Una historia de perezas gastronómicas —y es que vale ya de baos, ramen mustio, woks perreros y California rolls. Porque el sushi será esencial o no será.
Dejemos un par de cosas claras antes del garrote (qué imagen, la de Pepe Isbert en El Verdugo de Luis García Berlanga). Yo amo la gastronomía japonesa como amo pocas cosas pero es que el problema no lo tengo con los nigiris, el nattō o los usuzukuri. No. El problema no es ese.
El problema no es la cocina esencial de Nuria Morell en Nozomi (Pere III el Gran, 11) ni su inolvidable nigiri de salmón braseado. Tampoco lo son los sashimis perfectos de Diego Laso en Momiji (bajos del Mercado de Colón) ni mucho menos el maravilloso tartar de atún con aguacate y crujiente de tempura y salsa picante en Tastem (Ernest Ferrer, 14). Tampoco tengo ningún problema con el gran clásico de Andrés Pereda en Komori: su ya totémico nigiri de pez mantequilla con trufa. Cien, me comería.
No, el problema no es la gastronomía japonesa sino lo que estamos haciendo con ella (lo que, por otra parte, hacemos con todo) y es que donde imaginábamos una amable familia nipona cocinando entre bambú y cuchillos cerámicos (porque eso imaginamos, ¿no?) no quedan más que ofertas de Groupon (así es, detesto Groupon) y cursos de sushi para treintañeras con —todavía— algún rastrillo de esperanza —casi fe— en cruzarse a ese apuesto príncipe azul con zapatos de ante, chalé en Xàbia y un despacho bonito en zona Cánovas.
Elegir japonés es un riesgo porque absolutamente-a-todo-el-mundo le gusta el sushi, porque en Instagram sólo hay gatos y makis caseros y porque qué miedo dan las opciones de sushi a domicilio de Glovo, Just Eat o Deliveroo en València. Makis y Kebabs, ¿quién dijo miedo?¿El problema? El de siempre: la historia de aquellos grandes y pequeños restaurantes asiáticos que abrieron la veda en la España gris de los 70 (el primero en Canarias en 1974; el segundo en Barcelona, el Tokyo Sushi —y en el Cap i Casal fueron Ulises Menezo en Tastem o Sushi Cru en el Carmen los que abrieron la veda) y cuyo McGuffin era la autenticidad ha devenido en un Carrefour de lo japo. En un parque de atracciones con farolillos y grullas de oropel. Y eso no puede ser.
Yo no he visto rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser, pero sí makis que eran piezas de Lego y restos de algo verde, como hojitas de una palmera de la casa en Miami de Barbie. He visto a chonis gritando sin vergüenza “¿Vamos a un japo esta noche?”, he presenciado cómo se prostituyen palabras tan bonitas como wasabi, oshi o umami y cómo repartían flyers dos pibones tanoréxicas y excesivas mientras, estupefacto, el arriba firmante sorbía una delicada sopa Osumashi (en Japonice, para más señas). He estado en japos donde escuché a David Guetta y me cuentan que el plato estrella de este verano en los chiringos de Marbella e Ibiza es, ¿lo adivinan? Claro que lo adivinan. Por supuesto que lo adivinan.
Yo no tengo ningún problema con la gastronomía japonesa. Lo tengo con que seamos tan necios como para prostituir algo tan bello, tan sagrado, tan perfecto. Hemos vendido una cocina maravillosa y auténtica a lo efímero de la moda. Y la cocina, la gastronomía de un país, es un bien cultural mucho más serio que una moda.