Hace ya nueve años, el New York Times publicó un reportaje sobre la ciudad de València en el que recomendaba a sus lectores la visita a un restaurante situado, tanto entonces como ahora, fuera de los circuitos habituales de la restauración a los que suelen recurrir los periodistas extranjeros a los que no les apetece estrujarse demasiado las meninges. El restaurante en cuestión no servía paellas a pie de playa, ni tapas en el casco histórico. Comida mediterránea y local, sí, pero con origen en una cultura y un pasado muy diluida en el inconsciente colectivo.
El nombre de Balansiya, que así se llama el restaurante que hoy nos ocupa, hace referencia a esa València musulmana que tantas huellas ha dejado en nuestra agricultura, nuestras fiestas y, por supuesto, en nuestra gastronomía. La afición a las ensaladas, al arroz y las verduras; nuestro carácter goloso, materializado en productos como el turrón, alquímica mezcla de frutos secos y miel que tiene su precedente directo en la celebérrima repostería árabe. O los xarab, exquisitas bebidas vegetales que, si le echamos un poco de imaginación, vemos no queda tan lejos de la bebida valenciana por antonomasia: la horchata. Hay muchos puentes invisibles que nos enlazan con el mundo árabe y, más concretamente, con la gastronomía andalusí. Aunque quizás el legado intangible más claro es del hedonismo ligado a la alimentación. El triunvirato que aúna el producto fresco, la variedad y un gran sentido estético. La dieta mediterránea bebe de todo ello: es saludable, colorista e inagotable.