Santa Evita sigue siendo una de las novelas más representativas de Argentina, de su historia y de sus conflictos. Publicada en 1995, cuenta los avatares del cadáver de Eva Perón, su secuestro, su profanación y su vuelta a Buenos Aires
BOLONIA. Los fardos de los periódicos del día se amontonaban a los pies de las persianas entreabiertas de los quioscos de la terminal. Los pasajeros del único vuelo que había llegado a esas horas sorteaban perezosos con sus maletas y sus carritos las carretillas de los mozos de almacén, la carga y descarga de paquetes, los taxistas que ofrecían a gritos su pasaje a la capital. Los neones llenaban de un blanco nuclear las ventanillas de cambio de divisas y las compañías de transporte hacia el centro. Las puertas de la sala central se abrían como bostezos y dejaban pasar el frío de aquel invierno austral. Todo era lento y ruidoso.
Desde el asiento del autobús jugaba a vislumbrar cómo era aquella ciudad mítica que había imaginado tantas veces y que no acababa de emerger de la oscuridad. “¿Y fue por este río de sueñera y de barro que las proas vinieron a fundarme la patria?”. No debían de ser aún las seis de la mañana y en la autopista se agolpaban ya los primeros coches del lunes. Me hizo sonreír un mural enorme en la fachada del Mercado Central donde la Presidenta Cristina Fernández estrechaba la mano del Papa Francisco bajo los medallones de Néstor Kirchner y Juan Domingo Perón. MIRÁ PIBE A DONDE LLEGAMOS (sic) se leía en aquel mural en letras grandes que se distinguían desde la carretera.
Era la misma autopista Ricchieri desde la que cuarenta años antes, en 1973, se recibiera a tiros al mismo Perón tras 18 años de exilio. El general venía para recuperar el poder usurpado por sus militares y encarnar de nuevo la mitología peronista que lloraba a escondidas la muerte de Eva Perón. Pero el general volvía viejo, tras dos décadas entre Paraguay y Puerta de Hierro en el Madrid de Franco, y aterrizó en Ezeiza con un sentido de la historia cuyo peso no aguantaría ni su cuerpo debilitado ni su temperamento embrutecido.
La matanza de Ezeiza aquel día de 1973 había de ser el preludio del enfrentamiento a muerte entre el peronismo de izquierdas y el de derechas, de la extrema derecha con la extrema izquierda, el preludio del golpe de Estado, de Videla, de Massera, de Agosti, de Viola, de Galtieri y el preludio de los 30.000 desaparecidos en tan solo siete años.
Lo primero que recuerdo de aquella mañana fue un apartamento frío en el que se habían dejado la luz encendida y las sábanas plegadas encima de la cama. Por los grandes ventanales se veía un edificio gris de estilo modernista. La fachada estaba desconchada y la calle tranquila y sucia en medio de la cuadrícula de San Telmo. Una pastelería en la esquina vendía facturas desde muy temprano. Justo enfrente, un supermercado chino permanecía abierto las veinticuatro horas. Eso recuerdo.
En la Fundación Tomás Eloy Martínez, Cristian Alarcón organizaba un curso sobre crónica y aquella tarde había un encuentro con Roberto Herrscher, quien impartiría un seminario sobre cómo contar la historia y acabaría hablándonos de su experiencia en la guerra de las Malvinas, del olor a pan recién hecho que todavía le recordaba el trauma, de la cifra de suicidios por aquel conflicto que ya superaba al número de caídos en combate. Cómo contar la Historia, nada menos. Miré el reloj de aquel apartamento, calculé el tiempo, me vestí y salí a la calle. Cuando crucé la avenida 9 de Julio, el inmenso perfil de Evita se había encendido sobre el imponente edificio del Ministerio de Salud. Allí tomé un taxi hasta la Fundación.
Subí al primer piso de Carlos Calvo 4319 y abracé a Natalia, una de las amigas que me acogería en la ciudad durante aquellos meses. Nos pusimos al día, paseamos por la biblioteca del escritor, observamos el libro rojo de Mao, las distintas traducciones de sus novelas y sobre todo advertimos la presencia aquella obra imponente que habría de sorprender al mundo con una historia tan delirante como real: Santa Evita. Madonna la cantaría mucho más tarde en un arrebato kitsch de Broadway.
Eva Perón había muerto un 26 de julio del año 1952. “Anoche, a las 20:25 la Señora entró en la inmortalidad”. Los días siguientes al fallecimiento llegaron una serie de cartas al Vaticano pidiendo su canonización, e incluso amenazas de desobediencia si Dios no le conservaba la vida. Los argentinos habían realizado los más disparatados sacrificios pidiéndole a la divinidad la recuperación de Evita: correr alrededor del Obelisco durante ocho días, caminar de rodillas dando vueltas a la Plaza de Mayo durante cinco horas, montar en bicicleta durante 118 y 29 minutos, bailar tango durante 127 horas con 127 parejas distintas... Todos ellos hicieron guardia ante el hospital donde Evita moría y ante la Casa Rosada, donde esperaban que volviera a aparecer como jefa espiritual de la nación.
La otra parte de Argentina, sin embargo, desearía no solo la muerte de Eva Perón sino la aniquilación del peronismo, de Juan Domingo, del populismo de pobres y de ignorantes, de descamisados, de grasitas como la innombrable los llamaba. En las paredes del hospital iba aparecer una pintada que rezaba sin piedad “Viva el cáncer”.
“Aquí está, por fin, la novela que siempre quise leer” dijo Gabriel García Márquez sobre Santa Evita. Mario Vargas Llosa pidió irónicamente que se prohibiera “por su extrema peligrosidad pública o leída sin pérdida de tiempo”. Tomás Eloy Martínez se encumbró con ella como cronista, como fabulador de una nación que ninguna ficción sería capaz de superar.
Cristina Fernández afrontaba su último año de mandato y dentro de la Casa Rosada se reproducían las imágenes de Eva Perón, de Mercedes Sosa, del Che Guevara y de Hugo Chávez. El Palacio presidencial era un set de televisión por el que la Presidenta paseaba saludando de un salón a otro, y era aclamada en los patios interiores por los jóvenes de la Cámpora. Jorge Lanata le había jurado odio eterno, y cada domingo por la noche en prime time emitía las consignas antiperonistas que Clarín reproducía, y con ellos toda la intelectualidad conservadora, toda la clase empresarial con depósitos en el extranjero y toda la derecha que estaba a punto de volver al gobierno de mano de Mauricio Macri.
Irreverente, desproporcionado y genial, Lanata competía en fanfarronería y populismo con el community manager de la Presidenta, que comentaba en las cuentas oficiales de Casa Rosada los avatares del programa: la pobreza del campo argentino, la eterna inflación, los casos de corrupción... Aún no había saltado el escándalo de la muerte de Alberto Nisman en enero de 2015, pocos meses antes de las elecciones presidenciales.
Argentina en 2013 parecía a punto de explotar. “Acá siempre parece todo a punto de explotar”, me explicaron en Pirilo unos adolescentes kirchneristas que comían trozos de pizza y que renegaban de Pepe Mújica y de sus políticas neoliberales. “Acá hay una crisis cada diez años”, se explicaban unos a otros mientras te aconsejaban cambiar dólares en el mercado negro de la calle Florida y se acordaban del corralito de 2001 y cómo el 20 de diciembre de ese año el Presidente De la Rúa había escapado en helicóptero de la Casa Rosada. “¿Quién te mintió, primer mundo, Buenos Aires, que te atraviesan los carritos como antes?”, cantaba Sandra Luna en un tango precioso.
Tomás Eloy Martínez quiso contar el significado de Eva Perón para la nación argentina, ese apellido convertido en adjetivo y movimiento que todavía hoy sigue articulando el espectro ideológico del país con la misma fuerza que el binomio izquierda-derecha. Peronista o antiperonista. Santa Evita habla de la muerte del mito, de cómo embalsamaron su cadáver, de cómo la 20th Century Fox grabó los funerales de Evita igual que el melodrama Lo que el viento se llevó, de cómo de su cadáver hicieron copias de cera para engañar a los peronistas, de cómo los militares usurparon el cuerpo, de cómo el embalsamador Pedro Ara se enamoró de su obra y violaba el cadáver para recomponerlo, de cómo escondieron el cuerpo en un cine de Buenos Aires donde una niña le hacía trenzas y la peinaba como una muñeca.
También de cómo aparecían velas y flores allá donde dormía el cadáver, de cómo trasladaron su cuerpo de manera clandestina a Milán, de cómo lo enterraron en vertical en la lluviosa Selva Negra, de cómo cambio de casa en casa sin que los dueños supieran de su existencia, de cómo arruinó la vida del coronel Moori Koenig y de los militares que se encargaron de su custodia, de cómo explotó una bomba a las puertas del teatro L’Épée de Bois en París donde se representaba una obra irreverente sobre Evita, de cómo el grupo Montoneros intentó canjear sin éxito el cuerpo de la Señora por la vida del Presidente Aramburu en 1970 y años más tarde, con éxito, por el cadáver del mismo Aramburu en 1974, de cómo por fin se lo devolvieron a Juan Domingo Perón casi veinte años más viejo en un piso franco de Madrid... desde el mismo piso desde el que volaría hacia Ezeiza para entrar triunfante y humillado en aquella Argentina de junio de 1973.
Aquel invierno austral de 2013 se acababan de poner en circulación los primeros billetes de 100 pesos con la cara de Eva Perón. Los de 100 pesos eran los que más se falsificaban y pronto habrían de perder escandalosamente su valor al ritmo de una inflación galopante. En esta Argentina todo se desgasta, me dijeron, desde la esperanzas hasta el dinero, desde la política hasta la mitología. La mitología no, dije yo. La mitología nunca.