La estrategia de Donald Trump es difundir la impresión de que la globalización forma parte del pasado. Nada más lejos de la realidad.
Ya sucedió a comienzos de siglo y vuelve a ocurrir ahora con más intensidad: se pretende que la globalización ha quedado enterrada. Ayudan a ello en gran medida las declaraciones sobre economía del actual inquilino de la Casa Blanca superpuestas a sus decisiones geopolíticas. La última de entre éstas últimas, de momento, el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. La cual se añade al abandono de EEUU de instituciones supranacionales como el Pacto de Naciones Unidas sobre emigración y refugiados o el de Paris sobre el cambio climático.
La insistencia de Donald Trump en que está impulsando una vuelta al proteccionismo económico, el Make America Great Again, parecería confirmar el fin del mercado único global. La realidad, sin embargo, es testaruda hasta en sus detalles. Hace poco The New York Times, informaba de que la exigencia del “buy American” no había podido impedir una masiva compra en el extranjero de uniformes para los cuerpos de seguridad, incluidos los de los agentes del servicio secreto del propio presidente. Lo ha imposibilitado el buen uso de los recursos públicos al que está obligada la administración. Para 2018 queda la decisión presidencial sobre la Section 201. De aprobarse cuotas -sobre importaciones de lavadoras domésticas y paneles solares- serían las primeras medidas proteccionistas desde 2001.
El presidente de EEUU no está solo en su estrategia de presentar como parte del pasado el mercado único global. Ni en el terreno político ni en el económico. Tampoco en el académico. Dentro de este último, un ejemplo reciente es Stephen D. King un financiero vinculado a la LSE. El título del libro que acaba de publicar, cuyo inicio es una frívola descripción del declive del califato Omeya cordobés, es taxativo: El entierro del nuevo mundo. Y más contundente todavía su subtítulo: “El fin de la globalización y el retorno de la historia”.
Como es obvio, las fases expansivas de globalización no son irreversibles. El libro mencionado recoge varios ejemplos. Que para reforzar su tesis maneje con frivolidad una variable clave en los procesos históricos como es el tiempo, no los elimina del pasado. Nada queda del esplendor Omeya ni del Imperio Español, aquel en donde no se ponía el sol, cuando la Corona de Castilla era la primera potencia del globo.
Demostrar esta reversibilidad no requiere, sin embargo, retorcer la historia, que no llora ni se queja. Tampoco cuando se transforman varios siglos “en un puñado de años” como hace King. Ni exige remontarse al declive de Califato o a la época de los grandes descubrimientos. El bien estudiado período de entreguerras, (1914-1939) muestra esta reversibilidad. Tras un aumento de la interrelación económica entre los dos lados del Atlántico (y en menor medida con Asia y África a través del colonialismo), el mundo (léase Occidente) entró tras 1914 en una etapa de auge del nacionalismo, inseparable de la gravedad y amplitud de la depresión económica de los años treinta.
La duda razonable es si las proclamas proteccionistas de Donald Trump son el inicio de una de esas etapas de reversión. Quizá es demasiado pronto para saberlo. Pero la información cuantitativa disponible no lo confirma. El funcionamiento del mercado global prosigue. También lo hizo a finales del siglo XIX a pesar del elevado proteccionismo de EEUU. Un rasgo éste, el de la especificidad de la política comercial del gigante americano -precisamente por ser gigante- poco destacado. Pero, como sucediera con Gran Bretaña en el siglo anterior, EEUU abrazó el librecambio en 1945, cuando se consolidó como primera potencia. Por eso tal vez hoy el adalid de librecambio sea la República Popular China.
Fuera de la menor intensidad en el uso de las “armas financieras de destrucción masiva” en la expresión acuñada por Warren Buffet, no existe evidencia cuantitativa sólida para defender una vuelta atrás en la consolidación del Made in the World. A menudo se defiende el fin de la globalización apoyándose en la evolución del comercio mundial. Frente a un ritmo muy elevado de crecimiento hasta 2007, su declive en los últimos años permite todo tipo de valoraciones. En el gráfico siguiente muestra esta caída, pero también que el valor de los intercambios sigue estando por encima del año de inicio de la crisis.
Ninguna de las posibles razones de la evolución descendente apunta a una modificación del funcionamiento de ese mercado global, núcleo de la globalización. Que se comercie más o menos no altera ni cómo se produce ni con qué se comercia. Y eso no ha cambiado. Una explicación de la caída puede ser el comportamiento de las compras al exterior de China, primer importador mundial. Es lo defendido por el trabajo para el FMI de Shik Kang y Liao. Según el mismo la causa principal de esa evolución es el intenso proceso de reequilibrio desde la inversión al consumo del crecimiento chino (al ser exportaciones de otros países al gigante asiático). A lo cual se suma la progresiva sustitución de importaciones habitual en los procesos de desarrollo económico. Y el de China en los últimos decenios ha sido espectacular.
Otra constatación de la ausencia de confirmación del discurso proteccionista de Donald Trump es la evolución de las propias importaciones de mercancías de EEUU. Aun teniendo en cuenta la expansión del PIB y la depreciación del $, su aumento, representado en el gráfico siguiente, no parece indicar cambio alguno de tendencia desde su toma de posesión. No es descartable que sea porque frente a tantas declaraciones, no hay forma de acabar con el Made in the World sin acabar, al mismo tiempo, con la economía estadounidense.
Sería, pues, un error confundir las declaraciones proteccionistas del presidente de la primera potencia del siglo XX con la realidad. La obsesión por estar presente en prensa siempre juega malas pasadas. Pero no solo a Trump. No hace falta recordar a este respecto las incendiarias líneas de Paul Krugman sobre el irremediable e inmediato fin del euro escritas al calor de la crisis de la deuda de 2012.
En relación con la globalización, durante los primeros años del siglo, varios autores, entre ellos Niall Ferguson, defendieron también su final. En su artículo de Foreign Affairs, el catedrático en Harvard trazaba los, para él, más que evidentes paralelismos entre la situación de entonces y la que se inició en 1914. Ha pasado más de una década y lo único vigente de su argumentación es considerar su texto una llamada a la prudencia en la pretensión de algunos por predecir el futuro. Sin embargo, pretenderlo siendo un gestor público es mucho peor. Porque no es solo el ridículo personal lo que está en juego, sino el bienestar de toda una sociedad. Y no sólo cuando se es el presidente de Estados Unidos. También cuando se pretende determinar qué sectores tienen futuro discriminándolos positivamente frente al resto. Un comportamiento que pervive entre nosotros.