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La nave de los locos / OPINIÓN

Una proposición indecente

Me apunto a la reforma de la Constitución pero en un sentido contrario al que proponen los socialistas y Podemos. La nueva Carta Magna debería achicar el Estado de las autonomías, dejándolas en sólo once, devolver las competencias de educación, orden público y urbanismo al Gobierno central y eliminar el Senado y las Diputaciones. 

18/12/2017 - 

Toda persona cuerda habla estos días de la reforma de la Constitución. Seguramente la catedrática Adela Cortina nos tiene preparada una conferencia para ilustrarnos sobre el asunto. Puede que la también catedrática Victoria Camps haga lo propio dándole un toque ético al controvertido debate. Cortina y Camps son como el Julián Marías de los años setenta, que salía a tres conferencias por semana. Era difícil esquivarlo.

Pero ¿debe o no reformarse la Carta Magna del oprobioso régimen del 78, al decir de sus enemigos? Los conservadores prefieren no tocarla, en su línea de no hacer nada, salvo cuando se trata de recortar los derechos de los trabajadores; los de Ciudadanos, cándidos ellos, pretenden reformarla para introducir unas voluntariosas medidas de regeneración democrática, y los socialistas y la extrema izquierda de Podemos quieren cambiarla para contentar a aquellos que nunca se darán por satisfechos, es decir, a los pelmas de los independentistas.

La mayoría de los promotores de la reforma constitucional abogan por avanzar en la descentralización —el descuartizamiento, precisaría yo— del Estado español. El objetivo sería el Estado federal, según la ilusión compartida de Pedro Sánchez y su gente sencilla. Dos objeciones cabe hacer a este planteamiento: en primer lugar, España es en la práctica un país federal, de los más descentralizados del mundo; y, en segundo término, el federalismo hispano tiene tantos adeptos como lectores el escritor Juan Benet, o sea, muy pocos, tal vez unos centenares, no más.

La nueva Constitución debe convertir a España en un Estado laico que elimine los privilegios a la Iglesia católica, incluida la financiación de sus centros educativos

Con el debido respeto a la opinión antes mencionada, he de decir que no la comparto en absoluto. Es más, yo, para no ser menos que Sánchez e Iglesias, tengo también mi propuesta de nueva Constitución pero la mía va en una dirección contraria. Antes que nada, creo que debo desvelar mis cartas. Pertenezco a ese tercio de la población en auge, y por eso silenciado por los medios, que apoya la supresión o el achicamiento del Estado de las autonomías. Pese a todo, aceptamos las autonomías en aras de la convivencia, pero no creemos en ellas porque pensamos que no han resuelto el problema para el que fueron creadas: la cuestión territorial.

Hace unos años, no demasiados, si me hubiesen preguntado sobre esto, hubiera salido en defensa del Estado autonómico. Creía, ingenuamente, que serviría para acabar con el demonio de los nacionalismos pero no contaba —porque todavía no había vivido ni leído lo suficiente— que los nacionalistas, además de insaciables, siempre se comportan con deslealtad.

Un error político y una factura desorbitada

En el momento en que se concibió, el Estado de las autonomías pudo tener una justificación política, la definitiva —y no lograda— integración de los nacionalismos en el proyecto español, pero el coste de la factura se vio pronto que era desorbitado. La consecuencia de aquella apuesta equivocada es que España es un país ahogado en una deuda provocada en gran parte por las administraciones regionales, y sometido a fuertes tensiones centrífugas, como puede verse con el embrollo catalán.

En vista del fracaso del Estado autonómico, que sólo es defendido por los políticos que viven opíparamente de él, hago la siguiente proposición indecente.

La nueva Constitución española reduciría de 17 a once las autonomías. Quedarían las siguientes: Cataluña, País Vasco, Galicia, Comunidad Valenciana, Asturias, Canarias, Aragón, Baleares, Navarra, Andalucía y la Gran Castilla, que incluiría Madrid, Castilla y León, Castilla-La Mancha, Murcia, Extremadura, La Rioja y Cantabria. Las autonomías perderían las competencias de educación, orden público y urbanismo en favor del Estado central. Además, todos los medios de comunicación de titularidad autonómica serían privatizados. En el caso de no encontrar comprador, lo más probable, serían liquidados.

La nueva Constitución convertiría a España en un Estado laico eliminando los privilegios a la Iglesia católica, incluida la financiación pública de sus centros educativos. Mi propuesta contempla también la eliminación del Senado y las Diputaciones provinciales cuyas competencias se repartirían entre los gobiernos regionales y los ayuntamientos.

Nueva Ley Electoral con menos peso nacionalista

Todos estos cambios constitucionales deberían ir acompañados de una nueva Ley Electoral que rebajase la representación de las fuerzas nacionalistas en el Parlamento nacional. El Código Penal, a su vez, habría de contemplar la ilegalización de todos aquellos partidos que hicieran de la destrucción de España uno de sus principales objetivos políticos.

A falta de una mayor concreción, tengo claro que mi reforma de la Constitución es lo que necesita mi país, es decir, una Constitución jacobina y laica que haga posible que cualquier persona disfrute de los mismos derechos con independencia de donde resida. Una nación de ciudadanos libres e iguales, incompatible con el cupo vasco y el convenio navarro, dos privilegios fiscales que deberían pasar a la historia. En definitiva, más Robespierre y menos Pi i Margall.

Estoy convencido de que ningún partido político —ni siquiera los ingenuos de Ciudadanos— defenderán esta reforma imprescindible para garantizar el Estado del bienestar, por lo que no le auguro ningún futuro. Tiene tan escasas posibilidades de prosperar como la reforma federalizante del próximo presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, quien no ha aclarado todavía cuantas naciones hay en España, y si España, o lo que quede de ella cuando alcance el poder, es una nación, un país, un Estado, una comunidad de afectos o una unidad de destino en lo universal. Ni yo, que soy un españolazo en horas bajas, lo sé, y eso que le sigo dando vueltas. Veremos lo que sucede en los próximos meses.

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