero deja irresuelto o incluso agrava el primero. No es sensato hacer todavía más atractivo, por la vía de subvencionarlo con dinero de los contribuyentes, un sistema de selección extremadamente costoso e ineficiente.

Un MIR para juristas bien diseñado podría dar mejores resultados. Imaginemos que todos los graduados en Derecho, para desarrollar una profesión jurídica en el ámbito público o privado, tuvieran que aprobar un examen estatal de conocimientos jurídicos generales, tan riguroso y objetivo como el genuino MIR. Los aprobados tendrían derecho a escoger «especialidad» por el orden que ocuparan en el escalafón resultante de sus respectivas calificaciones. A diferencia de lo que ocurre ahora, no se jugarían el acceso a la vida profesional a un «todo o nada». Aunque su nota no les permitiera escoger su especialidad favorita, su primera opción, muchos tendrían a su alcance otras alternativas lo bastante atractivas, preferibles a la consistente en intentarlo de nuevo durante los años siguientes. Quizás convendría limitar el número de veces que los candidatos pueden examinarse, al menos a los efectos de acceder a determinados cuerpos funcionariales (judicatura, fiscalía, registros, notarías, etc.) especialmente demandados. En Alemania, los aspirantes sólo cuentan, en principio, con dos intentos. Ese límite dificultaría que los interesados pasasen demasiado tiempo tratando de aprobar el examen y, sobre todo, reduciría el riesgo de que personas de escasa capacidad intelectual, pero con suficientes medios económicos, aguante y suerte, acabaran desempeñando funciones públicas de especial trascendencia.

Tras aprobar el examen, los candidatos tendrían que superar un periodo de formación teórico-práctica retribuida por el Estado y específicamente dirigida al desempeño de la función pública correspondiente. No obstante, resulta razonable que abogados y procuradores pudieran ejercer su profesión inmediatamente después de superar el examen estatal, sin necesidad de pasar antes por ese periodo de formación pública retribuida ni de obtener, como en la actualidad, un título de máster de abogacía cuya configuración, utilidad y justificación resulta muy cuestionable.

Ciudad de la Justicia. Foto: EVA MÁÑEZ

Un sistema semejante reduciría considerablemente el enorme coste social, en términos de tiempo, esfuerzo y salud mental de miles de personas, así como de escandalosas bolsas de dinero negro, que conllevan las actuales oposiciones. Facilitaría el acceso a la función pública de muchos interesados que reúnen las ganas, el mérito y la capacidad suficientes para ello, pero no los medios económicos necesarios para soportar varios años de oposición.

Y generaría información muy valiosa, que podría ser aprovechada por los bufetes de abogados, otras empresas, los interesados en realizar estudios jurídicos, los poderes públicos, etc. Los candidatos que obtuviesen mejores calificaciones en el examen estatal podrían escoger especialidades más atractivas y, probablemente, recibirían mejores ofertas de trabajo. A la vista de ello, los interesados en estudiar Derecho, en la medida de sus posibilidades, tratarían de hacerlo en las Facultades cuyos egresados tuviesen mejores calificaciones en dicho examen. Las Administraciones públicas podrían hacer depender de esas calificaciones una parte de la financiación otorgada a los respectivos centros universitarios, con el fin de «premiar» a los mejores, etc. Este sistema podría estimular así una sana competencia entre las Facultades de Derecho españolas, competencia que en la actualidad es, lamentablemente, muy débil. Alumnos, profesores y gestores tendríamos que ponernos las pilas más intensamente de lo que ahora nos las ponemos.

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