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TRIBUNO LIBRE / OPINIÓN

Cómo destrozar las posibilidades de alquilar

1/03/2021 - 

Los dos partidos políticos que integran el Gobierno de España (y algunos de sus respectivos tifosi) andan enzarzados últimamente en la discusión de si hay que regular o no dichos precios a fin de hacer la vivienda más accesible para un amplio sector de la población. En Unidas Podemos son partidarias de limitarlos, fijando un tope máximo inferior al precio de mercado, mientras que en el PSOE parecen decantarse solo por instrumentos de intervención pública, como los incentivos fiscales o la promoción de vivienda protegida, que tienden a estimular la oferta.

Los procesos de elaboración de las políticas públicas dejan mucho que desear. Antes de aprobar cualquier proyecto normativo, el Gobierno, además de escuchar a los afectados, debe recabar “cuantos estudios y consultas se estimen convenientes para garantizar el acierto y la legalidad del texto” (artículo 26 de la Ley del Gobierno). Y, muy especialmente, debe evaluar los costes y beneficios que para todos los intereses legítimos en juego pueden tener las alternativas consideradas, teniendo en cuenta las evidencias empíricas disponibles y el estado actual de los conocimientos científicos. Sin embargo, a pesar de la fundamental importancia que estas evaluaciones revisten para garantizar el acierto de las normas finalmente establecidas, el rigor y la seriedad con la que aquellas se llevan a cabo suelen estar muy por debajo de lo que sería aconsejable. Somos muchos los que hemos denunciado esta situación en numerosas ocasiones, desde hace muchos años.

Foto: E. Parra. POOL/EP

Pues bien, la limitación más o menos generalizada (en las “zonas tensionadas” de las ciudades) del precio de los alquileres constituye, seguramente, uno de los más claros ejemplos de política pública que ni de lejos superaría una evaluación de impacto normativo seria y rigurosa, a la vista de las predicciones de las teorías económicas más ampliamente aceptadas, los estudios empíricos realizados en relación con medidas similares adoptadas en otros países y las desastrosas consecuencias que la Ley de Arrendamientos Urbanos de 1964 tuvo sobre nuestro mercado de alquiler. El fin (supuestamente) perseguido es, sin duda, muy loable: hacer más asequible la vivienda para las personas con menor capacidad económica y, a la postre, permitir que estas puedan dedicar una mayor porción de su renta a la satisfacción de otras necesidades. Pero los resultados esperables son nefastos, contraproducentes incluso. Y esto es, en mi opinión, lo único que debería importarnos a la hora de valorar esta y otras medidas.

La teoría económica estándar predice y abundantes estudios empíricos han corroborado que la limitación de los precios de los alquileres produce todo tipo de efectos colaterales perniciosos: 1) reduce la oferta de viviendas en alquiler y, por lo tanto, agrava su escasez, pues habrá propietarios que abandonen este mercado –por ejemplo, pongan en venta la vivienda– porque ya no les sale a cuenta arrendar al precio máximo fijado por la autoridad correspondiente; 2) reduce la calidad de las viviendas arrendadas, al dificultar que los propietarios puedan obtener una recompensa económica por ella; 3) disminuye la movilidad de los arrendatarios y, por lo tanto, sus posibilidades de mejora profesional y personal, pues mengua la probabilidad de que encuentren un nuevo alquiler a precio regulado; y 4) favorece la existencia de mercados negros, al propiciar que los arrendadores escojan como inquilinos a los interesados que están dispuestos a efectuar pagos adicionales “en B” (véanse, por ejemplo, Diamond y otros 2019; Hahn y otros 2021).

Es más, cabe cuestionar incluso que esta política resulte adecuada para lograr el objetivo que persigue. Con ella se trata, a fin de cuentas, de redistribuir riqueza. Como los arrendadores son, por lo general, más ricos que los arrendatarios, la limitación de precios equivale a transferir dinero desde los bolsillos, normalmente más llenos, de los primeros a los bolsillos, por lo común más vacíos, de los segundos.

Pero debe notarse que esta es una redistribución sumamente defectuosa. De una parte, porque no tiene en cuenta que la riqueza de arrendadores y arrendatarios es muy heterogénea, y que a veces estos son más ricos que aquellos, en cuyo caso la limitación de precios tiene efectos regresivos: favorece a los más pudientes.

De otra parte, esta política introduce una diferencia de trato injustificada entre las personas que entablan una relación arrendaticia y las que no lo hacen, tanto por el lado de los perjudicados como por el de los beneficiarios. Adviértase que la obligación de costear esta política no se impone a todos los contribuyentes conforme a su capacidad económica, ni siquiera a todos los propietarios, sino solo a los titulares de viviendas que deciden alquilarlas. Solo a ellos se les exige un “sacrificio especial” en aras de un objetivo de interés público. Los que pongan en venta sus viviendas o las dediquen a otros usos alternativos (por ejemplo, alojamientos turísticos o despachos profesionales) no tendrán que asumir dicha carga. Este es un mecanismo insólito de financiación de las políticas públicas, contrario a la idea que late en el artículo 31.1 de la Constitución española, que dispone que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad”. Con arreglo a esta idea, las políticas públicas de vivienda deberían financiarse con dinero público, obtenido a través del referido sistema tributario, como ocurre con las de sanidad, educación, justicia, defensa, etc.

Por otro lado, de la limitación de precios no se benefician por igual todas las personas que poseen la misma capacidad económica, sino solo las que disfrutan de una vivienda en calidad de arrendatarias, con independencia de su mayor o menor riqueza. Las que hagan el esfuerzo de comprar su vivienda lo tendrán que hacer a precio de mercado. Este es, por consiguiente, también un sistema de reparto de “beneficios públicos” discriminatorio, que introduce una desigualdad entre potenciales beneficiarios igualmente ricos por el mero hecho de que unos alquilan y otros compran el bien que se pretende hacer asequible.

Es más, conviene tener presente que esta medida puede tener efectos contraproducentes, perjudiciales para las personas a las que supuestamente trata de favorecer. Al reducir la oferta y estimular la demanda, la limitación de precios provoca que varios individuos estén dispuestos a tomar en arriendo cada vivienda, y que haga falta seleccionar a uno de ellos en virtud de algún criterio. Si se le da libertad al propietario para escoger, lo más probable es que este elija al candidato dispuesto a pagarle una mayor cantidad adicional en dinero negro, o al que por ser más rico supone un menor riesgo de impago, o al que posee otras características personales (por ejemplo, raciales o culturales) más cercanas a sus gustos. Algunos estudios empíricos indican que, en efecto, este sistema dificulta el acceso a la vivienda de los más jóvenes, los inmigrantes, las familias con hijos y las personas con un nivel educativo más bajo (véase, por ejemplo, Enström Öst y otros 2014). En algunos países se establece un sistema de cola o lista de espera: el propietario no es libre de arrendar su piso a quien quiera, sino que tiene que contratar, en principio, con el primero de una lista. Es el caso de Suecia, en cuya capital los interesados han de esperar una media de quince años para poder acceder a una vivienda en alquiler. Como fácilmente puede imaginarse y demuestra un reciente estudio, este sistema beneficia sobre todo a personas cuya edad y renta superan a las de la media de la población, que son las que más fácilmente pueden permitirse otras alternativas habitacionales mientras aguardan a que les llega su turno (Donner y Kopsch 2021).

En fin, que el Gobierno se pegue accidentalmente un tiro en el pie de la ciudadanía por no haber llevado el cuidado deseable al evaluar las consecuencias que podía tener el uso de un nuevo instrumento normativo, de resultados inciertos, es cuestionable, y un poco frustrante para los que venimos insistiendo en la importancia de estas evaluaciones. Pero que el Gobierno se pegue un tiro en el pie de los ciudadanos a sabiendas de que este es el resultado esperable de establecer una política cuyas perniciosas consecuencias han sido ampliamente estudiadas y acreditadas por la comunidad científica ya resulta totalmente imperdonable.

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