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EL CALLEJERO 

Andrea convierte el reparto en un espectáculo

Foto: KIKE TABERNER
31/12/2023 - 

VALÈNCIA. Mientras València regala uno de esos atardeceres de cielos ardientes, Andrea llega con una escúter con joroba, una de esas mochilas cúbicas de los repartidores de comida a domicilio. Todos odiamos un poco a esos tipos que se saltan los semáforos, que no respetan los pasos de cebra y que se cuelan por donde menos te lo esperas. Hasta que un día hace mucho frío o llueve y aparecen en la puerta de tu casa con una pizza calentita. Entonces los adoramos. Aunque los ‘sindicalistas’ de bar te insultarán por haberles llamado un día de lluvia. Te hablarán como si fueras un negrero de Luisiana. Pero, en realidad, si tú no llamas el día que llueve, ¿qué ganarán ellos ese día? "Que llamen, que llamen. Que los ‘riders’ hemos decidido trabajar ese día. Nadie nos obliga. Y si no llaman, nos mojaremos igual y encima no ganaremos nada", advierte Andrea Tilaro, un joven de 32 años que vive, entre otras cosas, como repartidor y que le gusta retransmitir por Twitch sus andanzas por las calles llevando paquetes de un sitio a otro.

Andrea es de Génova, una ciudad portuaria del norte de Italia que está debajo de Turín y Milán. Hace cinco años, rompió con todo y se vino a vivir a València. Ya conocía la ciudad. Había estado tres veces como turista en casa de su amigo Davide. Antes de eso, Andrea había trabajado durante nueve años como informático en una empresa que se dedicaba a arreglar equipos electrónicos en los barcos. Le iba bien, tenía un buen sueldo y mantenía una buena relación con su familia. Pero en 2018 se hartó de esa inercia social que te obliga a pasar por las mismas casillas que todo el mundo: estudiar una carrera, encontrar trabajo, tener una pareja, comprarse un piso, casarse y tener hijos. Su padre, de buenas maneras, le empujaba hacia esa vida que le parecía que era la correcta. Pero Andrea, que había dado el paso de comprarse un piso con solo 24 años, decidió que quería vivir su vida, no la vida de su padre.

Foto: KIKE TABERNER   

Por eso se mudó y huyó de los amigos que le decían que estaba tonto, que cómo podía dejar de embolsarse 3.000 euros todos los meses para irse a otro país a la aventura. Pero él ya había estado en València y le había encantado. También había pisado, y valorado, Madrid y Barcelona, pero le gustó la calidad de vida, las calles sin cuestas, el mar y la seguridad de València. Así que buscó por internet y alquiló un piso en la calle Cavete, en segunda línea de la playa de la Malvarrosa.

Un falso cocinero

Aquel chico llegó a València con 28 años y su acento italiano y se desmelenó. Aterrizó en junio y estuvo sin trabajar hasta octubre. Todas las noches las pasaba en Marina Beach hasta las seis de la mañana. Entonces volvía a casa, dormía, se levantaba, comía, jugaba un rato, iba a la playa y por la noche regresaba a Marina Beach. "Así cada día. Tenía 28 años, pero parecía que tenía 18… Estaba tonto. Pero es que en mi ciudad todo mis amigos ya están casados. Cuando vuelvo, mis amigos me quieren ver, pero tienen muchas responsabilidades. Aquí es diferente. Aquí llamas y cualquiera puede ir a tomarse una caña".

Foto: KIKE TABERNER   

Andrea cambió un contrato con seguridad social en Génova por la inseguridad laboral en València. "Pero aquí descubrí cómo quería vivir. Por eso trabajo de repartidor. No quise volver a saber nada de la informática. Me sigue gustando la tecnología, claro, y en casa tengo una tele de 65 pulgadas y un escritorio con tres pantallas gigantes y dos ordenadores. Pero no quiero trabajar de eso. No quiero un trabajo de oficina que te tiene todo el día ocupado, con un jefe que te manda y compañeros con los que tienes que lidiar, por 1.300 o 1.500 euros. Con Glovo se gana más y si no quiero trabajar, no voy. En Navidad por ejemplo, yo trabajo, pero me siento libre; lo he decidido yo. Y eso me hace sentir bien".

Este chico de 32 años cuenta todo esto mientras da varios golpecitos con la cuchara contra el vaso del cortado. De fondo suenan villancicos enlatados por el hilo musical del centro comercial Aqua. La gente va y viene cargada con bolsas empapados por ese ambiente de Navidad prefabricada con canciones de Mariah Carey o Frank Sinatra, y lucecitas de colores por todas partes. Pero ninguna ristra de bombillitas puede competir con el fuego que arde en el horizonte. Los visitantes se asoman a un balcón que hay en el último piso y fotografían con sus móviles ese atardecer impagable sobre el que se recortan el Ágora y el asta del puente de l’Assut d’Or.

En octubre, después de ese verano frenético, miró su cuenta corriente y entendió que tenía que ponerse a trabajar. Andrea vio una oferta como cocinero en un restaurante de comida italiana que se llamaba La Fábrica de la Pasta. Entonces cogió su currículo con diez años de experiencia como informático, lo borró y se inventó uno con diez años de experiencia como cocinero, añadió algunas fotografías de los platos de pasta que había hecho en su casa y lo envió. Lo sorprendente es que lo cogieron. Andrea entró a trabajar y estuvo allí, en este restaurante de la calle Cirilo Amorós, hasta que llegó la pandemia. Cuando dejó de trabajar, sus compañeros le dijeron: "Andrea, nosotros somos profesionales, cuando llegaste supimos al momento que no sabías nada de cocina industrial, pero eras buen chico, ordenado, limpio, puntual, no te drogas, no tomas alcohol y no es fácil encontrar a alguien así en hostelería, así que decidimos enseñarte lo que te faltaba y seguir contigo".

Foto: KIKE TABERNER   

Al acabar el confinamiento, Andrea decidió probar como repartidor. "Ojalá lo hubiera hecho antes", explica con una sonrisa que descubre un piercing que atraviesa la encía por encima de los incisivos. Está satisfecho con lo que gana y sobre todo con la libertad que siente sin jefes ni compañeros fastidiosos. "No sé por qué la gente piensa que los repartidores viven de forma tan precaria. Creo que hay mucha desinformación y por eso sigue viéndose como un trabajo muy humilde, y lo único que tiene de humilde es que trabajas por la calle todo el tiempo. Pero se gana bien. Muchos son latinos que trabajan 16 horas y envían la mitad de lo que ganan a sus familias. Pero esos pueden llegar a ganar 3.000 euros. Si yo me conecto un domingo por la noche puedo llegar a ganar 14 euros por un pedido que me cuesta media hora. Un domingo te puedes ganar tranquilamente 100 euros. Y en Navidad y Fallas, 200. Yo así estoy súper bien".

Alquila apartamentos

Aunque Andrea, que esto tiene truco, no sólo vive de su trabajo como ‘rider’. Andrea también tiene un edificio con cuatro apartamentos. "Soy director de un pequeño hotel en el Carmen y un piso con permiso para subarrendar habitaciones. Además del piso que me compré en Italia, que lo tengo alquilado. Gano bastante, pero también es verdad que tengo 1.600 euros de gastos mensuales, así que necesito ganar 3.000 euros brutos".

Pero la cabeza de Andrea nunca para y en 2020, durante la pandemia, empezó su aventura como ‘streamer’. Al principio probó con lo de casi todos, con los videojuegos, pero luego descubrió que podía contar su rutina como repartidor de Glovo. Así que en diciembre de 2022 dejó los juegos y en abril de este año se adentró en el IRL (In Real Life). O lo que es lo mismo, retransmitir tu vida. "Un día vi una oferta de la GoPro y me la compré. Yo hago las cosas a full siempre. Me compré la cámara y el resto. Esta mochila (la levanta de la silla) tiene un valor de 2.000 euros. Sin eso, no tienes buena calidad. Y si no retransmites con buena calidad, la gente deja de verte. Yo siempre me hago una pregunta: ¿Por qué deberían verme a mí?  Tienes que darle algo: calidad, ser simpático, divertido, risueño… Tengo mi acento italiano. Y como ves soy una persona seria, pero en el directo tienes que hacer un poco el payaso. Mientras conduzco, canto. Y la comunicación con la gente es distinta, más efusiva. Tienes que hacer un personaje porque es un espectáculo y tienes que entretener".

Foto: KIKE TABERNER   

Andrea no tardó en comprobar que para retransmitir en condiciones necesitaba invertir en tecnología. No bastaba con su Honda ADV350, una GoPro y su móvil. Hacían falta más aparatos. Este joven italiano abre su mochila negra y saca un cachivache que hace las funciones de un ordenador portátil que lleva una tarjeta Jetson Nano, que incluye el sistema Belavox. Lo que hace es recibir la señal de dos routers de dos compañías telefónicas diferentes y juntarlas para mandar una señal más potente al ordenador que tiene su en casa, que, a su vez, lo emite en Twitch.

Su IRL simula un videojuego, inspirado en Cyberpunk, y el que ve sus retransmisiones en Twitch ve una imagen que se parece a un videojuego, donde la cobertura es como la vida que le queda, donde sale la cantidad de dinero que está ganando esa noche y la velocidad que lleva en la moto, un detalle que le ha obligado a ir má despacio para que no puedan multarle.

Espía por un día

Es curioso que el español de Andrea es más argentino que español, y durante la conversación salen palabras como cuadra (en vez de manzana), manejar (en lugar de conducir) o monto (en vez de dinero). Andrea, que lleva una cruz colgando del lóbulo de su oreja derecha, deja la mochila al lado de un casco amarillo, a juego con la mochila de Glovo, lleno de pegatinas y el nombre de su cuenta (@andreatilaro). "Mis directos están basados en la vida de repartidor. Desde lo más practico, informar cómo darte de alta, de la ayuda de un gestor, al día a día. Me he hecho amigo de varios seguidores. Yo sé que no estoy dando el 100%. Para mí, retransmitir en directo supone ganar menos en Glovo porque me ralentiza muchísimo. No puedo ir más rápido porque se ve a qué velocidad voy. Porque nadie va a la velocidad que hay que ir".Foto: KIKE TABERNER

  

Aunque anda algo desanimado porque la audiencia no se coge. Andrea cuenta que en agosto solían seguir sus retransmisiones 60 espectadores, pero que ahora han bajado a la mitad. "En realidad ha bajado todo Twitch, pero no veo muchos resultados y me estoy cansando”. Lo que no piensa cambiar es todo lo demás. Sus planes no pasan por dejar València. Es feliz aquí y su familia viene a verle de vez en cuando. Él va a Génova menos de lo que querría porque no hay un vuelo directo. Pero tampoco se angustia. Se ve que es un individualista. "Vivir en el extranjero no es para todos. Tienes que aprender a dejar atrás lo que se queda atrás y a no echar de menos. Es un poco egoísta y seguramente mi mamá, Teresa, sufre, pero ella puede venir aquí cuando quiera. Ha venido tres o cuatro veces. En septiembre estuve yo una semana en Génova: el cumpleaños de mi madre, una boda y de vuelta. Ahora tengo algunos proyectos nuevos para 2024".

Pero no piensa dejar de repartir. Aunque a veces haya momentos desagradables y hasta misteriosos, como el día que una persona pidió un agua oxigenada a las once de la noche. "Yo, al principio, sólo sabía que era un producto de farmacia. Fui a hacer la entrega, llamé y no contestaba nadie. Entonces llamé al cliente y me dijo que era muy raro, que insistiera. En ese momento, pude entrar y toqué el timbre de su casa. El cliente me decía que insistiera, que le dijera si se oía a un perro ladrar, que mirara desde fuera para ver si se veía luz… Me hizo grabar un vídeo y enviárselo, comprobar si se escuchaba el aire acondicionado, mirar si estaba su furgoneta aparcada… Al final me harté, cancelé la entrega y me quedé con el agua oxigenada. Me fui, y cuando iba para mi casa, me entró el mismo pedido. Le pregunté si estaba bien y él decía que su hija ya había llegado, que volviera. Yo volví y el colega al que le habían reasignado la entrega estaba esperando. Le hizo el mismo procedimiento que a mí. Como yo ya le había avisado, lo canceló enseguida. Al día siguiente, me llegó un mensaje de él. Decía que había revisado el vídeo y que se escuchaba a una mujer hablar en la calle, que si sabía cómo era. Entonces le expliqué que yo no era un detective. Aquel hombre intentaba espiar a alguien". Está claro que su vida es un espectáculo. 

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