La provincia de Castellón ha sido siempre la hermana pobre de la Comunitat Valenciana. La más humilde y la más desconocida, y por eso la más virgen e inexplorada
En gastronomía, hasta hace pocos años, la oferta se limitaba a «comer un arrocito a Castellón» y a un producto que se presentaba rústico y sin matices: alcachofas, trufa, queso, langostinos o cítricos. Pero la renovación ya ha empezado y este ‘Teruel existe’ del Mediterráneo tiene bastante que decir
A mi bisabuela le dieron las tierras de la costa. Las que no eran productivas, las menos fértiles. A los varones les tocaron las del interior, los olivos y los almendros, las rentables, que para eso eran hombres. Menos a uno, que se hizo poeta y le perdieron la pista en Barcelona. Ella dejó el pueblo y se fue a servir a una casa a València con catorce años, ellos se quedaron a trabajar el campo. La bisabuela Teresa se casó e hizo su vida en la ciudad, pero cada vez que volvía al Bajo Maestrazgo se le inundaban los ojos al divisar el campanario y suspiraba «Alcalá del meu amor». Aquellas tierras baldías muy cerca de la Sierra de Irta hoy no tienen precio. Es mi Rosebud, mi Shangri-La, un El Dorado que encierra algo mucho más valioso que el oro. El mar, las higueras, el bullicio y la familia en verano, el silencio y la soledad fuera de temporada. Desde esa casa donde una vez durmió el caballo con el que araban, y la necesidad de recuperar las raíces que irremediablemente olvidamos, empieza el recorrido por los restaurantes de un Castellón desconocido, mi Castellón, que es sobre todo el del norte y que me devuelve en cada cucharada algo de mis orígenes.
Al primer restaurante llego dando un paseo. Es Can Roig, en Alcossebre, una casa junto al mar donde me tomé uno de los mejores arroces que he probado nunca, un arroz de algas y carabineros. La primera vez que lo pedimos fue soberbio. Volvimos dos veces más a lo largo del verano en busca de aquel sabor, pero ya no fue lo mismo. A Can Roig mi familia iba a celebrar bodas, comuniones y festejos. Ahora no necesito excusa. Voy sin más cuando quiero comer buen pescado o tomarme una fideuà. En la localidad hay otro sitio indispensable, el bar de siempre, la plaza de un pueblo sin plaza, La Maya. Desde 1884 reza en el toldo de su terraza. El sitio más animado de Alcossebre, frecuentado por locales y turistas, donde tomarte un barril de cerveza bien tirado acompañado de unas sardinas o unas clotxinas mientras dejas que el azul del Mediterráneo te deslumbre. Siguiendo el paseo, subiendo cuando llegas al puerto, está Atalaya, un restaurante que empezó a despegar este pasado verano. Lo llevan Alejandra y Emanuel, una joven pareja que se conoció trabajando en la cocina de Martín Berasategui y tuvieron el arrojo de venirse a este lugar de veraneo para montar su negocio. Atalaya parte de la tradición y el producto pero se va decantando hacia la vanguardia. Quedan cosas por pulir, pero si siguen por esa línea, les auguro un bonito futuro.
Hacia las estrellas Michelin
Sigo hacia el norte, en busca de dos de los productos más preciados de la zona: la alcachofa de Benicarló y el langostino de Vinaròs. En el camino descubro dos especies de marisco desconocidas que me llenan el paladar de yodo y me dejan una impresión tan honda como la primera vez que probé una ostra. Son les espardenyes y les caixetes. Las primeras las pruebo en Casa Jaime (Peñíscola); es uno de los ingredientes de su popular arroz Calabuch, llamado así por la película que García Berlanga rodó en la localidad —es una delicia— mucho antes de París-Tombuctú. El cineasta era un asiduo de Casa Jaime. Continúo unos kilómetros hasta llegar a Benicarló, primero paro en Chuanet, otro de esos santuarios del arroz y el producto marinero. Lugar de peregrinaje para todos aquellos a los que les guste comer bien. Políticos, actores y cocineros de renombre han pasado por allí. Recuerdo las almejas que comimos. La perfección se esconde en los sitios más insospechados.
Me alejo de la primera línea de playa, sin abandonar la localidad. Antes paso por Raúl Resino restaurante. Un chef al que le tengo muchas ganas y cuya cocina me enamora enseguida. Pescados de lonja y mariscos frescos son la base del menú. No hay carne en su propuesta. Todo lo que utiliza es producto de proximidad; no entiende la cocina de otra forma y se agradece. Allí pruebo les caixetes, un molusco de color rosado de la zona norte de Castellón y sur de Tarragona. Su sabor encierra la esencia del Mediterráneo, el lado más primitivo y salvaje de nuestro mar. Encuentro algunos platos redondos y un postre memorable a base de cítricos, que también habla de la tierra en la que nos encontramos. La estrella Michelin que ganó en 2017, la primera de este restaurante y la segunda otorgada en la provincia, es merecida. Le falta un local bonito que mire al mar. Todo se andará.
El pionero en conseguir la primera estrella para Castellón fue Miguel Barrera en Cal Paradís (Vall d’Alba). Producto local que se pone al servicio de la creatividad: tomate de penjar, sardina de bota, cordero del Maestrazgo y la responsabilidad de haber abierto la senda de la vanguardia en Castellón. Compartiendo producto local de alta calidad se encuentra muy cerca de allí Mas de Roures (Benlloch), una casa de comidas familiar donde mandan las brasas y la forma en que se cocinaba antes. Sus alcachofas son insuperables. Adentrándonos hacia el interior, en ese precioso pueblo llamado Morella, las opciones se amplían. Si uno se decanta por la tradición tiene que ir a Casa Roque; si prefiere dejarse sorprender por la reinterpretación de los clásicos como l’olleta o las croquetas morellanas, su sitio es Daluan.
En Castellón capital hay un par de cocineros a los que hay que seguir la pista. Uno es Adrián Merenciano, cocinero y socio del restaurante Flote; el otro es Pedro Salas, jefe de cocina del restaurante Aqua del Hotel Luz. El primero es autodidacta, el segundo ha seguido los cauces habituales. Los dos son jóvenes, valientes, y tienen una visión de la gastronomía que tiene mucho que decir en Castellón, una plaza nada sencilla si te sales del redil. Ellos, igual que Miguel, Raúl o Avelino son los que de verdad empiezan a poner en el mapa a un Castellón que hasta hace poco era gastronómicamente invisible. Lo que no ha conseguido un aeropuerto lo hacen estos cocineros y muchos otros profesionales de la hostelería con su trabajo. A ese Castellón, todavía virgen para guías y gourmets despistados, le queda un largo camino por explotar. Yo seré testigo (ya lo estoy siendo) desde una torre vigía privilegiada, las tierras de la bisabuela Teresa, que por ser mujer heredó unos campos que no valían nada y que ahora son el paraíso.
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