Hoy toca recordar a la gran dama de la gastronomía valenciana: Pepa Romans de Casa Pepa, en Ondara
Se nos va una de las grandes damas de la cocina contemporánea: Pepa Romans falleció esta semana a los 72 años de edad en Ondara, rodeada de su gente, sus olivos y el mediterráneo.
Recuerdo con cariño las últimas visitas y aquellas entrevistas (especialmente la última) donde abrasaba la lucidez de esta cocinera sin prejucios; aquella era una mujer cálida, fuerte y libre. Esta fue la crónica de aquella comida inolvidable.
Pepa Romans, cinco hijos y casi veinte años al frente de los fogones del restaurante que recibió en el 99 su primera Estrella Michelin. Pepa es alumna de esa escuela cuyos libros son las flores y los pupitres naranjos, olivos, raíces y preguntas. “No me gustan los críticos gastronómicos” dice Pepa mientras llena la copa y yo garabateo dudas en la Moleskine; y ella sonríe y juega al ratón desde esa liga decorada con certezas.
Difícil hablar de Casa Pepa y no hacerlo del Mediterráneo. De las lonjas de Jávea y Dénia, del mar telúrico de Sorolla y su reloj de faltriquera, donde todas las horas son de alba. El mediterráneo del jazmín i les creilles, la mar salada de nuestro Vicent «Apriétate el cinturón, vuelve a la austeridad espartana, pon los pies a remojo en un lebrillo bajo la parra, come frutas y ensaladas, vístete con los viejos pantalones y una camisa blanca y limpia, cómprate un sombrero de paja y aguanta todos los embates agarrado al tarro de mermelada de la abuela”. Se dice fácil, ¿verdad?
En la brega de los fogones las riendas son de su hija Sole, que dibuja en los platos la modernidad, la ola que -seguro- amarra Pepa desde popa. Difícil equilibrio entre tradición y futuro, autor o artesano, la refriega de siempre: Ordóñez o Belmonte, Renoir o Godard, ¿Camarena o Rausell?
Hablamos con ellas de cocina, pasado y viajes (Pepa, cuando viaja, busca “mercat i menjar”) en la terraza del restaurante que es su casa familiar, 140 años a la vera de naranjos y jazmines. Y ahora, un consejo: si pueden, disfruten del llantar aquí, en la terraza, especialmente ahora que los días son largos y las noches cálidas. Aquí, donde los aromas trepan por la mesa y cada pío es un tic tac más pausado, más lento. Más verdadero.
El menú degustación canta 75 euros y prescinde de bagatelas y pre-entrantes. Ocho platos que son ocho caminos cuyo destino es el recuerdo. Pueden pedir el menú maridado, demonios, todos los menús deberían ser siempre maridados por copas en restaurantes de esta talla, porque no me jodan, ¿la misma botella para ocho platos? ¿Se imaginan un concierto de una sola partitura? Pues eso.
La sinfonía arranca con la sopa de ajo blanco y chufa con trocitos de salazón, maridado con un Casta Diva de Gutiérrez de la Vega. Espectacular el rollito crujiente de caballa con arroz con un Godello de Valdeorras, Montenovo.
La cocina de Pepa y Sole destila a cada paso amor a la naturaleza y la tierra, todo es fácil -no sencillo, fácil- y los platos fluyen, serenos, sin titulares ni fuegos de artificio -¿será eso que llaman la gastronomía femenina?- frente a esa cocina de impacto y nota de prensa que tanto gusta a muchos cocineros que seguro ya imaginan. Ni rastro de competición aquí, sólo placer.
El concierto sube dos tonos con la viera asada, fetuccini de remolacha y pesto de algas marinas, sepieta con fideuá negra y alioli de limón acompañado de un sorprendente Listán negro de Lanzarote, Yaiza. Y antes del telón, salmonetes con crema de remolacha y pichón asado con tatín de pera y fondillón.
Ella no lo dice, pero intuyo que la batalla de Pepa es la de la recuperación de los sabores de la memoria, la batalla del terruño y las raíces. Esa que sabe -todos sabemos- perdida pero que, aún así, libraremos.