VALÈNCIA. La literatura debiera ser siempre celebración. Feria es el debut literario de una escritura vieja, antigua, sabia. Es la alegría de la narración. Por lo que cuenta y por cómo lo hace. Aquí no hay impostura. Su desparpajo literario sólo es comparable a su concepción insólita de la familia: la Ana Mari de su libro es la versión contemporánea de la madre salvaje de Lorca que enternece por su visceralidad y sensatez. Feria es también la radiografía certera de los años 90 y 2000, dos décadas de un país que mutó y que ya no hay quien lo conozca: desde la belleza lánguida de Kate Moss y lo grunge hasta el culo de la Kardashian en la tele, pasando por el asesinato de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA o la oda al "hombre blandengue" de El Fary, un mito de nuestro tiempo. Feria termina en el tiempo presente, el de la incertidumbre, el de lo que nunca se sabe. Ana Iris Simón, sin embargo, ha venido para quedarse: escritura de alto voltaje.
-Creo que nunca te he contado que mi padre también fue feriante una época de su vida y que mis hermanos y yo y le acompañamos durante algunas ferias estivales por los pueblos de Valencia. ¿Qué simboliza para ti la palabra y la experiencia de la feria que, por cierto, cada vez más parece que está condenada a dejar de existir?
-El de feriante era -y es - un oficio muy especial, casi mágico, porque al fin y al cabo y como seguramente tú también hayas sentido por tu padre, consiste en vender ilusión. Se trata de participar en la construcción de un decorado, en formar parte de un elenco que, hasta hace algunos años, ponía en marcha el mayor evento, el más esperado del año, por todos los niños de los pueblos de nuestro país. El feriante cumplía, en las comunidades de hace no tanto, un rol que tiene que ver con lo sagrado, con el ritual de la fiesta, de la celebración, y es precioso vivir eso desde dentro, sentir que formas parte de eso. En mi caso, llegué un poco tarde a las ferias, justo cuando se intuía que dejaban de tener sentido porque la vida misma se estaba convirtiendo en una fiesta a golpe de una oferta cada vez más grande de ocio, de centros comerciales y de globalización. Fue así como matamos la feria y como cada vez dejaron de tener sentido más rituales. Hay una suite de García Lorca compuesta por 13 poemas que se llama “Ferias” y que releía mientras escribía el libro y me recordaba no ya a lo que yo viví, cuando las ferias dejaban de tener sentido, sino a lo que mis abuelos me contaban de la feria. Y pensaba en que también es eso para mí la feria, el apego a lo popular, la costumbre buhonera de coger leyendas, dichos y refranes de cada zona, de cada pueblo, de mi abuelo y mi madre.
-En el libro se mezcla, de alguna manera, una mirada nostálgica al pasado con cierto descreimiento que proviene de tu profesión periodística. ¿Cómo has logrado esa combinación y no sé si en algún momento pesa más una mirada que la otra?
-Fíjate, esta combinación me chirriaba mucho cuando acabé el manuscrito y lo releí. Por un lado, había partes muy tiernas, muy bonitas. Por el otro, había también mucha rabia al tratar ciertas cuestiones, me ponía muy chulita, muy torera y muy estomagante y me parecía que no pegaban. Pero hablando con las dos únicas personas a las que les pasé el manuscrito, con mi prima Marta y mi amiga Jimena, descubrí a través de ellas que es que yo misma soy así, que es mi forma de mirar y leer el mundo. Siempre, desde niña, he mirado así, con ternura pero también con rabia, así que ni siquiera es algo que haya logrado. Es algo que siempre ha estado ahí, que precede a mi escritura.
"'Feria' no es un relato de autoficción porque todo lo que he escrito es cierto"
-Este libro podría entrar en la dichosa etiqueta de la 'autoficción' pero creo que, de algún modo, logra trascenderla. No sé si te interesa ese tipo de escritura y quienes son tus referentes literarios.
-“Feria” no es un relato de autoficción porque todo lo que he escrito es cierto. No me he inventado nada, no he añadido nada, simplemente le he robado a la realidad y a la cotidianidad de mi familia, de mis amigos y de lugares en los que he vivido. Tan cierto, al menos, como lo es la memoria, mi memoria. Tuve muchas dudas y muchos miedos respecto a esto, precisamente, por la diferencia entre la historia y la memoria. ¿Hasta qué punto tenía yo la potestad de retratar al resto y su realidad tal como la ven mis ojos, a través de ese tamiz? Sobre la autoficción como género independiente he discutido algunas veces porque, al final: ¿qué no lo es? Me viene siempre a la cabeza el ejemplo de Julio Cortázar con “Rayuela”. Cortázar contó que la Maga existió, que el personaje estaba inspirado en una persona, y la vida de Horacio Oliveira es muy similar a la suya: argentino residente en París que cuando está en el lado de acá añora el de allá y viceversa, traductor, intelectual en la diáspora…. Nadie, sin embargo, habla de “Rayuela” como de una autoficción, y pienso ahora en este ejemplo, pero imagino que hay millones. Nada puede ser creado de la nada y al final los escritores de todos los géneros se dedican a robar trocitos de lo que han visto, estudiado o intuido, para mezclarlos y hacer un rin-ran, así que sospecho que la etiqueta de autoficción es más una cuestión de marketing que otra cosa. Y que si ha cundido tanto en mi generación es porque, además de en tanto que autores, en tanto que entes creantes, queremos ser reconocidos en tanto que individuos vivientes, y sobre todo sufrientes. Validar nuestras historias a través de la reafirmación de nuestra persona, darle legitimidad a nuestros escritos a través de haberlos vivenciado, en mayor o menor medida, antes de escribirlos. Supongo que también tiene mucho que ver con el tiempo en el que vivimos, y con la realidad que hemos construido, además de, claro, con el ego.
-Dices que tienes envidia de tus padres, ¿por qué?
-Por lo que digo en “Feria”: por haber podido tener hijos y casa y contratos indefinidos jóvenes, pero también por haberlo querido. Paradójicamente, sé que tanto las condiciones materiales actuales como toda la antropología que deriva de ellas, toda la cosmovisión que corre en paralelo al modelo económico liberal, viene precisamente de ahí, de esos años, es consecuencia de ellos, así que tampoco serviría de mucho volver ahí, porque lo que ocurre ahora es su consecuencia lógica. Lo que yo señalo es que el liberalismo económico tiene también una cara antropológica, y que hemos señalado hasta la saciedad las consecuencias de la cara material en nuestra generación: precariedad, falta de un horizonte, inestabilidad…. Pero nos negamos a reconocer y a reconocernos en los valores que acompañan a este modelo económico, que también nos han afectado hasta los huesos, porque parece que ello implica reconocer nuestra culpa, nuestra participación en un modelo que decimos repudiar. El otro día me reprochaba un chico en Instagram que nuestros padres tenían otros imperativos sociales y otros valores impuestos también por la sociedad y el momento en que vivían, y por supuesto que sí, también lo digo en el libro. Claro que los tenían. La historia es que los nuestros, al estar revestidos de aparente progreso y libertad, no son tan reconocibles, no los reconocemos ni ante nosotros mismos. Pensemos en los hijos, por ejemplo. Nuestros padres tuvieron hijos muy jóvenes porque era lo que había que hacer, lo que mandaba la sociedad. Pero nosotros los tenemos tarde por exactamente lo mismo: además de por la precariedad y la inseguridad en que vivimos instalados, que es un factor enorme, claro, pero que no lo es todo, porque hay un estigma social: consideramos que quien tiene hijos joven, sobre todo si es mujer, está desperdiciando su juventud, acabando con sus expectativas laborales -lo cual implica aceptar acríticamente las lógicas empresariales del liberalismo como una forma de progreso-, sacrificando su vida por formar una familia, reducida a algo secundario, postergable. Ahora bien, quien renuncia por trabajo al ocio, a la juventud, a la familia e incluso a vivir en su tierra con los suyos, ese sí estaría haciendo lo correcto y persiguiendo sus sueños...
-Hay una mirada absolutamente indulgente y tierna hacia los hombres en este libro. ¿Qué reivindicación de la masculinidad haces en el libro?
-Reivindico la masculinidad de mi padre, que es lo que ahora se ha convenido en llamar un “hetero-básico”, que habla de fútbol, que lee el Marca y libros sobre la Conquista de América, que le compró por Reyes a mi hermano la cocinita que había pedido… y una moto, solo porque le hacía ilusión a él -mi hermano la usó una única vez-; el padre que cuando íbamos en el coche y nos tocaba pararnos en los pasos de cebra miraba a las chicas guapas y pensaba que yo no me daba cuenta, como cuento en “Feria”, que dejó de trabajar cuando mi hermano Javi nació porque le daba mucha pena que llorara cuando lo dejábamos en la guardería, que cuando voy a verle me da tupers de potaje, que cada vez que va al pueblo lo primero que hace es llamar a mi prima Carolina para estar con ella, que se emociona con cada página de “Feria” y llora con algunas películas y que la noche que murió mi abuela se empeñó en velarla por dormir una última vez cerca suya. Esa es la masculinidad que reivindico, y por mi padre, por mi abuelo, por mi novio, por mis amigos, por los hombres a los que he querido y quiero es por quienes me da pena -y rabia- que se hable a brocha gorda sobre la masculinidad e incluso que a veces se la patologice. Por eso y porque creo que la memetización, la hiperbolización de la masculinidad solo juega en nuestra contra y nos distrae de algunas cosas que sí son verdaderamente importantes. Fíjate, incluso, en la palabra que tú has escogido para esta pregunta, seguro que de manera casi inconsciente: la indulgencia, ser indulgente en mi mirada para con los hombres, como si la masculinidad fuera, en sí misma, algo que perdonar, un pecado. Creo que si hablara de las mujeres con ternura o resaltando lo que he aprendido de ellas seguramente no habrías usado el término indulgente.
"la memetización, la hiperbolización de la masculinidad solo juega en nuestra contra"
-De eso quería hablar: ¿Tu madre, Ana Mari, y tus tías han sido modelos en los que mirarte?
-Claro que lo han sido. La semana pasada uno de mis mejores amigos, Gonzalo Herrera, me hacía una de las críticas más bonitas que me han hecho hasta ahora, justo después de leerse el libro. Me decía que “Feria” trataba, en el fondo, sobre ser mujer. Que era, tanto en su forma, en el estilo de la escritura, como en su fondo, un libro sobre la feminidad y sobre cómo me he dado cuenta que quiero vivirla, y creo que así es. Por eso mi madre, la Ana Mari, y mis abuelas Mari Cruz y Maria Solo, tienen tanto peso en el libro. Incluso con mi madre hay una especie de reconciliación, de descubrimiento de lo que ella realmente es y de lo que ha significado para mí. Mi hermano, al que le mandaba de vez en cuando trozos del libro, me acusaba siempre de “tener un sesgo con papá, de hablar solo de papá”. Cuando lo leyó completo tuvo que retractarse, reconociendo que, cuando hablaba de mi madre, era casi más bonito aún, y creo que es por ese redescubrimiento de lo que significa e implica tanto mi madre en concreto, como ser madre. Mi madre y mis abuelas son la condición de posibilidad de que todo lo que hay en “Feria”, de que yo misma exista. Y yo, a su vez, he descubierto lo que significa, a medida que iba escribiendo el libro y a través de algunas de las experiencias y enseñanzas de las que narro, de que yo misma seré condición de posibilidad de que lo que ellas fueron y son siga existiendo, aun cuando ya no estén en la tierra. Y de la sacralidad, casi la magia y la responsabilidad también que eso conlleva.
-Se percibe también en el libro un desencanto hacia la socialdemocracia y a esos valores progresistas que instauraron.
-Sí, una de las cosas que están presentes a lo largo de todo el libro, porque ando muy pesada con ello y si no que se lo pregunten a mi pobre padre, es la sacralización del progreso. Muerto Dios, había que buscar, claro, sustitutos, y le hemos buscado unos cuantos -el Dios ciencia, el Dios ideologías, el Dios ocio, el Dios consumo, el Dios libertad, el Dios democracia, ahora somos politeístas- , pero este me jode especialmente. Vivimos pensando que el 2 es mejor que el 1 solo por el hecho de venir después, en una constante huida hacia delante que nos frustra muchas veces, claro, porque viviendo aparentemente mejor que nunca (eso cuentan, eso nos contamos a nosotros mismos), nos sentimos vacíos, nos suicidamos más que nunca, tenemos más depresión y más ansiedad que nunca. ¿Qué era el progreso, entonces? ¿Dónde está? Hay una frase de C. S Lewis que leí hace poco y me encantó que dice: “A todos nos gusta el progreso. Pero el progreso significa acercarse más al lugar donde se quiere estar. Y si os habéis desviado del camino, avanzar hacia delante no os acercará más a él. Si estáis en el camino equivocado, el progreso significa dar un giro de ciento ochenta grados y volver al camino correcto, y en este caso, el hombre que se vuelve antes es el más progresista”.
-Reivindicas el núcleo familiar como gran sostén económico y sentimental. Algo que, en un inicio, podría sonar muy de derechas...
-Es paradójico que la familia -y, sobre todo, la familia extensa- sea considerada “de derechas” -y así sucede, tristemente, en algunos ámbitos- cuando es la primera comunidad en la que se cumple la lógica marxista del “a cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus capacidades”. Por haber abandonado la familia extensa, por haberla dejado en un segundo plano y haber renunciado a ella, primero sustituyéndola por familias nucleares y después directamente con nada, por eso precisamente es por lo que tenemos a los viejos aparcados en residencias y a los críos en guarderías. ¿Qué es, entonces, de derechas, y qué es de izquierdas? ¿Ser un individuo aislado sin relaciones con su núcleo de pertenencia es de izquierdas y reivindicar la comunidad primaria, esa que a tantos ha salvado, además, en los últimos años, ante el fracaso total de las democracias liberales y del estado del bienestar, es de derechas? Entonces, apaga y vámonos. Hace unos meses veía un titular de El País que decía: “Vox copia a los ultras polacos con una paga de 100 euros por hijo”. Y, lo primero, 100 euros por hijo, en la tesitura en la que estamos y atravesando un invierno demográfico como el europeo, es irrisorio, casi ridículo. Pero más ridículo aún es ese titular, que tristemente refleja un poco la caricaturización que se hace desde cierta izquierda de la protección y los incentivos a las familias como algo carca y de derechas.
-Otra cierta paradoja es la reacción de un padre comunista ante una hija que se acerca a la religión casi como acto subversivo.
-Esto es muy curioso porque mi padre me educó en una visión del mundo profundamente materialista, como cuento en el libro, pero también, desde muy niña, me inculcó en la sospecha, en la duda, en la insumisión, en el pensamiento crítico si quieres llamarlo así. Así que fue él quien me quiso mantener lejos de de una religión y de una cosmovisión, la cristiana, que consideraba no le había hecho ningún bien. Pero a la vez fue él también quien generó que empezara a ir a misa, que quisiera hacer la comunión, que quisiera saber de Dios. Hace poco, discutiendo sobre esa religión secularizada que es la política, nos pusimos toreros, como siempre, y mi hermano le decía a mi padre que era su culpa que pensara así, que era él quien me había enseñado a comportarme y a razonar de esa manera y de acuerdo a esos valores. Y tenía razón. Sea como sea, mi padre hizo lo que debía hacer: legarme lo que, a sus ojos, era lo mejor, regalarme sus valores, su manera de ver el mundo. De la misma manera que los padres cristianos bautizan a sus hijos por considerarlo exactamente lo mismo.
-Para terminar y volviendo a lo subversivo: ¿qué es lo más transgresor, lo más indócil que podemos hacer ahora?
-¡Qué pregunta tan difícil! Supongo que, en una época de huida hacia delante como es la nuestra, que tiene como punto de partida la modernidad, que se basa en que todo lo anterior ha sido una filfa serrana y barbarie, mientras que todo lo de nueva creación significa casi por defecto un avance, lo más transgresor e indócil que puede uno hacer es declararse insumiso y reconocer que no es así. Que el 2 no es mejor que el 1 solo por ser posterior. Reconocer nuestra condescendencia para con aquello y aquellos que nos precedieron, para rescatar el conocimiento que nos legaron. Ser humildes, en definitiva, para no darnos una y otra vez contra el muro de la decepción que genera la muerte de los grandes relatos e incluso el entierro de la verdad en la posmodernidad. Supongo que eso es lo más transgresor que podemos hacer.
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