No es nada fácil que un teatro privado cumpla cien años de existencia. Y menos aún que lo haga convertido en espacio de referencia social y con uno de los mayores índices de ocupación de todo el país. Es lo que ha conseguido el Olympia. Su secreto: pasión entre bambalinas
VALENCIA. Un teatro debería existir para siempre. Como sobreviven aquellos que los romanos esculpieron en montañas y hasta reconstruimos siglos después con batallas político judiciales incluidas y mayor o menor fortuna en cuanto a rentabilidad social debido a su estigma judicial. Un teatro en Sagunt, por otro lado, inacabado en su totalidad debido a las circunstancias históricas.
Algo así como la olvidada y fracasada Nave de Altos Hornos. En ella nos gastamos muchos millones -aún debemos demasiados- que no sirvieron para nada, salvo para llenar algunos bolsillos aventajados en nombre de las Artes Escénicas y dejar de lado aquello para lo que fue supuestamente “creada” en su día la denominada Ciudad del Teatro, el “paradigma mundial”. Terminó en cierta estafa social y cultural. Triste herencia.
Al menos, el teatro como tal lo es desde hace muchos siglos, siglos y siglos. Nunca muere, aunque siempre esté en crisis. Es permanente. Irreal en su fondo, que es lo importante, porque nos transporta a una realidad soñada. Sólo que no da para tanto, ni tampoco los espectadores son siempre fieles y hasta se les levanta de las butacas con desinterés formal o resulte cada vez más complicado acercar a las nuevas generaciones, aunque con imaginación y menos ortodoxia funcionarial se vayan alcanzado algunos objetivos.
El teatro también es forma y fuente de vida para aquellos que se dedican a él y no lo consideran simple negocio. Por ello nunca muere. Sin embargo, las estadísticas y los estudios actuales sobre el sector son tan crudos que dan ganas de salir corriendo. Luego, es mucha la pasión necesaria. Lo ha sido, lo continúa siendo. Por suerte, mientras sobrevivan idealistas y empresarios que lo vivan y transmitan de esta manera, no morirá.
Un centenario da para mucho. Una fiesta de conmemoración, para mucho más, aunque en ella te encuentres o se encuentre, incluido yo mismo, de todo. Estos acontecimientos dan juego, alegrías e incluso decepciones, pero al mismo tiempo significan reencuentros.
El Teatro Olympia celebró este lunes sus primeros cien años. Menuda cifra. Y en su fiesta había caras tradicionales, seminuevas o muy nuevas, pero animadas e implicadas con lo privado desde su propio sector, o desde lo público. Está bien empezar a generar sinergias interesantes e interpretar realidades al margen de intereses personalistas o políticos que en su día sumieron a la profesión durante lustros en una especie de pozo de la desilusión salvada sólo por el tesón, la profesionalidad y la dedicación de la que hablábamos.
Así que allí fuimos. Realmente los que han hecho o hacen por el teatro y creen en él en todas sus formas: interesada, desinteresada y bohemia. Pero está bien poner sobre la mesa todo tipo de inquietudes. Es el tiempo y las circunstancias quienes criban y espantan debilidades extremas o hipócritas, que también existen a capazos y sobran. Por cierto, tenemos un ballet en quiebra que hay que desempolvar a la carrera o darle una solución urgente y decidida.
Caras conocidas, amigos y amigos de los enemigos, esos que también golpean con el espolón y no suelen aún aceptar la crítica sutil, libre y edificante porque creen que el poder es sólo poder. Y eso que no hablamos de las batallas históricas y encierros en hoteles frente a gobiernos de izquierda y derecha por intentar normalizar una realidad al margen de intereses de partido sino de profesión y de reactivación social y cultural. Hay que mover la profesión. No la que exige economía directa sino la física, personal y, sobre todo, emocional.
Existen todavía aspectos endogámicos a analizar y controlar, pero sobre todo es necesario un discurso unitario y recuperar la misma pasión que el Olympia o su equipo pone cada día para que su teatro funcione como lo hace. Y también se necesita empuje y abrir las puertas de par en par a las nuevas generaciones que se consideran todavía aisladas.
No sé si todavía somos conscientes, en este proceso de reconstrucción global, que tenemos aprobada una Ley que proponía hasta un Teatro Nacional. Todo lo que en ella se desarrollaba nunca se materializó. El teatro es vida. No debería de ser burocracia y menos política, si realmente se cree en él. Menos aún ley.
Valencia fue en su día cuna de las bambalinas, Lo viví como adolescente gracias a una familia sensibilizada con la cultura. Por ello continúo unido a él como espectador. Mi generación sí fue sensible ante una tradición que cuesta inculcar en la actualidad debido al vértigo del tiempo. Pero es más que necesario.
Fuimos ciudad de teatro en su momento, pero nunca del teatro. También lo fuimos de especulación, derroche, comisiones y fiestas que nadie aún ha sabido analizar o explicar en profundidad. La ciudad de teatro sobrevive. Por ello está vivo en esta parcela que pertenece a la esfera privada pero ofrece un servicio público. No como aquellas decenas de escenarios de antaño que sucumbieron a los cambios de modelo social y pasaron a ser cines y hoy albergan desde centros comerciales hasta tiendas de cosmética, supermercados e incluso son simples solares.
Presencia y protagonismo cultural es lo que ha logrado la familia Fayos. ¿Saben por qué? Porque creen en el teatro y la sociedad a la que se dirigen. Por eso lo celebré junto a muchos profesionales de la escena la noche del 14 de noviembre de 2016. Y lo pasé muy bien reencontrando amigos sinceros y también algunas “pseudoactuaciones” terribles. Lástima que frente a este abrumador y modesto peso social, económico y de transformación ideológica las hemerotecas vayan quedando en el olvido. Aquí dejo la mía. Con el telón subido. La memoria de un tiempo añorado. Por suerte queda tiempo para recuperarla. Así que, vivamos y observemos el teatro. Aunque sea engaño pasajero a la imaginación, mera ilusión quimérica, tragedia o nos haga reír y permita evadirnos de nuestra cruda realidad durante un breve espacio de tiempo. Por eso es teatro.
¡Felicidades, Olympia!