Diversos historiadores han señalado que la globalización económica no constituye un fenómeno nuevo. Invocan la experimentada a finales del siglo XIX, con el patrón oro y el Reino Unido como grandes estandartes de la liberalización comercial y financiera. Con mayores matices, tras la II Guerra Mundial, de la mano del GATT (actual Organización Mundial de Comercio) y de Estados Unidos, se procedió a desguazar el acusado grado de proteccionismo existente. Un proteccionismo impulsado por la Gran Depresión de 1929 y las políticas que buscaban facilitar los procesos nacionales de industrialización, ya fuese en el área latinoamericana, en la región asiática del Pacífico o en la propia Europa. Un proceso de desarme comercial que continuó con la eliminación de barreras a la circulación de capitales, alentada en su aplicación práctica por el uso de las nuevas tecnologías de la información y, en lo que nos es más cercano, por los acuerdos comunitarios.
Con todo, el reconocimiento de antecedentes como los anteriores no significa que la actual globalización replique los patrones de aquéllas. En primer lugar, la geopolítica que la envuelve ha experimentado un desplazamiento desde los países occidentales hacia nuevas áreas que les disputan ácidamente su protagonismo económico y predominio tecnológico. Se ha consolidado un policentrismo que erosiona la pasada hegemonía del área transatlántica, con un foco predominante en el este asiático. La conflictividad comercial y tecnológica con China, iniciada por el presidente Trump, focaliza nítidamente la disputa entre la vieja y la nueva globalización.
Esta última se caracteriza por un segundo factor diferencial que se añade al desplazamiento físico del crecimiento económico hacia nuevos puntos del planeta. Ahora, nacientes placas tectónicas de poder económico se desplazan por el inédito territorio de la ciberesfera. En este universo intangible los agentes globales son grandes empresas nacidas en las dos o tres últimas décadas, con capacidad suficiente para controlar la dirección de los avances digitales, monopolizar la información generada por miles de millones de personas y organizaciones y desbordar las tareas de regulación de los gobiernos nacionales.
En tercer lugar, la globalización del siglo XXI se expresa en la generalizada asimilación, a lo largo y ancho del planeta, de hábitos de consumo, productos culturales y estandarización normativa. Lo encontramos en el turismo, con en torno a 1.500 millones de personas que se desplazan cada año a otros países, la clonación comercial visible en los centros de las ciudades, la difusión y aceptación internacional de los hits musicales y audiovisuales y los estándares internacionales que rigen en campos tan distintos como los modos de transporte, las normas deportivas, las telecomunicaciones o los flujos financieros.
No cesan aquí las diferencias con experiencias pasadas. La nueva globalización incluye riesgos que superan las fronteras clásicas. Riesgos asociados al cambio climático, la nueva geografía demográfica y la presión sobre los recursos naturales. Todos ellos aportan incertidumbres de rango mundial.
La globalización del siglo XXI trasciende, pues, los ejemplos anteriores. Sin embargo, no ocurre igual con sus consecuencias. Entre estas aparece la recuperación de la ansiedad que sí se ha conocido en otros momentos históricos. Una ansiedad que dilata sus límites a medida que las seguridades tradicionales proporcionadas por el Estado-nación se debilitan porque éste resulta incapaz de ejercer un efecto moderador sobre las fuerzas globales que estimulan, condicionan y modelan los sentimientos y reacciones ciudadanas.
La crisis económica se sumó a la nueva globalización que ya asomaba a inicios de siglo, multiplicando en los países occidentales los límites de la pérdida de expectativas. La inseguridad sobre la capacidad de diseñar un proyecto vital propio, que extendiera hacia el futuro la flecha de prosperidad disfrutada por las anteriores generaciones, ha generado un repliegue emocional en la actual década. Un ánimo personal y social que aterriza en la anomia del carpe diem o en el regreso a los sentimientos de comunidad más primarios. Hacia ese espacio de identidades básicas se ha trasladado parte de la ciudadanía, resucitando antiguas filias y fobias que parecían habitar en el baúl de una historia felizmente superada.
Sus manifestaciones más visibles se han materializado en el espacio político estadounidense y europeo, con ramificaciones que ahora se trasladan a parte de Latinoamérica, sembrando la oxidación de la convivencia. Existen diferentes explicaciones sobre la etiología de las anteriores reacciones; en particular, el crecimiento de la desigualdad y la intensificación de las corrientes migratorias. No obstante, sobre cualquiera de ellas planea una ausencia previa: nos regimos por la lógica de los Estados-nación cuando la globalización del siglo XXI extiende sus alas sobre espacios, -geográficos, económicos, virtuales, culturales y medioambientales-, que son de naturaleza mundial o, en todo caso, de extendida presencia internacional.
Si la globalización del siglo XXI introduce las raíces de un cambio de era en un mundo que ya no admite las parcelaciones clásicas de la organización política estatal, la respuesta necesaria invita a explorar el nacimiento de una gobernanza global de base democrática. Para ello, reforzar Europa es más necesaria que nunca; pero incluso resultará insuficiente si nos regimos por el marco institucional surgido tras la II Guerra Mundial. Un modelo que, siendo imprescindible frente al nihilismo y la falacia del aislamiento, ha quedado en buena medida obsoleto.
Un Bretton Woods II, comprensivo de la realidad presente, atento a las interacciones de los procesos globales propios del siglo XXI y reivindicativo de los grandes valores humanos, constituye un objetivo que, no por aparentemente utópico, pierde la razón de su urgencia. Ante el escepticismo, cabe recordar que, a menudo, las utopías no son otra cosa que adelantar a hoy las certezas del mañana. Europa lo aprendió y practicó. Ahora, otras demandas reclaman, de nuevo, la energía de sus convicciones.