Es la ley del péndulo: lo que se fue vuelve para ilusionarnos con la idea del cambio. Hace años regresó la moda de dejarse barba y ahora le toca al bigote, injustamente olvidado porque se asociaba con hombres carcas y autoritarios. Los peluqueros han tomado nota de los futbolistas, actores y modelos que se lo están dejando. Y yo, para no ser menos, también
Desolado por el inminente final del verano, en uno de esos días que lo das todo por perdido, mataba el tiempo viendo un partido de la Liga: nada menos que un Rayo Vallecano-Sevilla. Poco me jugaba en este crucial choque. El Sevilla, un equipo ciertamente antipático comparado con el Betis, vapuleó a los rayistas, a los que se les cae el estadio a pedazos. El resultado final fue de 1-4. Pero la noticia, a mi entender, no fue esa; la protagonizó el jugador portugués André Silva quien, además de apuntarse un triplete, demostró que se puede ser futbolista presumiendo de un fino bigote de galán antiguo.
En un campeonato aún dominado por jugadores que se han dejado crecer barbas de hípster o de talibán, y si no véase a algunos jugadores del Madrid, el bigotito de André Silva es un islote de elegancia que no puede ni debe ser pasado por alto. Desacreditados los políticos, los curas y los intelectuales en su vana pretensión por guiar a las sociedades, los futbolistas son hoy los modelos a imitar. Cualquier decisión de un jugador, su ropa, su peinado, sus tatuajes, sus reflexiones sobre la influencia de la filosofía kantiana en el deporte actual, acaban influyendo en el comportamiento de la gente, incluso entre quienes no se reconocen futboleros. Ellos, nuestros héroes modernos, marcan tendencias, ilusionan a los niños y despiertan las cálidas fantasías de muchas mujeres (y de algún hombre).
Al dejarse su coqueto mostacho, André Silva ha captado la levedad de este tiempo. Estamos en condiciones de asegurar, sin riesgo a equivocarnos, que vuelve el bigote tras una larga travesía del desierto. En el pasado reciente un bigote era visto como algo caduco, reaccionario, rancio. Sólo valientes como Torrente, Paco Lobatón y el adusto Aznar se atrevían a ir contracorriente. Cierto es que el bigote castellano del expresidente ha sufrido una evolución singular hasta dar en un bigote misterioso pues, por mucho que te fijes en él, no sabes si existe o no; es un bigote que se rectifica a sí mismo, como las políticas del señor Pedro Sánchez, que va perfectamente rasurado.
El bigote de André Silva ha sido el pretexto que buscaba para cambiar de imagen. A menudo me canso de mí, también de mi aspecto físico. Entonces hago caso a mis amigos neoliberales y me reinvento para todavía serle útil al sistema. ¿Por qué digo todo esto? ¿Adónde quiero llegar? Pues muy sencillo: ¡me estoy dejando bigote!
Cada mañana, nada más despertar, mi primer pensamiento es conocer cómo progresa mi mostacho. Paso varios minutos mirándomelo y tocándomelo frente al espejo del aseo. Incluso creo que he ganado en masculinidad. El bigote, seamos claros, es el mejor antídoto contra la ambigüedad sexual que tanto se lleva. Prestadme atención si sois varones y chapados a la antigua: os reafirma en vuestra virilidad.
Sé que la decisión de dejarme bigote entraña riesgos. Algunos me llamarán franquista, enemigo del ‘procés’ y otras lindezas, pero me da igual
Mi duda consiste ahora en qué modelo de bigote adoptaré. ¡Hay tantos! Del fondo de mi memoria extraigo los bigotes de hombres que han hecho historia, cada uno a su manera. Dudo entre el bigote elegante de Clark Gable o el feroz de Pancho Villa, entre el dulcemente amanerado de Proust o el delictivo de Pablo Escobar, entre el juguetón de Cantinflas o el criminal de Hitler, entre el bonachón de Vicente del Bosque o el más cool de John Galliano.
Lo cierto es que estoy hecho un mar de dudas. En principio, me he comprado unas tijeras para recortarme los pelillos. Cada mostacho tiene sus ventajas e inconvenientes. Tengo claro que debo ser práctico y dejarme uno que combine la elegancia y la funcionalidad. Un bigote prêt-à-porter. En estos casos siempre viene bien pedir consejo a un experto pero no tengo entre mis conocidos, desgraciadamente todos barbudos.
Por lo demás, mi decisión es firme y esta vez no daré marcha atrás, digan lo que digan las mujeres que me rodean, que no ven con buenos ojos lo que toman por una extravagancia. Hace años también dejé de afeitarme pero me faltó el coraje para mantenerme en mis trece. Cualquier crítica amable de un amigo o compañero lograba que me cuestionara la pertinencia de mi bigote. Y me lo afeité. Pero esto no volverá a ocurrir. Hoy soy una persona diferente, más segura y que da menos importancia a las opiniones de los demás.
Sé que esta decisión entraña riesgos en el delicado momento español. Algunos me llamaran franquista, enemigo del procés y otras lindezas, pero me da igual. El bigote no es una cuestión de ideologías, es, en mi opinión, lo más transversal que existe. La historia está llena de ejemplos. Stalin llevó bigote desde la juventud, y ese sí que daba miedo, mucho miedo.