Volvemos a la calle Jerónimo Muñoz de Patraix, feudo de Sergio Mendoza y la albañilería autogestionada.
«Esto se ha descontrolado a un nivel que si sale mal me vais a ver hacer muchas estupideces. No, no. Esto no lo pongas, que no vendrá nadie solo por verme hacer el gilipollas. O sea, en serio, nos hemos metido en un lío grande. Parte de mí quería meterse en un lío grande. Estar encerrado unos meses y no tener que gestionar mi vida». Quienes sigan por Instagram las cuentas de El Astrónomo y El Almacén habrán visto que algo se mueve tanto en los locales: ha saltado el suelo, el techo ha caído y se ha vuelto a construir («en el techo ha actuado una empresa de insonorización a la que le hemos dedicado un presupuesto muy grande, es muy grande muy grande. Un presupuesto con el que yo podría haber comprado una casa, o dar la entrada por lo menos para un piso, el que no tengo») y el húmedo mundo de la fontanería y sus injerencias ha alterado la existencia de Sergio Mendoza, dueño de El Astrónomo, El Almacén y El Observatorio, todos ellos en el barrio de Patraix, uno al lado del otro.
Hace tres años, Mendoza despachaba con «No sé sintetizar el proyecto» El Almacén, un proyecto gestado en cuarentena que trabajaba sobre «lo furtivo, y en la oposición a las grandes superficies, que son las que sacaron más beneficios durante la cuarentena». Muchos de los productos que allí se vendían son tan difíciles de conseguir que eran casi de extraperlo. El Almacén fue una tienda de abarrotes que servía también de apoyo a los dos restaurantes de los Mendoza: El Observatorio y El Astrónomo. Durante su existencia, despacharon los vinos naturales de Mariano, mantequilla, pastrami y didáctica: la labor del establecimiento era concienciar sobre otra forma de consumo, lejos de los productos estandarizados y de cantidades cuestionables. ¿Y ahora qué? «Nos dimos cuenta que cuando la gente era feliz al Almacén le iba mal, y cuando era infeliz, bien. En los meses de invierno funcionaba, la gente se compraba un par de cosas para disfrutar en casa, pero en cuanto hacía buen tiempo, ganaba el gintónic a cinco euros en una terraza cualquiera».
Dar una alternativa a la espectacularización de la hostelería es el núcleo de este nuevo misterio que, para hacerlo aún más complicado, ha requerido de otra licencia de actividad. «La idea es la de siempre. Un sitio donde se coma bien y que lo demás no importe. Al final el local, después de una reforma muy importante que no nos podíamos permitir, está alejadísimo de la corriente Port Aventura, donde la comida es lo de menos. Aquí hay que venir a comer bien, y que si todo va como parece que va la hostelería, dentro de seis años esto siga igual, y que la gente pueda elegir ir a comer entre un restaurante independiente que haga comida, o ir a comer a un espectáculo, un teatrillo. De momento (en los restaurantes) se están construyendo escenarios, dentro de un tiempo no será suficiente, y entrará el show porque el escenario no será bastante». Escuchando al hostelero, en un futuro abrir bolsitas de comida de quinta gama no bastará, y los restaurantes harán de invertir en performance. «La corriente contraria a eso será ir a un sitio en el que la gente se haya preocupado por lo que vas a comer, y cómo te lo vas a comer. Un lugar donde el escenario no sea tan importante, aunque inevitablemente tú intentas hacer un entorno que te guste».
Durante los meses de obra, parte del equipo se ha transformado: «nuestro jefe de cocina es jefe de pladur. Debería estar trabajando en la carta, pero primero tiene que acabar el pladur. No se ha despedido a nadie a lo largo de estos cuatro meses de cierre. El que ha querido, se ha reconvertido. Por ejemplo, Adri, el jefe de cocina, es una persona muy inquieta y aprender a hacer cosas nuevas le gusta. Entonces, cuando viene el electricista, la oportunidad de aprender del electricista, lo aprovecha. Cuando viene el del pladur y ves que ese señor no tiene ganas de trabajar, ni vale el precio que te ha dado, pues dices ‘aprendemos a hacerlo nosotros’. Nos han dicho que no podíamos hacer cosas que queríamos hacer, porque no es la manera tradicional pero… al final han salido bien». Como en los anteriores proyectos, Sergio y su entorno pueden sentirse orgullosos de haber construido el sitio en el que van a echar horas y comandas. Haber hecho partícipe tanto al equipo como a la futura clientela atenta a las redes supone una especie de orgullo y baza cara a la implicación general con la iniciativa. «Ahora el equipo ve el local de otra manera. Cuando tú has hecho una pared y has puesto el cemento de esa columna, cuando ves que un señor entra a descargar el pedido y ves que roza esa columna en seguida saltas y lo defiendes con uñas y dientes. Ese cuidado antes de la obra no pasaba. Mola tener a la gente implicada, mola porque haces el sitio propio, al final una cosa que has construido con tus manos siempre va a ser más tuya».
Se repite la apuesta fuerte por revalorizar el vecindario de Patraix (que por cierto, va camino a la gentrificación, ya que en Ruzafa no cabe una tienda de bicicletas o cafetería de especialidad más) y los valores tradicionales. «Una vez más hemos sido muy pesados en redes. Necesito que el cliente entre y, ante la oleada de restaurantes nuevos que abren y son Port Aventuras, cuando traspase la puerta y vaya a decir ‘pfff, cuatro meses y han hecho solo esto, este suelo’, se lo piense y entienda que para hacer el suelo hemos picado, hemos cambiado las bajantes, hemos macizado sesenta centímetros de pavimento que ponían en peligro el edificio, nos hemos buscado la vida para encontrar un material que atenuase la acústica por impacto, hemos puesto el suelo con nuestras manos y lo hemos quitado siete veces y vuelta a poner porque salían fallos… no es un suelo, detrás de este suelo, hay meses de trabajo».
Lo nuevo de Sergio Mendoza comienza —si la Administración quiere— hoy, que es viernes, hedonistas.