Formado en filología, Felber ha formulado una teoría económica con la que ha ido creciendo en prestigio, a la par que lo hacían sus polémicas. Expulsado de la escuela de negocios de Viena, encuentra fuera más apoyo a sus ideas.
VALÈNCIA.- Christian Felber (Salzburgo, 1972) ha venido a hablar de su nuevo libro, Por un comercio mundial ético. El debate no es entre libre mercado y proteccionismo, sino entre comercio ético y no ético. Desde 2010, en que sentó las bases de una nueva teoría económica con la publicación de La Economía del Bien Común (Die Gemeinwohl-Ökonomie – Das Wirtschaftsmodell der Zukunft), un intento de sustituir el paradigma del crecimiento basado en la competencia por el de la cooperación, su figura ha ido creciendo en prestigio internacional, en proporción a la polémica generada.
La Universitat de València (UV) ha creado una Cátedra del Bien Común, en su Facultat d’Economia, para desarrollar sus teorías. El fundamento principal de la Economía del Bien Común (EBC) es sustituir el paradigma del crecimiento basado en la competencia, por el de la cooperación.
—¿La EBC es un intento de devolver la disciplina económica a las humanidades, y arrebatársela a la teoría matemática?
—Devolverla a la Humanidad… desde los científicos que la tienen cautiva. Científicos que, en teoría, deberían ser los cuidadores de la economía. Pero resulta que lo que ha ocurrido es que los economistas, en su mayoría, son lo contrario de lo que la palabra economía en su sentido griego originario significa. Según la clasificación de Aristóteles, cuando el dinero pasa de ser un medio a ser un fin en sí mismo, la economía deja de serlo para convertirse en otra cosa: en lo que él denominaba crematística, y ahora llamamos capitalismo.
Aquellos economistas que priorizan los resultados financieros sobre los éticos y el bien común, según esta definición, no son economistas, sino crematísticos. Y mientras la corriente principal económica sea crematística y no economista, será necesario «quitársela de las manos». O pasársela a otros científicos que sí son economistas de verdad, que hagan honor a ese título, o bien a los ciudadanos en general. Es una buena idea que no haya una brecha entre la ciencia y el resto de la humanidad, sino que haya una estrecha relación.
—Nos encontramos en la Facultat d’Economia de la Universitat de València. El paradigma que impera en la mayoría de las facultades es el de la economía liberal. ¿Cómo se recibe entre este colectivo una propuesta de alguien que no tiene formación académica como economista?
—Pues tenemos un panorama de lo más variopinto. Tenemos desde la creación de una Cátedra, la primera en el mundo (la Cátedra de Economía del Bien Común [CATEBC] de la Universitat de València y la Direcció General d’Economia, Emprenedoria i Cooperativisme de la Conselleria de Economia Sostenible, Sectors productius, Comerç i Treball de la Generalitat Valenciana), hasta, en el extremo totalmente opuesto, la finalización de mis clases en la Escuela de Economía y Negocios de Viena, después de diez años de enseñanza, a causa de la iniciativa de 140 economistas austriacos, que han pedido a la ministra de Educación que me borren de un libro de texto, en el que figuraba entre John Maynard Keynes, Friedrich Hayek y Karl Marx. Tanto les picaba que, de repente, se pusieron de acuerdo. Y lo que pedían era espeluznante, demandaban a la ministra que prohibieran el uso del libro. Eso es censura. Porque además fue un apriorismo. Si se hubieran molestado en preguntar a los autores del libro cuáles habían sido los criterios de inclusión... pero no lo hicieron. Yo sí, porque estaba igual de sorprendido que ellos, y la respuesta de los autores de este libro de Geografía para secundaria —ni siquiera es un libro de Ciencia Económica— es que los suyos eran criterios didácticos y lo que pretendían era mostrar la multiperspectividad y la controversia. Yo estaba, en tanto que opinaba distinto que la corriente principal y aportaba una perspectiva diferente. ¡Por un gráfico en un libro de 250 páginas!
—Pero les han hecho caso y han conseguido lo que pretendían.
—Han conseguido que mi sucesor sea Amartya Sen, algo de lo que me siento sumamente orgulloso, y que al mismo tiempo supone una respuesta de lo más humorística. [El economista bengalí Amartya Sen, Premio en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel en 1998, es un conocido teórico de la economía del desarrollo y activista defensor de la economía del bienestar y superar los mecanismos subyacentes a la pobreza].
—Algunas de las mayores críticas a la EBC se centran en su aplicabilidad. Hay modelos matemáticos que intentan demostrar su sentido utópico, incluso demagógico.
— Pues la realidad es que ya la estamos aplicando. La falsabilidad de esas críticas se encuentra en la práctica. Cada vez más empresas, municipios y gobiernos regionales están haciendo su balance del bien común, y no solo el balance, sino todo el conjunto de prácticas de bien común, en el sector privado y en el público. La tercera semana de febrero nos reunimos a debatir sobre las estrategias en el ámbito de la ciencia, porque ya tenemos 120 científicos colaborando, tan solo en Alemania-Austria, en la divulgación de las tesis de la EBC. El Banco para el Bien Común ha desarrollado el Examen del Bien Común, que a mis ojos es tan importante como el Balance, porque aplica la misma ética a las inversiones y a los proyectos.
«El bien común existe como buen vivir en América Latina, como ubuntu en África, o como bien común en Europa, pero significa lo mismo en todas las culturas»
La implementación pragmática del mercado mundial ético se puede empezar con una muestra de países; de hecho, los tratados internacionales suelen empezar con treinta, cuarenta o cincuenta participantes: la OMC empezó con 67 países y ahora son 180. El mercado mundial ético se considera un bien público que no es incondicional, sino que las empresas que quieran participar deben presentar su balance —cuanto mejor, más libre el comercio; cuanto peor, menos libre— para invertir esa perversa relación de precios y que las empresas que cumplen con estos valores puedan ser más competitivas, presentando precios mejores que las que no cumplen.
—Tú eres filólogo y politólogo, el actual titular de la Conselleria de Economia de la Generalitat, Rafa Climent, es filólogo también, profesor de griego, concretamente. ¿No es gratuito volver al origen de las palabras como estrategia? Algunas de ellas han perdido peso, y parece que los discursos positivos tienen menos peso que los negativos, que los discursos del miedo. ¿Ese ‘buenrollismo’ no es un hándicap para la EBC?
—Pues no conozco estadísticas al respecto, pero sí sé que los miedos en la población son uno de los indicadores de descenso en la calidad de vida. No me constan estudios empíricos sobre si los discursos preponderantes se sirven de conceptos positivos o negativos, pero en mi caso, de manera consciente, únicamente hago propuestas positivas: el comercio ético mundial, el banco del bien común, la ecomonía del bien común o la democracia soberana. Intento utilizar los mejores valores, la dignidad, la ética… y tengo mucho éxito.
—¿Y las ambigüedades?
—Bien, sí, debo decir que hay un caso. La ortodoxia se sirve de la palabra libertad. Una palabra sumamente positiva, por lo que algunos están teniendo mucho éxito parapetándose tras ella. Pero su uso por la ortodoxia del libre comercio ha pervertido totalmente la palabra libre. Se trata de un abuso profundo del concepto de libertad. Porque, ¿cómo definiríamos un libre comercio que permite que unos productos que en su fabricación violan los derechos humanos, no respetan los derechos del trabajador, destrozan el medio ambiente, corrompen el gobierno y disparan la desigualdad entren en los mercados mundiales en igualdad de condiciones que las empresas más responsables, éticas y sostenibles, las cuales, a pesar de cumplir con los valores fundamentales de las sociedades democráticas, tienen costes más altos, precios más altos y una desventaja competitiva por «lo libre» del comercio? Esto es una perversión.
—¿Pero esa propia dinámica no lleva a que esta propuesta ética pueda ser vista como un eurocentrismo fundamentado en valores de las sociedades ‘bienestantes’, en detrimento del crecimiento de sociedades con otros valores, casualmente identificadas con eso que se ha dado en llamar países en vías de desarrollo, una culpabilización de la víctima?
—No, no estoy de acuerdo. En primer lugar, la Unión Europea está obligada a proteger los valores constitucionales tanto de sus países miembros como del Tratado de la Unión Europea, y tiene que pedir a las empresas que quieren entrar en el mercado europeo que cumplan con estos valores. Y segundo, el eurocentrismo es la imposición de valores europeos y estadounidenses que no gozan de una mayoría democrática: el libre comercio, la libre circulación de capitales, la protección de las inversiones extranjeras o la protección de la propiedad intelectual; todo esto se ha impuesto a los 177 miembros de la Organización Mundial del Comercio (OMC), sin que goce de una mayoría democrática aquí, ni mucho menos en los países a los que se les ha impuesto. Esto sí es etnocentrismo.
Nosotros no decimos que el comercio ético tenga que globalizarse, en absoluto. Decimos que si la UE tiene que proteger sus valores fundamentales, si las empresas europeas que producen en China, por ejemplo, causan daños allí, no pueden volver a acceder al mercado europeo. De la misma manera, todos los demás países tendrían la misma libertad para que si los europeos no cumplieran con los valores de China, en el caso de ser estos diferentes, puedan protegerse de ellos. O en Chile, o en cualquier otro lugar. La propuesta no es que todo el mundo comparta los mismos valores.
«Los campeones mundiales de las exportaciones de hoy fueron, durante su evolución, campeones mundiales del proteccionismo»
Y para finalizar, según los estudios científicos sobre valores, parece ser que sí, que todas las culturas, que todas las sociedades, comparten unos mismos valores fundamentales, solo que el gobierno chino, por ejemplo, está violando las preferencias éticas de los propios chinos, y algunos otros gobiernos no las están respetando en grado suficiente. Son los ciudadanos de China, Chile o la Unión Europea los que tienen que decidir democráticamente sus preferencias éticas, y si coinciden, podrán comerciar entre ellos. Estoy convencido de que si los ciudadanos de los distintos países pudieran diseñar las reglas para el comercio internacional, coincidirían en un diseño ético, sin priorizar los fines sobre los medios, y con otros objetivos: los derechos humanos, la protección del clima, la diversidad cultural o la cohesión social.
—¿Y quién sería el regulador de todo eso, si tenemos un problema con la democracia representativa, con la corrupción, las puertas giratorias…?
—Pues no es tan utópico. La misma Historia nos demuestra que ya pasó, a nivel de los estados nacionales. En Estados Unidos, por ejemplo, en la fase inicial del capitalismo, se crearon grandes monopolios y oligopolios, y a finales del siglo XIX, se descuartizaron. Así es que tenemos la experiencia, a nivel nacional, no global, de que las empresas demasiado grandes se pueden dividir. Y creo que se está creando la conciencia de que el poder sobreconcentrado está poniendo en peligro tanto la libertad, como la democracia y los mercados. Los ciudadanos deben reclamar la soberanía, como principio nuclear de la democracia.
—¿No se ha hecho eso ya desde las democracias representativas?
—No; a través de las democracias representativas estamos delegando la voz en otros, y esto es solo un primer escalón de la democracia. En Austria tenemos democracia desde hace apenas cien años; en España es aún más reciente, todavía nos queda camino que recorrer.
—Pero los paradigmas de la democracia, Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, son también los adalides de la globalización liberal.
—Son democracias más antiguas, pero no han sido globalizadas, y ahora reconocen que dentro de la globalización, el gobierno estadounidense no está representando las preferencias de su propia población. Si les preguntas a los ciudadanos estadounidenses, seguro que mayoritariamente apoyarían los derechos humanos, pero su gobierno no ha ratificado el Segundo Convenio de los Derechos Humanos. O las normas de la Organización Internacional del Trabajo, donde solo ha ratificado dos de ocho. O la protección del clima. El segundo escalón es que la democracia indirecta se enriquezca con elementos de la democracia directa. La democracia soberana no reemplaza a la indirecta, sino que la enriquece, dividiendo los poderes un poco más. Tenemos parlamento, gobierno y tribunales, eso está bien, no se toca, pero se amplía añadiendo un cuarto poder, el poder constitutivo. Aquellos que escriben la constitución deben ser otros, diferentes de aquellos a los que la constitución confiere poder.
—No hay nada nuevo bajo el sol…
—Claro, todo ya estaba aquí, desde Aristóteles. El valor del bien común es universal, está en todas las culturas, y se refleja en sus constituciones. La Constitución Española dice «toda la riqueza del país está supeditada al interés general». De la misma manera que pasamos del patriarcado a la creciente igualdad, de las dictaduras y monarquías absolutas a la democracia, que estamos superando cada vez más el racismo, vamos a superar el capitalismo y caminar hacia una economía del bien común.
* Esta entrevista se publicó originalmente en el número 14 de la edición de Alicante de la revista Plaza