Alejandro Sánchez dejó el mundo financiero para especializarse en cocinar paellas valencianas. Hoy, desde Pekín, abandera la gastronomía española y valenciana
VALÈNCIA. A los ocho años, Alejandro le dijo a su madre que le enseñara a hacer una paella y ella le respondió: «No, que te quemarás». Pero su madre no sabía con quién estaba hablando. Alejandro, el mayor de seis hijos, había salido bravo y con las ideas claras. Y aunque su trayectoria profesional comenzó como profesional de las finanzas —una de sus virtudes— tenía una idea fija desde muy joven: montar su propio restaurante y cocinar muy buenas paellas, con el 'muy' por delante. Y como 'fácil' no es adjetivo que Alejandro conjugue con facilidad, apostó por Pekín tras descartar otras ciudades.
Lo que no sabían los chinos era lo que les esperaba. Con la llegada de Alejandro a Pekín, en 2009, y con la apertura de su restaurante Niajo —de cocina española— también iba a llegarles un valenciano muy ‘chino'. Un valenciano que iba a enseñar a los profesionales asiáticos que trabajasen con él —veinte personas en la actualidad— la importancia del respeto entre las personas y de comenzar respetándose a uno mismo; iba a hablarles de que trasladasen el civismo hasta los lugares más íntimos, iba a destacarles la importancia del orden y la limpieza... y también a no escupir. Y además de todo eso, el cocinero valenciano iba a enseñarles a mover las muñecas más que una bailaora de flamenco, para sorpresa de los orientales. Es lo que tiene el manejo del arte de los fuegos, ese jugar con las llamas que Alejandro aprendió primero de su madre y luego de algunos cocineros valencianos de renombre.
Con tesón, sacrificio, mucho trabajo y afán de superación, Alejandro Sánchez acumula ya 43 años cocinando muy buenas paellas valencianas y diez años ofreciéndolas en Niajo, el restaurante que ha levantado en el corazón de Pekín. Para lograr la excelencia, este inconformista cocinero ha necesitado fusionar la sabiduría robada (o prestada) a ilustres nombres de profesionales valencianos como Óscar Torrijos, Roberto Aparicio (Casa Roberto), Borja Azcutia y a restaurantes centenarios como La Pepica. En todos ellos invirtió muchas horas de dedicación profesional, las que le quedaban de su tiempo libre y de vacaciones; también muchas escapadas de fin de semana a València —durante el tiempo que residía en Madrid por motivos profesionales—, en las que se convertía en un pinche de cocina accidental (con ‘a’, que no occidental), y se metía en las cocinas de los restaurantes que, meticulosamente, él había seleccionado. De todos ellos Alejandro se impregnó del arte de la cocina tradicional valenciana.
Este inquieto y curioso valenciano desde hace diez años ofrece una carta 100% española a sus vecinos de las embajadas de Pekín, y a los muchos pekineses y turistas que se acercan, siempre recomendados por otros comensales —y también por Tripadvisor—, a degustar alguno de sus más de setenta platos, entre los que se encuentran el jamón ibérico, el pulpo a la gallega, las cremas de tomate y, cómo no, el plato estrella haciendo honor a sus orígenes: la paella valenciana.
Este inquieto y curioso valenciano desde hace diez años ofrece una carta 100% española a sus vecinos de las embajadas de Pekín, y a los muchos pekineses y turistas que se acercan, siempre recomendados por otros comensales —y también por Tripadvisor—, a degustar alguno de sus más de setenta platos, entre los que se encuentran el jamón ibérico, el pulpo a la gallega, las cremas de tomate y, cómo no, el plato estrella haciendo honor a sus orígenes: la paella valenciana.
Alejandro Sánchez, además de mucha vida y varios nombres —Alejandro en València, Alex en Pekín y Niajo, para el más pequeño de sus seis hermanos—, ha conseguido regentar su propio restaurante y llevar más de cuarenta años haciendo paellas. Y todo ello sin miedo a quemarse, como cuando tenía ocho años.
—¿De dónde le viene a Alejandro Sánchez esta pasión por la cocina?
—Pertenezco a una familia de cuatro generaciones vinculadas al mundo de la hostelería. Desde muy pequeño los seis hermanos siempre hemos mostrado un interés especial por la cocina. Cuando yo tenía cinco años toda la familia se trasladó a Madrid. Allí estudié Empresariales y Marketing, entre otras cosas, y di mis primeros pasos profesionales en el mundo financiero de la mano de un potente grupo asegurador, pero yo al mismo tiempo seguía estudiando cocina porque mi sueño era el mismo de siempre, montar un restaurante. Y me buscaba la vida entre Madrid y València...
—¿Cómo compaginaba su trabajo con el de aprender a ser cocinero?
—En Madrid iba a escuelas de cocina y como siempre hemos estado muy vinculados a València —ahí sigue toda la familia de mis padres— en cuanto podía me escapaba los fines de semana, aprovechaba las vacaciones o algunos periodos más largos para meterme en los fogones de los mejores restaurantes valencianos. Les pedía que me dejaran trabajar un mes o incluso más tiempo, gratis, porque quería aprender de ellos a cocinar arroces y a hacer paellas. Y así fue cómo aprendí de Óscar Torrijos, de Roberto, de Borja Azcutia y me impregné de toda la técnica de La Pepica. Y cuando en 2003 decidí dejar mi trabajo, intensifiqué esas prácticas voluntarias.
— ¿Qué le enseñó Óscar Torrijos?
—Además de un gran amigo, le considero el padre de la cocina valenciana. En aquellos años lo que no te enseñaba él no te lo enseñaba nadie. Él tiene la sabiduría del arte de la cocina tradicional. Este hombre ha pasado sesenta años entre fogones y aun estando jubilado sigue apasionándole.
—¿Qué se llevó de La Pepica?
—De ellos me llevé su técnica. Solo hay que pensar en que este restaurante es el más antiguo en el arte de hacer paellas. Abrió sus puertas en 1898, cuando Alfonso XIII les dio la autorización para poder trabajar. Su técnica de elaboración no la tiene nadie. Con ellos estuve un periodo más largo, como unos dos meses, pues en aquel momento ya había dejado mi trabajo. Estando allí un día el jefe de cocina se acercó y me dijo: «Mire, usted aquí no puede estar en la cocina el turno completo porque usted se puede morir… que esto es una locura», y yo le respondí: «Tengo amistad con los dueños y ellos me dejan». Y en eso, otro trabajador se acercó y me preguntó: «¿Pero a usted qué le pasa?» (se ríe), y yo le contesté: «No me pasa nada. Yo soy empresario, voy a montar un restaurante y estoy aquí para aprender»... y ya me dejaron en paz (se ríe). Aunque tenían razón pues yo estaba metido en la cocina de La Pepica desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche: echándome agua, bebiendo agua... perdía un kilo diario. Un infierno a ochenta grados... pero aprendí muchísimo.
«mi triunfo no es cocinar buenas paellas, que también, es haber sabido hacer un buen equipo»
—¿Y qué tomó prestado de Casa Roberto?
—La absoluta perfección, que he hecho muy mía. Dudo que haya otro cocinero que haga la paella más perfecta que él. Para mí Roberto representa la disciplina. Una disciplina feroz.
—¿... y de Borja Azcutia?
— Esa disciplina de Casa Roberto es la misma que aplica Borja Azcutia, de hecho trabajó para Roberto, pero Borja además suma una parte suya muy creativa.
—¿Y cómo es su cocina, la de Alejandro Sánchez?
— Yo también soy muy de laboratorio, como Roberto. No me gusta que mi equipo se equivoque, y para conseguirlo el ojo de buen cubero no existe en mi restaurante. Me gusta que todo se mida bien para que salga perfecto. Tenemos cazos para medir el arroz, otros para medir el caldo y por eso las paellas en Pekín nos salen perfectas.
—Quién diría que es más disciplinado a la hora de cocinar, ¿Roberto o usted?
—Yo diría que, en realidad, junto la disciplina con la sonrisa (se ríe). Mi gente se parte de risa conmigo porque ven que canto y le hablo a los productos...
—¿Usted le habla a los productos?
—Claro. A modo de broma, cuando nos entra un pollo a la cocina le miro a los ojos y le digo: ¡«¡¿Por qué me miras tanto?!! Tranquilo que pronto todo pasará». Esto a mi equipo le hace mucha gracia, pero la verdadera razón de por qué lo hago es para que mis cocineros se enamoren de los productos y del arte de cocinar. Solo en la cocina tengo un equipo de doce personas y mi triunfo no es cocinar buenas paellas —que también—, es haber sabido hacer un buen equipo. Y he conseguido que funcionen con o sin mí. Ese es mi triunfo.
—¿Y si hablamos de los ingredientes que utiliza en Pekín?
—Mis paellas para cocinar vienen de València. El aceite es de Utiel-Requena, el azafrán es español, el pimentón español...
—¿Y el arroz?
—El arroz no puede ser español porque en China no entra. Una verdadera lástima. Si alguien consigue llevar el arroz bomba valenciano a China yo le abro los brazos ya.
—¿Cómo era la China que vio en su primer viaje, en 1999, que no deja de ser el siglo pasado?
—Aquel fue un viaje por motivos laborales de mi anterior trabajo. Vi un país impresionante, que ya mostraba signos de una evolución imparable. Desde entonces no paré de viajar a China hasta que en mayo de 2005 finalmente me afinqué en Pekín. Aunque si tengo que hablar de la evolución de este país, muy diplomáticamente diría que ha sido más crematística que intelectual.
—¿China fue la primera opción para montar su restaurante soñado?
—No. En 2004 estuve a punto de quedarme en Australia y tanteando montar un negocio de hostelería en Melbourne con un socio pero finalmente no salió. Aunque aquella aventura era demasiado fácil. En aquellos años Melbourne era una de las capitales con mayor calidad de vida del mundo y eso hubiera estado chupado, pero yo en aquellos años tenía una edad —45 años— en la que me llamaban los retos. Opté por lo difícil y el 1 de mayo de 2005 decidí establecerme en Pekín.
—¿Llegó solo? ¿Cómo fueron los inicios?
—Estaba divorciado y sí, llegué solo. Y a los españoles que conocía allí les pedí consejo. Me recomendaron instalarme unos meses, quitarme la careta de turista, vivir el país. Seguí el consejo pero a mi manera y estuve cuatro años y medio observando. Mientras tanto trabajé en la gestión de compras para empresas españolas en el sector del textil y del acero inoxidable. Y en 2008 me surgió la oportunidad de abrir mi restaurante en Pekín, en el local que ahora ocupo.
—Niajo, un nombre con reminiscencias orientales. ¿Por qué ese nombre?
—Muchos piensan que es un juego de palabras ( ‘ni ajo ni cebolla’) otros que si es por la palabra nijao ('hola' en chino). Pero la realidad es otra: nosotros somos seis hermanos y mi hermano Alfonso, que acaba de cumplir 45 años, tiene Síndrome de Down. La mayoría de estas personas tiene problemas de logopedia y Alfonso, desde pequeñito, cuando empezó a vocalizar, me llamaba Niajo. Y yo le decía: «¡No Alfonso, yo soy A-le-jan-dro!», y él repetía: «A-ni-a-jo». Con el tiempo quitó la letra a y siguió llamándome Niajo. Hasta hoy (ríe).
«el arroz no puede ser español porque en china no entra. una verdadera lástima»
—¿Y cómo es el día a día en Niajo?
—Los primeros cuatro años fueron muy duros porque de lunes a domingo no salía del restaurante. Así tuviera fiebre, no podía hacer cama pues era pronto para delegar. Recuerdo que cuando por fin pude dejar a mi equipo solo en la cocina y venir a visitar a mi familia a España, al reencontrarme con todos ellos mi hermano Alfonso al verme se enfadó mucho conmigo porque no me había visto en mucho tiempo, y yo le dije: «Alfonso, ¿sabes que he abierto un restaurante en China? ¿A ver si sabes qué nombre le he puesto? Niajo». Y en eso se hizo un silencio entre todos los que allí estábamos, mis padres, mis hermanos, mis sobrinos... todos miraban a Alfonso para ver qué decía..., y de repente, Alfonso dijo: «¿Pues cómo le vas a llamar, como te llamas tú, ¿no?» Y claro, estallamos todos de risa. Hubo carcajada conjunta.
—Esa anécdota es muy Javier Fesser, ¿verdad?
—Sí, sí. Muy de Campeones. Fue para morirse de risa, la verdad.
—¿Volvamos al día a día en Niajo?
—Para hacerse una idea, allí no existen escuelas de hostelería y hay que enseñarles todo. Yo me atrevo a decir que ese pequeño porcentaje de extranjeros que vivimos en China hemos 'hecho China'... Les hemos enseñado a cortarse las uñas, a no escupir, les hemos enseñado modales, maneras y lo más elemental.
—¿Quiénes son sus clientes?
—Al estar mi restaurante en un lugar comercial, rodeado de centros comerciales, tengo mucho extranjero y mucho chino viajado que aprecia la comida internacional. Y además, tengo que cuidar mucho la presentación porque los chinos, que están con la puñetera fotografía todo el día; lo fotografían todo, absolutamente todo... hasta me fotografían la paella. Los chinos que vienen me dicen que sirvo la mejor paella de China.
—¿Sus platos son solo españoles?
—La carta es 100% española pero en los menús diarios sí que hago guiños a otras nacionalidades porque tengo comensales de todo el mundo.
— ¿Sus primerísimas incursiones en la cocina con quién fueron…?
— Con mi madre, por supuesto. Yo a los ocho años ya sabía hacer una paella, y de leña, aunque ella no quería enseñarme por si me quemaba. Yo le dije que si no me ayudaba me quemaría solo y, claro, tuvo que enseñarme. Ahí aprendí a jugar con los fuegos, a subir y bajar el fuego. Mi equipo, que es todo chino, al principio me decía: «¡Jefe, cuántos movimientos de muñeca!» (se ríe).
— ¿Ha tenido algún colaborador que no fuera chino en la cocina de Niajo?
— En una ocasión vino a trabajar mi amigo Óscar Torrijos. Estuvo en mi cocina nueve meses, todo un embarazo con parto incluido (se ríe). Un día me dijo: «¡Oye Alejandro, yo nunca he estado en China!». Y le pregunté: «¿Eso es una indirecta o una directa?», a lo que contestó «Una directa». Y se vino. Para él fue una experiencia muy gratificante y para nosotros increíble tenerlo allí. Un día me dice: «¡Alejandro, Alejandro, no sé qué pasa con esta gente... les estoy hablando y no me contestan, no me hacen caso». Y yo le dije: «Óscar, es que son chinos y como tú les hablas en valencià, que no es ni chino ni inglés pues ya me dirás cómo te van a entender». Y luego, por otro lado, me venía el cocinero chino y me decía: «¡Jefe, este señor nos dice cosas y no sabemos qué nos dice!». Y aun así Óscar seguía insistiendo; intentaba explicarles sus técnicas de cocina.
* Este artículos se publicó originalmente en el número 55 de la revista Plaza