FICHA TÉCNICA Palau de Les Arts Reina Sofía, 9 diciembre 2022 Ópera LA BOHÈME Música, Giacomo Puccini Libreto, Luigi Illica y Giuseppe Giacosa Dirección musical, James Gaffigan Dirección escénica, Davide Livermore Orquestra de la Comunitat Valenciana Cor de la Generalitat Valenciana Escolanía de la Virgen de los Desamparados Escuela Coral Veus Juntes Mimì, Federica Lombardi. Rodolfo, Saimir Pirgu. Musetta, Marina Monzó. Marcello, Mattia Olivieri. Colline, Manuel Fuentes. Schaunard, Damián del Castillo. Alcindoro y Benoît, Jorge Rodríguez-Norton. Parpignol, Vicent Romero. Aduaneros, Alejandro Sánchez y Marcelo Solís. Un vendedor, Ignacio Giner.
VALÈNCIA. Una vez más, Puccini vuelve a llenar la sala principal del coliseo del Jardín del Turia, y en esta ocasión, con La Bohème, su ópera más íntima, tierna, cercana, realista, amorosa, y a la vez cinematográfica; su obra más representada y cotizada. No falla: programas Puccini, y llenas el teatro; y sus arcas, que sin duda, buena falta le hace, a la vista de cómo va la temporada. Y es que la música y el texto, tan especiales y elaborados del italiano están pensados para ir directos al corazón del espectador. Conmover, conmover, conmover; la obsesión de Giacomo Puccini era crear música capaz de conmover.
Lástima que el viernes no se lograra. Fue como un black friday. Porque un Puccini rebajado y deslucido se vio y se escuchó en Les Arts. La sala se llenó de público dispuesto a ser conmovido. Y de las notas del de Lucca. Pero estuvo vacía de emociones, de sentimientos, de pasión irrefrenable. Ahí no estaba Puccini.
James Gaffigan llevó los compases de una orquesta que cada día suena mejor. Pero se olvidó de la magia, y de concertar con interés para expresar lo que el autor anotó en la partitura: candidez, dulzura, pasión arrebatada, amor intenso… No supo realzar los contrastes, apartó demasiado las dinámicas, renunció a los momentos de sensibilidad y delicadeza extremas, y olvidó, en definitiva, hacer la música requerida de pura emoción, vibrante, expresiva, bella, y directa al encuentro de la pasión de las almas.
El director norteamericano tuvo en sus manos la que seguramente es la mejor y más completa orquesta de todos los fosos de España. Pero no aprovechó la ocasión para poner de manifiesto la interesante orquestación que Puccini preparó sobre su piano de Torre del Lago. El sonido del conjunto orquestal valenciano es espectacular y brillante, pero el viernes Gaffigan tornó en lineal incluso lo más ardiente. Tampoco el director supo estar con los cantantes, a los que sometió no en pocos momentos a una disputa de decibelios inadecuada, en lugar de guiarlos, acompañarlos, y mimarlos.
La ausencia de atmósfera, que desde la orquesta debe crearse, fue la clave de la noche. Gaffigan hizo un trabajo demasiado plano, sin emoción, y condujo a todos por el camino convencional de la música desapasionada. Puccini, que tenía muy mal genio, estaría muy enfadado con él.
Y quizá también con Davide Livermore, pues con su creación y dirección escénica contribuyó desgraciadamente a distraer el propósito del autor. La bohème es realismo puro, y en ella todo debe ser creíble. Poco ayuda a ello la sala palaciega ideada para los dos actos extremos, con altos techos decorados, enormes cuadros, y despliegue en traveling incluido, como habitáculo de unos desdinerados jovenzuelos. Puede esquivarse la buhardilla, sí, pero no puede perderse la escala. Puccini exige intimidad para las escenas donde aparece tanta poesía, y donde despliega tanta música para las pequeñas cosas, -para la cuffietta-, que nos hacen llorar.
Y allí no había soffitta, ni faraón alguno. Ni tampoco guerrero en la fachada de la Barrera d’Enfer. Pero sí demasiado lío en el momento urbano del barrio latino, con la Torre Eiffel de fondo ya construida para asombro de todos, y con distracciones innecesarias, que no aportan nada, como los camareros haciendo el ganso, o las bailarinas de Degas deambulando para empapar sus zapatillas con tanta nieve.
En ese barullo del 2º acto, donde los solistas tuvieron que vociferar para estar a la altura sonora de la orquesta, intentaron poner orden y concierto tanto el Cor de la Generalitat Valenciana como los dos de voces infantiles. Y lo hicieron con enorme profesionalidad: música rotunda, ajustada, buen volumen, sonoridad, color, y brillo. ¡Un lujo! Y otra ostentación fue la que protagonizó Marina Monzó presentando una Musetta de inteligente factura, y magnífica prestancia tanto vocal como sobre las tablas. La valenciana llena la escena como los grandes. Curioso fue que mantuviera el estandarte del canto delicado y sabio que a otros les faltó. Lástima que las finuras no sean lo más apropiado para la pizpireta profesora de canto.
Si es un acierto por parte del Reina Sofía contar con Monzó, no lo es menos aprovechar la cantera de jóvenes cantantes, -muchos de ellos alumnos del Centro de Perfeccionamiento de la casa, que antes llevaba el nombre del enorme Plácido Domingo-, que rindieron, al igual que el tenor Ignacio Giner, de manera muy profesional. Con buen gusto interpretó la Vecchia zimarra Manuel Fuentes, que fue un Colline bien resuelto. Como el barítono Damián del Castillo, que interpretó a Schaunard, tanto en lo escénico como en lo vocal, comparten la necesidad de dejar salir más libres y sin oscurecer sus voces, de timbres efectivos y elegantes.
Los papeles de Alcindoro y Benoît fueron defendidos de manera deslucida por Jorge Rodríguez-Norton, por momentos inaudible. Todo lo contrario le sucede al voluntarioso y meticuloso Mattia Olivieri, que hizo un Marcello aceleradamente desenvuelto en lo escénico, y bien timbrado en lo vocal. Es barítono de voz elegante, buen squillo, y adecuada proyección, que bien haría en restar presión, confiar más en sus resonadores, y cuidar la desigualdad canora según el registro para conseguir un canto menos artificioso.
No le falta razón a Ramón Gener cuando dice que con Puccini pasan muchas cosas. Y es que además, ninguna de esas cosas es banal. Todo es importante, porque en su despliegue de recursos para la exaltación de los sentimientos, y con la ayuda de Illica y Giacosa, todo significa algo, y cada detalle brilla. Por eso hay que cantarlo todo, todo, todo, como si estuvieras delante de un Rey.
Y eso justamente, es lo que no hicieron ninguno de los dos protagonistas principales de la obra. El tenor albanés Saimir Pirgu posée un agudo en forte soberbio, franco, rotundo, y limpio, que para sí lo quisiera cualquier colega. Y con ello se conformó para construir un Rodolfo de cierta frialdad en lo expresivo, y desigual. Falto de graves, se mostró dueño de una línea de canora excesivamente primaria, y expuso un canto golpeado, sin la requerida transición en las dinámicas, y sin claridad en la métrica y en las frases musicales. Resolvió bien el che gelida manina, y sorprendió su continua desatención musical en otros pasajes llenos de tantas sutilezas que Puccini apuntó en su partitura.
Mimì fue la italiana Federica Lombardi, quien demostró tener una de las voces más sanas, plenas, limpias, homogéneas, compactas, sólidas y elegantes de las que se han escuchado en Les Arts en los últimos tiempos. Asentada en una respiración natural y un vibrato bien traído, proyectó su voz de portentoso volumen para el deleite del espectador, haciendo un canto de frases espléndidas ligadas y de homogéneo color. Desdibujó otros momentos como el final del primer acto, pero defendió con una muy buena ejecución el Sí, mi chiamano Mimì.
Es soprano de predisposición dramática, y de estilo demasiado frío para las exigencias de la costurera, que tanta dulzura, calor, y poesía tiene encomendado transmitir. Cantó haciendo caso omiso a los requerimientos líricos del autor, y a la técnica de la sutileza y ductilidad en las dinámicas, que son seña de identidad de la delicada y tierna Mimì. Al igual que a Pirgu y a Gaffigan le faltó refinamiento y sensibilidad, y es que no regula, no alarga, no retarda, no fila, no culmina, y… no conmueve.
La presencia escénica de la joven, tan extraordinaria como su materia prima vocal, choca con la fragilidad de la enferma, de tal forma que cinco minutos antes de su muerte, nadie diría que la tuberculosis está a punto de aniquilarla.
El viernes a Les Arts llegó un Puccini con descuento. Un regalo de Navidad del black friday. Lo contrario sucedió estos días con Il Trittico liceísta en Barcelona: puro Puccini, puro sabor, y puro deleite, a pesar de una orquesta de sonoridad más modesta que la del Reina Sofía.
Pero el público, el viernes aplaudió agradecido. Y es que el aficionado nunca renegará de Giacomo Puccini y su encendida, expresiva y pasional música de fluidez continua. No habrá nieve ni viento para apagar la vela. Incluso, aunque no tiemble en el alma la dulzura mayor.