"En todas partes existen maravillas / pero nada comparable a Benidorm / Al pisar su suelo se presiente / que has entrado en un mundo mejor (…) / Benidorm, Benidorm, Benidorm / tierra de luz y alegría / quiero correr el rumor / que si me pierdo algún día / me busquen en Benidorm" (Juan Punzano - Benidorm)
VALÈNCIA. Benidorm no hay que comprenderlo. Solo hay que pernoctar en él. Benidorm es el paso de la ontología de Parménides a la fenomenología expuesta, entre otros, por Martin Heidegger. Es el lema de Franz Brentano “¡A las cosas mismas!”. En la ciudad alicantina, ‘cosas’ sería la imagen mental que representa el toro mecánico de la discoteca Stardust, poder comprar fresh milk y un bote de alubias Heinz a las cuatro de la mañana (pero no una barra de pan de cuarto a las nueve de un domingo) o el resplandor azul, rojo y verde de los luminosos de neón sobre las británicas pieles laceradas por el sol.
En Ensayo y error Benidorm (Editorial Barrett) el urbanista Iago Carro escribe que “Al contrario que en París, Venecia o el banco de Loiba, lugares turísticos ‘culturalmente’ valorados, en Benidorm o Las Vegas ningún turista se queja del exceso (del resto) de turistas: hay lugares cuya experiencia aumenta su valor con el número de personas y no al contrario. Si bien la ciudad es, entre otras cosas, el invento del anonimato, hay algo en Benidorm que extrema la posibilidad de disolverse en la masa, de ser parte de un colectivo, tan genérico como «familiar», al que pertenecen todas las personas que la habitan temporalmente (pocas por primera vez)”.
“En un contexto donde quizás debería suceder lo contrario, emerge rapidísimamente un sentimiento de pertenencia y de vecindad, extraño combinado con el anonimato. El término medio (ordinario, genérico, global, turístico...) parece llegar a un punto de intensidad donde deviene cultura e identidad, desde una condición dual: la desconexión con el modo de vida habitual y la conexión con la multitud”. Vivir la experiencia de Benidorm requiere adaptación y continuidad (y protector gástrico).
“Solo desde una cultura que ha convertido el «sé tú mismo», la exclusividad o la diferenciación personal en lemas consensuales y funcionales (tanto para publicitar una exposición artística, como para vender coches), se puede entender el desprecio hacia Benidorm en términos culturales”.
El director de cine Óscar Bernàcer en El hombre que embotelló el sol, recorre el Benidorm de los años 50 y su mutación en lo que el sociólogo Mario Gaviria considera la “mejor ciudad nueva de la segunda mitad del siglo XX”. Bernàcer hace hincapié en la figura de Pedro Zaragoza Orts, nombrado alcalde del pueblo en 1954.
Lo primero fue traer el agua de Polop. Después germinaron los turistas.
Dentro de la idea de lo que Zaragoza denominó plan de concentración urbana, en lugar de expansión, el alcalde desarrolló una idea que arrancaba con “Si construyes bajo, ocupas todo el espacio y tienes un largo paseo hasta la playa. Si construyes alto, puedes mirar al mar, y dejar espacio para jardines, piscinas y pistas de tenis”. Más que una marca ciudad, el alcalde edificó una leyenda en la que el marketing dio forma a un modelo de turismo que también es la Benidorm way of life.
Para principios de los 60, el bikini era la opción de vestuario para cinco de cada seis bañistas de la playa de Benidorm. La compatibilidad de la prenda con la moral franquista fue posible gracias a la necesidad de entrada de divisa extranjera que tiene toda nación en vías de crecimiento, además de la perseverancia y el don de gentes del edil. En el relato fundacional que Zaragoza creó para el municipio de la Marina Baixa tenemos el aperturismo de España y frases —sean ciertas o no— como “yo no vendo los bikinis, los bikinis se venden en Madrid y los compran las mujeres de los ministros”, que supuestamente le dijo a Franco.
En La invasión pacífica (Norma Turner), el historiador Sasha D. Pack señala que las imágenes que dominan la memoria de España de mediados del siglo XX es la contraposición del régimen conservador y autoritario de Francisco Franco con un despreocupado turista, que en España veía “un gran patio de recreo para la oleada de veraneantes europeos armados con una gran cantidad de dinero y tiempo libre. Turismo y dictadura”.
Dicha invasión acarreó también la aparición de un mercado laboral alimentado por los integrantes del éxodo rural que con el progreso económico pudieron ser a la vez fuerza laboral y público objetivo de los servicios de la ciudad inventada.
Al relacionar fotografía y Benidorm es inevitable evocar el fetiche del fotógrafo inglés Martin Parr. “Un lugar donde nos relajamos y perdemos las inhibiciones”. Parr ha documentado las carnes al sol y sus aledaños desde 1997, cuando viajó por primera vez al municipio alicantino. Al igual que hizo Carlos Pérez Siquier retratando las playas del Cabo de Gata-Níjar y las del Poniente, Parr atrapó la transformación social y económica de España a través del turismo de sangría y bronceador.
Para el fotógrafo alicantino Ricardo Cases, quien en 2020 publicó Panorama (Handshake), una representación de la ciudad a través de sus símbolos construídos, Benidorm “Sigue siendo un pueblo sorprendido por un ejército de edificios en forma de alfiler que luchan por pinchar el cielo sin mirar abajo. Cuando se vaya a dar cuenta, llegará a Marsella si no ha llegado antes a La Línea de la Concepción. Lo bueno de todo esto es que las gaviotas parece que lo pasan bien con tanto ascensor exterior y tanta patata frita. Y lo mejor, que Megansito El Guapo ha hecho el mejor videoclip de la historia”.
Ese Benidorm que distaba mucho de ser el pueblo de pescadores y agricultores de los años cuarenta queda retratado en Los huevos de oro de Bigas Luna, película que le brinda el imaginario al Erik Harley, creador del pormihuevismo, movimiento artístico que retrata la pasión por el cemento, la prevaricación y todo lo que representó la Terra Mítica (actualmente sin actividad) de Eduardo Zaplana, nuestro president.
En el momento de la transcripción de los párrafos que vienen a continuación, extraídos de Ensayo y error Benidorm, una turista galesa de cuarenta y largos baila en su silla una cantadita de los 90. En la misma terraza en la que se encuentra acompañada de un hombre que sorbe su tercer gintónic, una treintañera valenciana silba al ritmo de la cacofonía. Ese silbido que funciona igual para un bolo de David Guetta que para el chape del Low Festival, esa expresión no verbal que indica euforia y comunión. Dentro del bar, un grupo de setentones y setentonas con la cara surcada de despreocupación y vacaciones eternas, comen paella con Pimm's y piden al camarero que suba la música.
“¿Qué es el lujo? Es algo difícil de definir. Algunos detestan Benidorm porque creen que es para la clase baja, lo que en Gran Bretaña se denomina chavs y que Owen Jones señaló como el síntoma de un país en su libro Chavs: la demonización de la clase obrera. Precios bajos y gente aglomerada en crema. (…) Estar entre las calles de la ciudad de los rascacielos del Mediterráneo es sinónimo de alegría, de juventud y de disfrutar. ¿Qué diferencia hay entre un matrimonio de Soria, que después de haber tenido cuatro hijos y haber trabajado durante cuarenta años en una tienda de la calle Mayor de Madrid decide retirarse en Benidorm, y que Putin, el mayor mandatario del país más extenso sobre la faz de la tierra, se dé un chapuzón carísimo en un jacuzzi? El precio. La sensación de placer es la misma”.
Estas líneas, escritas por el periodista Josan Piqueres dicen también “que las familias trabajadoras de clase más humilde puedan permitirse un tratamiento de desconexión y rejuvenecimiento es lo más democrático que puede haber. En todo el proceso de rejuvenecimiento es importante el colectivo, el sentirnos parte de algo es intrínseco a la humanidad. Los jubilados lo saben bien”.
Jose Luís Camarasa, el que fuera durante treinta y ocho años arquitecto municipal, considera que “el gran acierto de Benidorm es convertir el balneario decimonónico en el balneario urbano. Aquí, la cura del agua es para las personas sanas”. De Camarasa también es esto: “el límite del crecimiento nos lo da la playa; pero la ciudad cosmopolita no puede pensar en ponerse a sí misma un límite. La ciudad hay que hacerla cada día más compleja; ese es el aliciente”.
Así como sucede en Un mundo feliz, cuando para aprobar un nuevo juego o deporte es necesario que supere en complejidad al anterior, Benidorm exige exuberancia, complementos, más altura, capacidad y opciones de ocio. Benidorm no se acaba.
La turista galesa le pide disculpas a la treintañera por la colonización británica, los hooligans sin camiseta, la pérdida de identidad local. También le dice que se quiere jubilar aquí, frente a Penélope Playa. Brindan, porque Benidorm al igual que no se acaba, es de todas.