VALÈNCIA. Las buenas lecturas, eso que convenimos en llamar literatura, tienen que ser como un golpe certero en el plexo solar según algunos, un ataque a la boca del estómago, una deliciosa puñalada nosedónde o algo así decía un afamado columnista al que no tiene por qué faltarle razón: leer puede doler y eso, si el dolor es un dolor propio de la carga de profundidad y no una migraña del talento o del estilo, es bien cierto, porque leer es un pasatiempo pero cada uno pasa el tiempo como más le place, y no vamos a descubrir ahora el gozo del dolor, porque ya está muy manido, pero podemos recordarlo, y al César lo que es del César, que lo que pica no solo cura, sino que nos hace disfrutar, claro que sí. Lo que pasa es que en materia de dolores y de placer cada maestrillo tiene su librillo, ergo hay tantos dolores como doloridos y tantas lecturas que escuecen como lectores dispuestos a salirse de la rutina y apostar por la fricción, por la erosión, por las desgarraduras. Es posible que hayamos encasillado el dolor -y el placer- que queremos que nos inflijan los autores y las autoras que nos acompañan desde la mesita -hay mucho material disponible en las librerías como para tener una mesita depilada por completo de libros-; es posible que el canon diga que el dolor bueno es solo de un tipo, un tipo que nos cuenta, por ejemplo, su sufrimiento puertas para adentro de su cráneo que alberga un cerebro deshidratado. Por aquí nos gustan esos tipos, sin duda. Puede que hasta nosotros seamos ese tipo de tipo varias veces a la semana, puede también que no. Hay mucho de ese tipo de tipos en las listas de lecturas obligatorias para las ferias del libro, para el verano, para las navidades o las pascuas. Ese dolor se lee con frecuencia. Es un dolor que provoca disfrute intelectual.
Por supuesto algunos de los autores que más placer intelectual han dejado a las generaciones han sido gente a quien le ha dolido la vida desde un plano más abisal, gente que ha narrado un día a día universal y por ello han trascendido con todas las de la ley. Hoy Alemania le ha declarado la guerra a Rusia, por la tarde natación. Pero no estamos aquí, en este artículo, para hablar de todo ese placer mental que nos proporciona leer sobre el gran dolor que es vivir, hoy vamos a hablar de un dolor y un placer distinto, el placer que nos asalta, por ejemplo, al romper la barrera que existe entre lo que se escribe en un territorio y se lee en otro: por estas latitudes levantinas acostumbramos a leer lo que acostumbramos a leer, y en Galicia, en las antípodas oceánicas, leen mucho de lo que leen que es parecido a lo que nosotros leemos -Madrid, por ejemplo-, y pocas veces se establecen puentes entre lo que se escribe en Galicia y se publica en un sello independiente -uno de esos que vuelan por debajo del radar de las listas por cuestiones generalmente de presupuesto-, y lo que se lee en Valencia. Un placer que nace de unas páginas en las que un tropiezo en el supermercado con un libro y su portador deriva en un calor que arrastra hasta los baños de un Gadis que en el Mediterráneo no tenemos pero que se puede asemejar bastante en nuestras fantasías sexuales a los servicios para clientes de un Mercadona de barrio -no uno de esos masivos que hay en Ibiza, por ejemplo-, o si uno es lo suficientemente perverso, de un extinto Spar.
Follo luego existo, Coito ergo sum es lo que pone en la portada de la novela verde de cubiertas de María von Touceda (Santiago de Compostela, 1979) que publica La Marca Negra Ediciones y que es el vivo ejemplo de que la literatura puede ser tan excitante -mucho más, de hecho- que una foto o un vídeo, la prueba de que una historia puede ponernos más tensos de lo que alguien que lee a nuestro lado sin saber qué leemos podría esperar: el ya citado baño del Gadis o un frenesí entre los miembros ya fuera de sus roles mezquinos de una pareja rota que en esto de elegir quién se queda qué acaban materializando unas pasiones que ni siquiera recordaban o que nunca habían existido, y que de pronto se vuelven animalidad simiesca, marcas en la frente del gotelé que contaba María Bastarós en su Historia de España contada a las niñas, sodomía bestial ocasional muy deseada, muy completa, muy para el recuerdo como rúbrica espléndida a un final de relación lleno de sinsabores. Una maravilla de pasaje doloroso y placentero que solo es parte del principio, porque toda la novela de la gallega residente en la sensacional Cantabria está salpicada de episodios que nos rozan justo ahí donde nos gusta, y siguen haciéndolo, y parece que nos estén tocando más que rozando y uno quiere volver a hacer el Camino de Santiago que hizo con los jesuitas cuando estaba en el instituto solo para comprobar si es cierto que la rutina de las etapas te ponen tan en forma como para satisfacer a una compostelana ardiente como si uno fuese un dios nórdico, porque en aquel Camino había mucha excitación adolescente pero al llegar allá tan al norte, churrasco algo de alcohol y poco más: el Santiago que escribe María con Touceda es un Santiago de Compostela lleno de rincones en los que uno quiere caer de pronto bien high para ver si hay suerte y el libro que lleva en la mano acaba haciéndole salir de la oscuridad junto a un contenedor a la luz de las farolas con un cigarro en la mano murmurando esa cita yungbeefiana que dice que “las bitches no son bitches, solo quieren ser felices”.