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Cuando había uhf

'Batman': héroes con leotardos sin miedo al ridículo

Las peleas eran de risa. Los diálogos parecían escritos por párvulos. Los efectos especiales daban pena. Los televidentes no estaban acostumbrados a propuestas como Batman, la primera serie pop de la historia, destinada a ser un clásico desde el minuto cero

| 25/11/2021 | 7 min, 5 seg

VALÈNCIA.- ¡¡Crunch!! ¡¡Ouch!! ¡¡Pow!! ¡¡Whamm!! Qué mejor sitio que un televisor, templo por excelencia de la cultura pop, para llenarlo de rótulos onomatopéyicos y convertirlo así en una sucesión de viñetas de cómic en acción. La fiesta comenzó en 1966 con el estreno de Batman y terminó el día en que, dos años después, dejó de rodarse. Ni antes ni después hubo una serie igual. Batman captó el espíritu más lúdico de la cultura pop de los sesenta y colaboró a su difusión a través de un medio masivo. Inspirada en el tebeo homónimo, introdujo el concepto de camp en la cultura televisiva. Hasta entonces, lo camp —adjetivo aplicable a aquello que es deliberadamente absurdo, ridículo, exagerado—, que es primo hermano de lo kitsch y, sin embargo, no tiene nada que ver con cierto expresidente autonómico, era patrimonio del cine y el teatro.

Al ser convertido en serie, el cómic de Batman pasó a ser un monumento al camp. Los personajes originales dejaron atrás su carga dramática y oscura —ya se encargarían, años después, Tim Burton y Christopher Nolan de que la recuperaran— para convertirse en artífices de algo que no podías tomarte en serio simplemente porque no hacía falta tomárselo en serio.

Batman llega a la televisión como una consecuencia más de la consagración del pop art. Los cuadros de latas de sopa de Warhol y las viñetas amplificadas de Lichtenstein habían sacado al cómic de su nicho, convirtiéndolo en algo digno de ser apreciado y respetado por todos los públicos. Por otra parte, en 1964 Susan Sontag había introducido ese término maravilloso, camp, aplicable a algo que es tan sumamente malo que acaba siendo bueno y que terminaría derribando unos cuantos muros de elitismo cultural. En medio de ese contexto, la cadena ABC, necesitada de encontrar productos que le ayudaran a recuperar la audiencia perdida, recurre al personaje de Batman que, al igual que Superman, ya había tenido su serie años atrás.

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El ejecutivo Douglas Cramer le sugiere la idea al productor Lamont Dozier, que reconoce no haberse leído uno de esos tebeos en su vida. Para desarrollar el proyecto contrata al guionista Lorenzo Temple Jr, especialista en historias rarunas y conspiraciones políticas (años después escribiría el guion del drama político Los tres días del Cóndor). Nada más comenzar el rodaje, Columbia repone capítulos de su vieja serie de Batman y la expectación comienza a aumentar. La primera superheroicidad de Batman fue la de convertirse en el primer superhéroe que ocupaba el prime time en la programación. El primer capítulo se estrenó copando audiencias.

Batman enganchó a la audiencia desde el primer momento. Era un divertidísimo disparate perfectamente ejecutado. Las situaciones eran absurdas y los diálogos demenciales. Pero la puesta en escena era colorista y fallera a más no poder, con esos rótulos que saltaban en la pantalla durante las peleas de Batman y Robin con los villanos de turno y esas exclamaciones de Robin que siempre empezaban con la palabra holy (santo). Gran parte del mérito de la serie recaía en sus protagonistas, interpretados por dos actores cuyas vidas dan para sendas novelas. Adam West supo que quería ser actor en medio del campo de trigo de su padre. Dejó Kansas por Hawái, donde se hizo famoso gracias a un programa de radio y se casó con una princesa polinesia. Después se fue a Hollywood y estuvo haciendo papeles pequeños durante siete años, hasta que lo eligieron para hacer de Batman en la serie (Constantino Romero sería el actor que le prestó su voz para el doblaje español). Robin fue encarnado por Bert Gervis Jr, agente inmobiliario que le vendió una casa a un productor de la 20th Century Fox. Al visitar a este en sus oficinas le sugirieron por su aspecto —era bajito pero atlético y era cinturón negro de karate— que se presentara al casting de la serie. Cuando comenzó a rodar estaba arruinado y no tenía dónde caerse muerto. Ocho años después tenía un nombre nuevo —Burt Ward—, una mansión en Malibú y participaciones en pozos petrolíferos.

Batman y Robin vivían en la bat-cueva —en la serie los nombres de la mayoría de cosas empezaban con la palabra bat: bat-coche, bat-teléfono…— con el mayordomo Alfred. El personaje de Batgirl aún tardaría un poco en incorporarse a las tramas, y así que, como aquello de que tres hombres juntos vivieran en una misma casa podía hacer pensar que se trataba de tres bat-homosexuales, Semple se sacó de la manga a la tía Harriet, que compartía techo con ellos, así estaban controlados y el público se quedaba más tranquilo también. Harriet no fue el único personaje que el guionista inventó para la serie. Los archivillanos —nunca había villanos a secas, todos tan ruines que llevaban el prefijo ‘archi’— originales como el Joker, Catwoman, el Pingüino o El Acertijo, compartieron protagonismo con otros nuevos como King Tut, Cabeza Huevo, Clock King… La serie era tan popular que había bofetadas por ser una de sus estrellas invitadas. Proliferaban los astros en declive —Cesar Romero, Victor Buono, Burges Meredith, Van Johnson, Cliff Robertson...— pero también había nombres emergentes como Bruce Lee, Joan Collins o la siempre magnética Eartha Kitt, que fue una de las tres mujeres que hizo de Catwoman. Kitt tuvo que abandonar el papel porque el público no acogió muy bien que a la archivillana la encarnara una mujer negra. Décadas después, Halle Berry vengaría tamaña estupidez en la gran pantalla. Por cierto, el mismísimo Frank Sinatra se postuló, sin exito, para hacer de Joker.

Cada capítulo era una celebración del exceso de idiotez. Batman y Robin aparecían con el uniforme puesto de repente. En el capó del Batmóvil cabían cosas más grandes que el propio automóvil. Robin estudiaba en la universidad y era el primero de su clase, a pesar de que se pasaba los días combatiendo el mal y haciendo pellas. Y en cuanto a los archivillanos, daba igual el alcance de sus fechorías, al final de un capítulo estaban en la cárcel y al siguiente ya los habían soltado, como si se dedicaran a cometer delitos económicos en España, ¡holy Urdangarín! Pero el público se lo pasaba bomba y eso hizo de la serie un fenómeno. 

El tema compuesto por Neil Hefti se convirtió en un clásico instantáneo y fue versionado por unos ocho artistas diferentes —The Ventures incluidos— durante el apogeo de la serie. También hubo lluvia de merchandising: más de quinientos productos relacionados con la serie que facturaron sesenta millones de dólares, más que los de James Bond, que hasta la fecha eran los que dominaban el mercado. De tarjetas de felicitación a jabón para el baño pasando por mantequilla de cacao: todo era susceptible de convertirse en bat-mercancía. El mismo absurdo del que se beneficiaba la serie contribuyó a  su final. Cuando la ABC la canceló, los decorados fueron destruidos, por eso, cuando la NBC se interesó en retomarla, descubrió que construir de nuevo el set costaría una fortuna y rechazaron la oferta. Para entonces Batman ya había hecho historia y su protagonista, Adam West, vivía de dar conferencias por el mundo vestido como el personaje que le hizo célebre para la eternidad

* Este artículo se publicó originalmente en el número 85 (noviembre 2021) de la revista Plaza

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