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en la muerte de alborch 

Carmen, hasta el último aliento

Foto: EVA MÁÑEZ
25/10/2018 - 

VALÈNCIA. El último mensaje de WhatsApp que Carmen Alborch le mandó hace apenas diez días a la escritora y directora general de Cultura de la Generalitat, Carmen Amoraga, fue para decirle que llegaba tarde a una reunión. Pero que iba. Un par de semanas antes de recibir la Alta Distinción de la Generalitat acudió a tres de los patronatos de los que formaba parte, entre ellos el del Teatro Real de Madrid, donde consta como patrona de honor. Sus amigos tuvieron que convencerla para que no realizara un viaje a Santander al que, como siempre, hubiera ido sola, a pesar del avanzado estado de su enfermedad. Porque ella era así: independiente, libre, infatigable y sin miedo.

“Era muy trabajadora, muy muy trabajadora”, comentaba a las puertas del Tanatorio de València su buen amigo Francis Montesinos, visiblemente afectado. “Y tenía un estilo”, recordaba con una sonrisa; “se ponía una camisa y ya estaba. Me acuerdo un día en el IVAM... Era única”, concluía sin poder terminar la frase. A su lado José Vicente Plaza asentía y recordaba con Antonio Losada la meticulosidad y laboriosidad de la incansable Carmen. Pura energía. “Su agenda, ¿te acuerdas de su agenda?”, apuntaba Plaza. Y Losada asentía.

La muerte de Carmen Alborch golpeó este miércoles al mundo de la cultura y la política, y muy especialmente en València, donde era tan querida, donde, como recordaban sus amigos, era apreciada por todos: “Gentes de derechas, de izquierdas, de todas las opiniones, todos querían a Carmen”, se decían unos a otros. 

Afuera, a las puertas del tanatorio, apostadas, todas las cadenas nacionales para conectar en directo con la edición nocturna de los informativos. Porque la muerte de Alborch tuvo su epicentro emocional en València, pero las réplicas se extendieron por toda España, con mensajes del presidente Pedro Sánchez o de la Casa Real, que envió un telegrama de condolencia a la familia.

Su alumno Juan Roig

Por allí se pudo ver al presidente de Mercadona, Juan Roig, quien fue alumno suyo cuando Alborch daba clases en la Facultad de Económicas. O a la directora general de la Fundació Per Amor a l’Art-Bombas Gens, Susana Lloret, quien no se fue hasta que pudo abrazarse con la hermana y la sobrina de Carmen. 

Representantes de la política municipal como los concejales Isa Lozano y Fernando Giner; culturales como el director de CulturArts, Abel Guarinos; compañeros de partido como el presidente de la Unión de Consumidores, Vicente Inglada, o la ex concejal socialista Carmina del Río; la lista se fue haciendo cada vez más larga y cada uno con su historia, su frase, su cariño hacia la ex ministra. Como atinadamente la describió en Madrid el ministro de Cultura, José Guirao, Alborch era “una amiga imposible de olvidar”.

Ya desde las primeras horas de este miércoles la capilla ardiente se convirtió en un espacio de peregrinación para amigos de largo aliento, como el artista Miquel Navarro o el ex presidente de la Generalitat Joan Lerma, quien permanecía en un discreto segundo plano, emocionado y confundido, como golpeado en su seno. 

Él y Ciprià Císcar fueron las primeras personas que confiaron políticamente en ella, quienes le dieron sus primeras responsabilidades institucionales sacándole de la Universitat de València, de su querida universidad donde llegó a ser la primera decana de la Facultad de Derecho. Y ella respondió a esa confianza convirtiéndose en una gestora modelo, primero en el IVAM y después en el Ministerio de Cultura, cuando le llamó Felipe González.

Funeral en la intimidad

La familia, que ha dispuesto un libro de condolencias en el Tanatorio Municipal de València, ha solicitado que el funeral sea en la más estricta intimidad. La ceremonia y cremación serán sólo para los familiares, pero han habilitado un espacio para visita pública entre las 10 de la mañana y las cinco de la tarde de este jueves, conscientes de la dimensión de Alborch, “una política de las que no quedan”, como se la describió en un momento de la tarde.

Las vivencias sobre Alborch se fueron sucediendo durante el inicio de la noche en el Tanatorio. En todas quedaba de manifiesto su alegría, referencia ineludible a la hora de hablar de ella, pero también su capacidad titánica de trabajo, como estuvo escribiendo hasta el último aliento, o hasta el último suspiro como habría dicho la propia Alborch citando a Luis Buñuel. “Leía, escribía, ya la conoces”, murmuraba Plaza en un aparte con un amigo.

Porque a pesar del cáncer, contra el que combatió durante dos años, ella jamás dio su brazo a torcer y siguió haciendo lo que más le apasionaba: trabajar. Era su forma de celebrar la vida. Y de eso precisamente trataba el libro inédito en el que estaba inmersa: de la alegría de vivir. Una obra que se unirá a sus anteriores ensayos sobre la condición femenina y la mujer, y que forman parte del legado de una vida dedicada a la Política y la Cultura, ambas con mayúsculas, como ella. “”Cada día estoy más convencida de que el profundo secreto de la alegría es la resistencia”, aseguraba el día que recibió la Medalla de la Universitat.

Una alegría de vivir que transmitía a las más pequeñas cosas, y que le hacía disfrutar desde un café tomado en un bar de Benimaclet tras participar en unas primarias como militante de base, a una presentación de una película española en un cine de València, o una exposición en una pequeña galería. Aunque a ella simplemente pasear por la calle ya le alegraba. Siempre tenía un momento para saludar, un instante para hablar, para debatir, para confrontar ideas, para su otra pasión: la tertulia.

La Alta Distinción, una alegría

Su aparente buen estado, un espejismo producido por su vitalidad, había hecho que incluso quienes la conocían y trataban no fueran conscientes de cómo el tiempo se le iba agotando. Sólo los más cercanos eran sabedores de la realidad, de la batalla que ha sido cada día de estos últimos años. Hasta que punto, como Sísifo, cada semana levantaba la piedra de la vida y subía la cuesta de la montaña. “El miércoles ya estaba bien”, recordaban.

Fue al poco de la entrega de la Alta Distinción de la Generalitat, una de las mayores alegrías de su vida, que su llama se fue apagando y el inexorable final se fue aproximando. Adiós que no por esperado dejó de ser doloroso para quienes tanto la apreciaban, para quienes tuvieron la suerte de vivir y trabajar con ella. La dicha que emanaba de su resuelta personalidad, su simpatía, su capacidad de escuchar al que no opinaba como ella y debatir, aprender, enseñar, fueron virtudes que ensalzaban muchos de ellos en privado, en pequeños corros. 

Nacida en Castelló de Rugat en 1947, a punto de cumplir 71 años, su figura humana fue ensalzada tanto como su feminismo. Recordaban sus amigos, fue una adelantada a su tiempo y se atrevió a romper todos los techos de cristal. Una dimensión, la de la lucha de la igualdad, que la convirtió en una abanderada para una generación de españolas y de españoles.

No es de extrañar pues que para muchos la mejor imagen que podría definir a la ex ministra socialista fuera la de la geganta que recorrió las calles de València durante las Fallas de 2007. La imagen, creada por Manolo Martín y vestida por su querido Montesinos, era el icono de referencia y fue circulando por grupos de WhatsApp y redes como una invocación. Newton escribió: “Si he visto más lejos es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes”. Parafraseándole se podría decir que mucho de lo que se ha conseguido en igualdad y paridad hoy en España se debe a personas como Alborch: gegantas. Estamos sobre sus hombros.

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