Cocina y servicio non stop.
Russafa vuelve a ser Russafa, ha regresado la vida loca de los restaurantes y bares. Uno se alegra de que sea así. Porque vienen las Fallas. Porque llega la primavera. Porque las terrazas. Porque hay locales nuevos y porque están los de siempre.
El Bar Biosca es de estos últimos y, en su caso, “siempre” equivale a cien años, concretamente desde 1922. Nació como una taberna donde troceaban barras de hielo, vendían vino a granel, orxata… Esto me lo cuentan Rafael Biosca, la tercera generación y su nuera, Claudia. La cuarta generación es ella, además de la artífice que mudó el Biosca a bar restaurante.
Su concepto está muy próximo al non stop. Ofrecen desayunos, almuerzos, comidas, meriendas y cenas. Y montar algo así requiere de matemáticas. Por un lado: tortillas de patata (con o sin cebolla, poco cuajada), de morcilla, de trufa, tartas caseras de zanahoria, cocas de llanda, bocadillos, tostas; y por otro, tapas, no importa si es a mediodía o por la noche: ensaladilla rusa, albóndigas, croquetas de rabo de toro, esgarraet, tataki de atún, sepia con mayonesa, bao de secreto ibérico, de carrillada… Platos que no fallan, elaborados con cariño, y sin que les haga falta cambiar la carta.
La calidad del servicio también es non stop. Claudia dice que en eso es perfeccionista y le tengo que dar la razón. Maggy, Sebas y ella misma conforman una tríada de buen trato vayas a la hora que vayas.
Ah, dos últimos apuntes que hablan bastante bien del Biosca —bueno, tres—. El café no es de especialidad, pero como si quisiera serlo. Echan las cañas igual que en Madrid. Y el pan les llega en taxi a diario. ¿Hay o no que ir al Biosca?