persona del año

Carlos San Juan, el hombre que le echó un pulso a los bancos

Carlos San Juan, de setenta y nueve años, no ha declinado una entrevista en doce meses. Su campaña Soy mayor, no idiota ha conseguido más de seiscientas mil firmas y, más que eso, ha concienciado a los bancos para que den un mejor trato a las personas mayores. Está orgulloso de su lucha, pero este enfermo de párkinson asegura que en cuanto se apruebe la ley, regresará a su vida tranquila

31/12/2022 - 

VALÈNCIA. Carlos San Juan no saca el dedo del asa de la taza de té. Da igual que, en plena conversación, no le pegue más que un par de sorbos a la infusión; sabe que, si lo saca, el temblor de sus manos dificultará la tarea de acertar de nuevo en el agujero, así que lo más práctico es hablar con el dedo metido en el asa. Es uno de los primeros días fríos de este otoño tardío, pero a él no le ha pillado por sorpresa y va bien pertrechado: abrigo, gorra y pantalones de pana. Acaba de pasar la covid. Antes, durante tres o cuatro días, se ha hecho un test diario para ver si podía reanudar su lucha cuanto antes, pero ha tenido que tener paciencia y, «por ética», ha pospuesto todas sus entrevistas. Desde hace casi un año esta es su principal tarea: dar entrevistas en las que recuerda que la gente mayor merece un trato especial, que cuando van al banco no vale eso de dejarlos darse de cabezazos contra un cajero hasta que, rendidos, desesperados, le dan la clave al primero que pasa para que les eche una mano, o soltarles de mala manera que deberían aprender a utilizar una app —encima dirán 'apepé' y muchos no sabrán ni de qué les hablan­­— que es un galimatías irresoluble para casi todos.

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La atención mediática se ha atenuado. Atrás quedaron esos días frenéticos con cerca de veinte entrevistas diarias. Jornadas que empezaban con una llamada a las ocho de la mañana y terminaban con la última a la una de la madrugada. Nunca le importó esa agenda atiborrada de compromisos. Carlos siente que la prensa ha sido un aliado determinante en este pulso contra bancos y ministerios, y guarda casi todas las entrevistas que le han hecho en una agenda. Por suerte ya no hay días de esos en los que le ha tocado comer de pie. Porque Carlos San Juan, el hombre que creó la campaña de Soy mayor, no idiota a finales del año pasado, no ha declinado una sola entrevista en estos doce meses. Él, en realidad, tenía pensado un título más crudo que ese de Soy mayor, no idiota, pero en change.org, que saben mucho de campañas de impacto, le aconsejaron rebajarlo. A través de esta plataforma ha recibido más de seiscientas cincuenta mil firmas de apoyo, y, aunque casi olisquea el triunfo final, asegura que no se sentirá ganador hasta que se apruebe la ley.

Ya ha disfrutado de pequeñas victorias, como ir a una oficina bancaria y ver que los ancianos ya reciben un trato mucho más amable. O que han dejado a los cajeros en los supermercados de su barrio, Monteolivete, a donde llegó hecho un chaval para estudiar Medicina en la prestigiosa facultad de la Universitat de València. Luego se marchó a hacer la especialidad de Urología a Barcelona, donde aprendió y creció a la estela del doctor Puigvert. Pero volvió a València, porque sus padres habían hecho el esfuerzo de dejar atrás su hogar para estar cerca del primogénito y él no podía fallarles.

Gracias a ese gesto, empezó a trabajar en La Fe antigua y allí, en el quirófano, conoció a una jovencísima enfermera de la que se enamoró perdidamente. Esa enfermera era María José, su mujer, la madre de la hija que tuvieron juntos, Carola, y que, a su vez, les ha dado tres nietas con las que el prestigioso y ocupado doctor ha tenido la relación que no tuvo con su hija.

Carlos dice que está bien, pero da la sensación de estar fatigado. Secuelas de la covid. La víspera, por la noche, le estuvo entrevistando la televisión polaca, que se interesó por él tras escuchar el discurso que dio en Bruselas, en el Parlamento Europeo, el 8 de noviembre, cuando fue a recoger el premio a Ciudadano Europeo del Año, uno de los numerosos reconocimientos —cerca de la docena— que le han caído en 2022. «Aunque este marca un hito en mi vida», advierte.

Hoy está contento, porque Carlos Cuerpo, secretario general del Tesoro y Financiación, le ha mandado un wasap esa misma mañana para informarle de que se había aprobado la ley del defensor del usuario financiero y que ahora tenía que pasar por el Congreso. Pero no canta victoria porque dice que lo han dejado para 2023 y es año electoral…

Carlos San Juan se siente valenciano, pero él, en realidad, nació en Zamora hace sententa y nueve años. Su padre era de Moreruela de los Infanzones, un pueblecito cercano a Zamora, pero con una semana embarcó rumbo a Canarias porque el abuelo de Carlos era jefe de Correos y lo destinaron a Telde (Gran Canaria), donde ya nació su tío. Años después regresaron a Zamora, donde creció Carlos, un chiquillo con un marcado espíritu reivindicativo. «Mis padres siempre me recordaron que, desde pequeño, no me bastaba eso de que una cosa era así porque sí. Necesitaba una explicación. Fui buen estudiante, pero no me callaba cuando pensaba que merecía una nota mejor».

Otro rasgo de San Juan es su querencia a ayudar a los necesitados. Quizá por eso eligió Medicina. Primero en València y después, para hacer la especialidad, en Barcelona. «Allí estaba el centro de urología más puntero de Europa y, en aquel momento, del mundo. Me hicieron una prueba, la pasé, pero me dieron fecha un año después porque había gente por delante. Desgraciadamente, se produjo un accidente en el que faltaron personas que iban por delante de mí, y me llamaron para incorporarme en la Nochevieja de ese año (1966). Yo entonces tenía veintitrés años y era el único español que había en el centro. [Antonio] Puigvert en aquella época era una persona pionera en la urología mundial. Él recibía llamadas de El Pardo para operar al hermano de Franco; le he acompañado como residente en una consulta con Perón, María Callas o el marqués Ramón de Carranza, que era una persona muy peculiar porque no podía dormir y nos llamaba por la noche para jugar al ajedrez, cuando, en realidad, lo hacía porque se sentía solo. Una cosa que te enseña la medicina es que somos todos iguales. Y en la pandemia lo hemos visto: se morían los pobres y los multimillonarios. Nacemos desnudos y nos vamos desnudos». 

Este hombre pertenece a una generación que quedó muy mermada en la pandemia. Muchos amigos y compañeros no sobrevivieron al coronavirus y durante la conversación, en varias ocasiones, San Juan se refiere a alguien y luego añade «que en paz descanse». Son los españoles de la posguerra, los que sacaron este país adelante y que ahora sienten que molestan. Por eso, hoy que es un hombre conocido y con cierta mano en las altas esferas, eleva otras protestas, como que exista una señal de tráfico en la que se representa a los mayores con un par de siluetas ­—encorvadas, él con un bastón y ella con un vestido largo, con la falda hasta los tobillos— que considera humillantes.

La aparición del párkinson

Carlos nos pide ayuda para abrir el azúcar. Es verdad que tiene párkinson pero ninguno podemos con ese abrefácil y hemos acabado pidiéndole unas tijeras a la camarera. No le importa hablar de la enfermedad que le obligó a jubilarse antes de lo deseado: «Trabajé hasta los sesenta y cinco años y no seguí por el párkinson. Me costó mucho asumirlo porque llevaba ya cuatro años de profesor de clases prácticas en Medicina y pensaba que eso sí lo podía hacer a pesar del párkinson, pero ocurre que los propios compañeros están esperando promocionar y no les hace gracia que tú sigas. La Medicina es muy cruel porque no es corporativista y el de al lado está esperando a quitarte el sitio. Es un deseo legítimo, pero duele».

El doctor recibió el diagnóstico poco antes de cumplir los sesenta y cinco. Él ya llevaba un tiempo sintiendo un leve temblor, pero antes de hacer una cirugía complicada, se tomaba el Sumial (la marca comercial del Propranolol) y evitaba cualquier riesgo. «Es lo que se toman los tiradores de precisión para entrenar, porque te quita cualquier temblor. Yo lo tomaba y me iba bien, pero al final decidí consultar porque no estaba tranquilo. Fui a La Fe nueva, donde no me conocían, y me hicieron las pruebas y pensaron que era la ELA. Por eso, cuando me dijeron que era párkinson casi fue un alivio. Lo peor es que a los médicos no se nos puede engañar e, inmediatamente, ya sabemos lo que es. Lo encajé muy mal y me costó mucho adaptarme. Cogí el coche y me marché a Nàquera a dar paseos por el monte. A mí me gusta mucho caminar por la montaña. Íbamos en grupo y allí, de hecho, conocí a uno de mis mejores amigos, que se ha quedado ciego. También solía ir una o dos veces al año a Pirineos. Y, aun ahora, no descarto hacer, asistido, el Camino de Santiago».

A la enfermedad hay que sumarle el efecto psicológico. Si está rodeado de gente que no conoce, se siente especialmente torpe e incómodo. Algo parecido le pasa con el equilibrio. Carlos San Juan se ayuda de un bastón para caminar, pero no porque tenga mal los huesos o las articulaciones sino porque le da miedo desestabilizarse y sufrir una caída, pero cuenta, con un punto de ternura, que cuando sus nietas le tienden la mano, deja de necesitar el otro apoyo. «Viene mi nieta de ocho años, me dice "Tati, yo te cojo", y bajo las escaleras sin bastón». También le afecta a la vejiga. «Y eso, a mi edad, es un problema. Se lo he comentado al alcalde, Joan Ribó, porque en esta ciudad no hay lavabos públicos. Viajas a Bruselas, por ejemplo, y hay lavabos públicos, que te cuestan cincuenta céntimos, pero ya tienes una solución. Ahora tengo que plantearme mucho dónde voy. Pero, en general, yo no me siento viejo y lo llevo muy bien».

Gratos recuerdos 

Lejos quedan ya los años de aquel joven vigoroso que conoció la amistad y la lealtad en el servicio militar. Se nota que guarda un grato recuerdo de aquellos meses en el Regimiento de Infantería 20 de Guadalajara, y cómo los compañeros apreciaron que aquel médico se volcara en ayudar y formar a toda la compañía. «Estuve los tres meses de campamento y luego pasé al hospital. El día que juré bandera, se reunió mi compañía y, entre todos, me regalaron una pulsera de plata con mi nombre que todavía conservo. Les daba charlas de educación sexual en una época en la que era tabú. También les enseñaba a curarse las ampollas. El servicio militar entonces era muy útil. Vi a muchos analfabetos que salieron escribiendo a máquina o gente que se marchó con el carnet de camión. Vi también a pescadores de La Albufera que llegaban con alpargatas y se hacían muchas ampollas con las botas Segarra; entonces yo les ayudaba y ellos me lo agradecían. Tuvieron detalles muy bonitos conmigo. Una vez un alférez dijo que no lo había saludado y me mandó a la cocina a pelar patatas; empezó a saltar gente de mi compañía por las ventanas para ayudarme. Eso lo tengo grabado. Otra vez me arrestaron porque dijeron que el cetme no brillaba lo suficiente, y entraron todos a ayudarme a montarlo. Eso es un abrazo en el alma».

Luego, después de la mili, ya se volcó de pleno a la vida laboral. Primero, durante cinco años, en La Fe antigua —entonces no había otra— y después, tras sacarse la oposición para ejercer de jefe clínico, se marchó al Hospital Sanjurjo —hoy, Doctor Peset—, donde se convirtió en un incómodo jefe de servicio para sus superiores. «En mi etapa laboral es cuando he sido más reivindicativo. Esas imposiciones, que las he vivido, de tener que ver a un determinado número de pacientes en un tiempo, yo me he negado. Les pedía que me lo enviaran por escrito… Y, claro, nadie se atrevía a enviármelo».

En el Peset, por su especialidad, urólogo, conoció de cerca los problemas y las miserias de las personas mayores. Su vulnerabilidad, la soledad, el egoísmo. «Por eso siempre me ha gustado estar cerca de ellos. La soledad me ha impresionado mucho. He vivido escenas muy dramáticas, como ver a personas mayores que las habían dejado abandonadas en urgencias. O hacer que vendieran el piso a sus hijos antes de una intervención y, al darles de alta, no tenían dónde ir. Ahí me negaba a darles de alta hasta que recibían ayuda».

La vejez le impresionó, pero no le asustó. Aunque siempre ha tenido muy presente el recuerdo de su abuela. «Me abrió los ojos. Yo solo conocí a mi abuela Encarnación. Y antes, a mi bisabuela, que murió con ciento un años y tenía la granja donde nació mi padre, en Moreruela. Era la típica mujer castellana fortísima. Perdió un ojo porque se hizo un arañazo en la córnea con una hoja de higuera, se le infectó y, como no existía la penicilina, lo perdió. Tenía una fuerza de voluntad enorme. Pero no mantengo el recuerdo emocional que sí tuve con su hija, mi abuela. Mi madre sufrió una tuberculosis y yo pasé dos años con mi abuela. Entonces vi algo que era muy común entonces, pasar una temporada con cada hijo, y eso a ella la traumatizaba mucho. Yo era pequeño, pero me daba cuenta de que tenía pena cuando llegaba el cambio. Eran tiempos muy duros y tenías lo que tenías. Como un año que mi madre me dijo que no iban a venir los Reyes».

Algunas de esas anécdotas de niño las recordó durante el viaje a Bruselas, en el que le acompañó su hermana. Juntos rememoraron que su padre les hizo un aro para jugar en la calle, y que un año, en un taller de camiones, construyó un patinete que compartían los tres hermanos. Pero a aquel niño no se le escapó el sufrimiento de su abuela. Por eso ahora, décadas después, se enciende cuando ve lo de la atención médica por teléfono. «Durante mis años como urólogo noté que muchos pacientes necesitan verte, desahogarse, preguntarte las dudas que tienen. Por eso despierta toda mi furia la cita telefónica, la telemedicina. He tenido pacientes recién operados que nadie iba a verlos. Y los pobres se justificaban diciendo que sus hijos estaban trabajando, que estaban muy ocupados; cualquier cosa antes de reconocer que no tenían ganas de ir a verlos. Eso me enternecía mucho».

Cómo empezó todo

Una ira parecida le entró en una de sus visitas al banco. Allí, en diciembre de 2021, en un día de frío, vivió una escena dramática con una señora que no se aclaraba y, alrededor, la gente comenzó a increparla, a exigirle que se diera prisa, que volviera otro día con un nieto… «Yo mismo, hasta que apareció el contactless, iba muy temprano o muy tarde porque el temblor me lo ponía muy difícil. Las transferencias me las tiene que dejar preparadas mi hija. Y el bizum no me atrevo, porque hay un vacío legal y, como te equivoques, no tienes defensa. Me pone muy nervioso en el cajero la gente que espera detrás. Hace poco, grabaron en À Punt un reportaje en el que se hicieron pasar por una persona mayor en un cajero, y todo era: "Señora, si no sabe venga usted con su nieto", "llevo veinte minutos esperando…", "váyase a su casa y aprenda". Ese día empecé a teclear, no me salía bien, volví a intentarlo y el cajero se tragó la tarjeta. Estaba cerrado, pero llamé, abrieron con el pie puesto en la puerta, y me dijeron que a las tres y media, si tenían tiempo, y haciéndome un favor, ya verían si me podían sacar la tarjeta; si no, que volviera otro día. En ese momento, por la vulnerabilidad emocional, no supe ni responderles. Ni abrí la boca. Pero ya estaba harto de ver esas escenas dramáticas todos los días. O personas que le dan el pin a un joven para que le marque, a cambio de invitarle a desayunar o de cinco euros».

La impotencia en la puerta de la oficina se transformó en rabia al regresar a casa. Y ahí, en ese preciso instante, pensó en montar una campaña de protesta. Él ya conocía change.org, porque ha apoyado muchas causas, y el 3 de diciembre de 2021 entró en la plataforma y enarboló su bandera. En quince días pasó penosamente de las cien firmas. Casi todas eran de familiares y amigos a los que había convencido por teléfono. Pero llegó 2022 y al tercer día, el 3 de enero, recibió la llamada de María, de change.org, quien le informó de que le había gustado su causa y que iba a ayudarle en cuanto pasara la Navidad. 

Su soporte y su empuje dieron vuelo a su proyecto. Un día, recién levantado, sin previo aviso, llamaron a su puerta. Era una periodista de televisión acompañada de un cámara que quería hacerle una entrevista. Los recibió en bata. Y ya no paró. Eso sí, antes, harto de los insultos y el desprecio, del hate, decidió cerrar su cuenta de Twitter. «Al principio es que fue muy duro. Había gente que me llamaba el Quijote de Monteolivete o me decía: "abuelo, ¿dónde vas tú?" o "los bancos no son oenegés",...».

Pero su historia remontó y llegó a cientos de miles de personas. También a las altas instancias. Su quimera fue tomando cuerpo. Y hasta llegaron los premios. El primero de todos, a los quince días de iniciar la campaña, vino de Carboneras, un pequeño pueblo de la provincia de Almería que tuvo que mirar en el mapa dónde demonios estaba. Pero allí abunda la gente mayor y quedaron conmovidos por su lucha. Luego vinieron más: la Cruz de San Jorge, la ONCE, la distinción de la Generalitat, Ciudadano Europeo del año… «Me quedé anonadado. No me lo podía imaginar».

Está un poco cansado de esta vida tan intensa y dice que, en cuanto se apruebe la ley, saldrá de la escena pública y retomará su vida tranquila

Y el famoso viaje a Madrid, que no fue un premio, pero casi. Ese día tenía que hacer la entrega de las seiscientas mil firmas que había recogido a través de la plataforma en unos pocos meses. «Yo no quería ir, pero en change.org me convencieron de que tenía que ir yo con la caja simbólica, porque en realidad van todas las firmas en una memoria USB, y entregarla en el Ministerio y después en el Banco de España, pero la entrevista personal iba a ser con el secretario general del Tesoro, con quien mantengo una relación extraordinaria a pesar de que tiene un puesto altísimo y siempre le estaré muy agradecido. Me dijeron que la ministra no iba a poder estar. Yo me bajé del coche y, a la distancia, vi tanta gente que pensaba que había una manifestación…, pero resulta que eran los periodistas que estaban esperándome a mí. Me temblaban las piernas. Fue impresionante. Y, entre ese grupo de gente, apareció la ministra de repente y anunció el protocolo».

El año ha sido frenético. No han abundado los ratos muertos, esos en los que le gusta coger la sofisticada pluma estilográfica que se compró hace unos años y que le permite escribir gracias a que amortigua el temblor de su mano. Fue un hallazgo en un momento en el que, por culpa del párkinson, escribir era cada vez más complicado. Carlos se había comprado los Cuadernos Rubio y notó que le costaba. Así que se puso a buscar soluciones en Google. Y halló una cuchara antivibración, que no prosperó por falta de financiación, y la pluma Pilot Namiki, que se fabrica en Japón y te permite «regularla y apoyar muy fuerte».

No se queja, pero la enfermedad es un engorro que está demasiado presente en su vida. Y cada vez que va a Madrid o acude a alguna televisión, rehúsa todas las invitaciones a desayunar o a tomar simplemente un café por miedo a mancharse. Está un poco cansado de esta vida tan intensa que se ha buscado, pero dice que, en cuanto se apruebe la ley, saldrá de la escena pública y retomará su vida tranquila.

Él confía en que se apruebe la ley, pero, al menos, ya ha logrado pequeñas conquistas. Hace unos días, un señor lo reconoció y se le acercó. Después de saludarle efusivamente, le relató que un día fue a Ikea y que le obligaban a pasar por esas cajas sin personal en las que cada uno tiene que ir cobrándose cada producto. Pero el hombre, al ver que era muy complicado, se plantó y dijo en voz alta que se iba sin la compra. Un empleado le animó a que insistiera, que no era tan difícil, y el hombre, harto e indignado, le soltó: «Caballero, que yo soy mayor, pero no idiota». 

Lawerta se inspira en Bansky para retratar a Carlos San Juan

Jorge Lawerta siempre supo que quería dibujar —«de pequeño quería ser dibujante de Disney», dice—, así que guio sus pasos estudiando Bellas Artes. Sus inicios estuvieron vinculados al mundo de la publicidad —comenzó a trabajar como diseñador gráfico en la agencia CuldeSac— y luego se fue a Nueva York para trabajar como director de arte en GlobalWorks. Pero Lawerta no quería seguir en esa línea, quería dedicarse exclusivamente a la ilustración y lo apostó a todo o nada. Lo ha logrado pero ese bagaje le ha llevado a tener esa impronta tan personal y en la que la ilustración y el diseño gráfico van de la mano. Apasionado de la música y del fútbol —solo hay que recordar sus carteles o la gran lona del Valencia CF para la Copa del Rey—, utiliza ambos mundos como inspiración y hoy puede decir con orgullo que vive de la ilustración.  La constancia y su talento así lo han permitido, pero él, con humildad, dice: «He caído de pie, que he caído en gracia». 

Es cierto que Jorge Lawerta trabaja mucho con tipografía y lettering y que se le asocia mucho con el mundo del fútbol, pero los retratos y los primeros planos son una constante en su trabajo. 

Precisamente, el encargo de Plaza ha sido retratar a Carlos San Juan, elegido como la persona del año de 2022. «Siempre tuve la idea de retratar a San Juan como un antisistema por su capacidad de poner en jaque a los bancos, así que me vinieron a la mente los grafitis de Bansky». 

De esa idea y con el referente del Bansky combativo, explica, le vino la idea de representar a un activista desde la vertiente «gamberra», también apoyado porque «San Juan iba vestido de oscuro y con una boina».  De ahí que muestre al valenciano «quemando la cartilla, como ese elemento que le dio la banca antaño y ahora no le sirve para nada». En otras palabras: «peleando contra el sistema».

* Este artículo se publicó originalmente en el número 98 (diciembre 2022) de la revista Plaza

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