VALÈNCIA. Joan Oleaque llega al IVAM, donde se ha desplegado parte de la fantástica cartelería de la edad de oro de las discotecas valencianas, en los 80 y los 90, con la mascarilla puesta. "Es que parece que ya no haya covid, y los casos se están disparando", explica, como avergonzado, antes de quitársela. Joan, 53 años, luce pelazo gris, camiseta rosa encima de una camisa estampada, y una llamativa mochila amarilla con dibujos de Carlitos, aka Charlie Brown. Tan ecléctico como siempre. Camina despacio. No se intuyen prisas, más bien un cierto hastío bien disimulado -"tus lectores merecen saber que somos viejos amigos y compañeros de la facultad de Periodismo", subraya- porque sabe que hoy le toca hablar de la Ruta del Bakalao. Y el personaje empieza a devorar a la persona, un tipo culto que es decano de la facultad de Artes, Humanidades y Comunicación de la Universidad Internacional de Valencia (VIU).
Allí, donde trabaja desde hace trece años, pelea con toda su inteligencia por una facultad y un tipo de periodismo en desuso, o, al menos, en retroceso ante el periodismo de las nuevas tecnologías: breve, conciso, dinámico. Pero aquí puede estar tranquilo. Aquí somos dos dinosaurios sentados en la siempre interesante escalinata del IVAM, por donde se mezclan turistas con sombrero y estudiantes, como esos niños de un colegio que se paran a descansar y entre los que sobresale uno que va tocado con una cabeza de jirafa. Es el momento de hablar del periodismo de formato largo, en el que se afianzó como uno de los buenos en El País, donde lo mismo escribía de música o de tendencias que se infiltraba una noche entre los yonkis del viejo cauce del río para contarle a sus lectores qué se cocía allá abajo cuando se retiraban los corredores y los chuchos. "Todo eso se está diluyendo en aras de una ultratecnificación, cuando esas destrezas las puedes aprender en un cursillo. La tecnología es un vehículo pero no un todo".
Nunca pensó, en sus años locos de juventud, pero tampoco en las tardes reposadas ante libros de Tom Wolfe o Norman Mailer, que un día sería decano de una facultad. Quizá tampoco cuando empezó con la docencia en 2002. Ni cuando se matriculó porque quería emular a Maruja Torres o a Rosa Montero. "A mí me gustaba el periodismo como un método para hacer cosas que tenían que ver más con técnicas narrativas, con la ficción o la investigación, y me ha ido bien con eso. Me abrí paso porque no lo hacía mucha gente".
Aunque antes aún de eso, en sus "delirios", fantaseaba con ser director de cine. Así que, el día que constató que nunca iba a conseguirlo, se decantó por el periodismo para hacer grandes reportajes "con mucho detalle". Ahí partía con ventaja ante muchos compañeros que entraron en la facultad porque les gustaba el fútbol y solo querían ser José María García. "Yo ya sabía quiénes eran Tom Wolfe o Norman Mailer, y me gustaba más ese tipo de periodismo, con técnicas de lo que se llamó Nuevo Periodismo, que consiste en explorar los límites narrativos del periodismo. El formato largo me gusta más".
Mucho de esto vino condicionado por la lectura apasionada de 'A sangre fría', de Truman Capote. Ahí entendió lo que él quería hacer. "Pero también me gustaba mucho lo que se escribía en (la revista) Rolling Stone, que era una demostración de que el periodismo no es solo sujeto, verbo y predicado, que puede dar mucho más. A mí me abrieron la mente y me dieron una perspectiva muy grande".
La cultura, aunque tenía una madre con sensibilidad e inquietudes artísticas, se la administró él mismo. "Mi familia es humilde. Mi madre pintaba por encargo y hacía trabajos sueltos. Mi padre trabajaba la madera, era ebanista, pero al final montaron un ultramarinos y después un bar en Catarroja, que es de donde somos. Mi madre tenía inquietudes culturales pero no hasta el punto de marcarme, como esas historias que leemos a veces de personajes que viven rodeados de erudición. En casa había libros, pero no era una gran biblioteca".
El bar de sus padres en Catarroja se llamaba El Refugio. Muchos clientes iban en busca de sus montados -"eran como los montaditos, pero en grande"-. Joan, que es hijo único, echaba una mano siempre que podía. Muchos fines de semana los pasaba trabajando de camarero en el bar, donde descubrió que llevar uno equivale a resignarse a una vida esclava.
Su padre es de etnia gitana. Su madre no. Y él es hijo de esa mezcla. No por ello renuncia a sus orígenes. "Sí, yo soy gitano. Soy muchas más cosas que me definen, pero también gitano", explica como inicio de un discurso que tiene bien aprendido. Porque en su paso por el periodismo también aprovechó para estudiar e investigar el tratamiento que recibe su etnia en la prensa. "Dentro del pueblo gitano, como de todos los pueblos, hay muchas maneras de ser y de relacionarse. Lo que los medios hemos venido transmitiendo es una manera, que es la que tiene que ver con la exclusión. O una segunda, la que tiene que ver con el artisteo. Pero hay más opciones. Todo lo que tiene que ver con los gitanos es muy complejo porque es el paradigma de tomar la parte por el todo. A uno, cuando se va desarrollando como gitano, se le mira diferente por una serie de cuestiones heredadas. Por prejuicios heredados muy ancestrales. Se suele ver la parte exótica". Sí tiene claro que le viene bien a su pueblo afianzarse en lo que uno es y no esconderlo. Porque eso ayuda a ver que hay más tipos de gitanos. Y que un gitano también puede ser un periodista experto en música electrónica, por ejemplo. Y un gitano es, también, el cronista de la Ruta del Bakalao. Aunque eso le incomode y le turbe un poco.
Oleaque creció en un barrio obrero de Catarroja muy próximo al lugar donde vivían Antonio Anglés y Miguel Ricart, los autores del espantoso crimen de las niñas de Alcàsser. Él los conocía desde niño. A Ricart solo de vista. A Anglés, el mismísimo demonio, de hablar de manera esporádica. "Yo lo conocía, pero como mucha otra gente del pueblo". Esta frase, como algunas otras que soltará cuando reemprendamos la Ruta del Bakalao, acarrean algo de disculpa, como que ha aprendido a matizar que él no fue el único. Ni el único que conocía a Anglés, ni el único que estuvo en la ruta. Claro que no.
Anglés, en cualquier caso, estaba "en otra galaxia". Oleaque, que hizo un esfuerzo por desarrollar un periodismo serio sobre ese caso frente al circo mediático, fundamentalmente televisivo, que se afianzó, alimentado por el horror, el morbo y la desgracia, tras aquel triste otoño del 92, describe a un delincuente que provenía de un entorno marginal. Un quinqui con fama de violento. La noticia, tiempo después del descubrimiento de los cuerpos, de que Anglés y Ricart eran los sospechosos de haber cometido ese crimen brutal causó "un impacto enorme" en aquel nuevo periodista que vivía a unas manzanas de los asesinos. Pero no solo le impactó la vecindad del mal, también el trato que se le dio, entonces novedoso, al crimen de Alcàsser. Y quizá hasta le sorprendió más lo segundo que lo primero por la fama que gastaba Antonio Anglés desde hacía tiempo. "Dentro de su círculo ya se sabía que era muy violento. Él ejercía la violencia, y a veces de una manera atroz". Ricart, en cambio, no era tan destacado. "Era la sombra del otro", apunta Oleaque.
Es curioso que aquel suceso coincidiera con el inicio de la decadencia de la Ruta del Bakalao o la Ruta Destroy. Joan fue asiduo de discotecas como Barraca, Chocolate, Spook o Puzzle, luego escribió un libro -'En èxtasi' (2004), que reeditó en castellano en 2017 para centrarlo en la ruta- y siempre es una de las fuentes ineludibles que aparecen en cualquier reportaje que se haga sobre el tema. Por eso, quizá, sea justo señalarle como el cronista de la Ruta del Bakalao. "No me siento así. Y, desde luego, mi intención nunca fue esa. Lo que sí me gusta es hablar de las cosas que están ahí y no se analizan en profundidad. Me gusta contar qué hay detrás de aquello que se ve a primera vista. Sí tengo esa capacidad porque la he entrenado mucho. Y defiendo también que no se pueden negar diez años de la historia de una ciudad y una comunidad. Por eso empecé a hacer reportajes nada más acabar la carrera".
Lo que más le molesta a Oleaque es que se demonizara aquel fenómeno social y cultural -que también lo fue y no hay más que subir a la sala del IVAM donde está la exposición para cerciorarse- que llamó la atención de media Europa. Le da rabia que en Manchester se vendan camisetas de Hacienda, uno de los clubes donde se vivió algo parecido poco después, y que aquí se reniegue y se ponga el foco en el ambiente decadente en que se acabó convirtiendo. O que se hable solo de los accidentes de tráfico y las muertes, que las hubo, y no de que València estuvo en la vanguardia durante unos años. Eso fue lo que le impulsó a escribir y por eso recuerda que hay otros libros de autores como Carlos Aimeur, Ximo Bayo o Luis Costa. Y por eso tiene también en altísima consideración la serie documental, en formato podcast, de Eugenio Viñas. Porque mostraron otras capas de la ruta que muchos intentaron esconder.
"Mira, yo no niego la mayor, no niego que aquello terminó de un modo indeseable, que las escenas que se ven en la tele son ciertas, pero como periodista tienes que dar contexto", reclama. Quizá todo cambió el día que Canal Plus emitió el reportaje 'Hasta que el cuerpo aguante', un retrato demoledor del programa '24 horas' después de meter las cámaras en las salas y en los aparcamientos de las discotecas. Aquel programa abrió los ojos de miles de personas. "Yo he visto el reportaje mil veces y para un medio generalista está bien tratado y bien hecho. Entonces mucha gente asumía que eso estaba pasando y que formaba parte de la idiosincrasia de la ciudad, que había jóvenes que estaban hasta las tantas por ahí pero que era en la Albufera y ahí estaban bien. Había hijas que le decían a las madres que se iban a correr con el chándal y luego se cambiaban y se iban allí. Hijos que decían que se iban a pescar, pero no se iban a pescar. Cuando ese programa lo muestra a plena luz del día y enseñan a los que están en órbita, es muy impresionante porque no podían ni hablar. Aquello parecía la invasión de los zombies".
Pero nunca es bueno juzgar el pasado con los ojos y el conocimiento del presente. Aquellos eran los finales de los 80 y los principios de los 90, una época en la que la mayoría de los padres no podían ni sospechar lo que hacían sus hijos por la noche. Ni en las discotecas de la ruta, ni en Cánovas, ni en Distrito 10. Muy pocos padres sabían que sus hijos se bebían ocho cubatas en una noche. Esos hijos son ahora los padres y, claro, saben mucho más. Pero aquellos padres encendieron un día la tele, pusieron Canal Plus y vieron lo que pasaba a quince o veinte kilómetros de casa con jóvenes de la edad de sus hijos. Vieron a chavales que no podían ni hablar, vieron a jóvenes con las pupilas dilatadas, con las mandíbulas locas, vieron a decenas de personas que seguían de fiesta con el sol en lo alto. Aprendieron en 53 minutos lo que hacían los jóvenes con la edad de sus hijos. Y entonces cambió todo, claro.
Pero Oleaque, que no niega que las drogas forman parte del cuadro, apela al desconocimiento como causa del desmadre en que acabó convirtiéndose aquel movimiento que al principio se distinguió por la música de vanguardia que no se escuchaba en otra parte de España más que en esas discotecas. "En ese momento se pensaba que la droga eran el hachís y la heroína. Yo me acuerdo muy bien de que a la cocaína se le llamaba el champán de la droga, la droga de las élites, la droga del glamour... Y el éxtasis era la droga del amor, la droga de los hippies... No se pensaba que la cocaína creaba adicción. En muchas películas salía gente haciéndose rayas, y el éxtasis era una cosa idílica. Era un desconocimiento total. Se hablaba de que la mescalina provenía del peyote, de un cactus... y la mescalina era MDA, pura química. Pero se vestía de un cierto chamanismo. Nada ver con la realidad y con lo que acabó pasando, que la droga se narcoprofesionalizó. Aparecieron narcos criminales, gánsters, que se pusieron en esto. Y en lugar de perseguir a estos, se persiguió al consumidor haciendo controles con perros y metralletas, como los controles que hacían para encontrar a los terroristas, y se ha visto que eso no sirvió para nada".
La Ruta del Bakalao acabó muriendo y muchos se apresuraron a enterrarla, pero aquello fue mucho más que un puñado de jóvenes poniéndose hasta arriba de 'speed' y pastillas. Y por eso ahora la ruta vive un redescubrimiento que va a posibilitar, incluso, que Atresplayer Premium estrene dentro de poco 'La Ruta', una serie ambientada en en la Ruta del Bakalao. Los guionistas pidieron ayuda al cronista de la ruta para ser lo más fidedignos posibles. "Aunque la gente debe saber que no es una serie que cuenta la historia de aquel fenómeno; es una historia de personajes ambientada en aquella época y aquellas discotecas, y he de decir, esos sí, que han hecho un gran esfuerzo por cuidar mucho los detalles".
Joan conoció la ruta en 1984 o 1985. La primera vez, con 16 años, fue a Chocolate. Un día que jamas olvidará. "Me impactó mucho. La discoteca era muy grande, algo no muy habitual en el 'underground'. La sensación que me dio es que quisieron hacer como la casita de Hansel y Gretel; se buscaba lo siniestro. Yo nunca había visto tanta gente así, no había nadie que fuera convencional. Sobre todo por la forma de vestir. No había ni uno que no fuera para sentarte delante de él y ver cómo iba vestido. Eran 'looks' que no correspondían a una tribu urbana, estaba todo muy mezclado. Había muchos psicobillys, que son una mezcla entre punks y rockabillys. La gente no estaba acostumbrada a esto. Había un estilo de siniestros que tenía mucho que ver con Siouxsie and the Banshees -una banda muy conocida entre los 70 y los 90-. Había reminiscencia de new romantics y había muchos punks. También había skins, que no sé muy bien cómo encajaban con los gustos musicales del momento. Y luego había gente inclasificable, de estos era de los que más había".
Él era un moderno de pueblo, que también los había. Y muchos pueblos de València tenían sus pubs donde cuidaban más la música y donde los relaciones públicas de las discotecas dejaban invitaciones para atraer a esa clientela. Aquel adolescente de Catarroja despertó musicalmente con aquel famoso disco de Mecano -llamado igual, 'Mecano'-, que llevaba un reloj en la portada. Canciones pegadizas como 'Hoy no me puedo levantar', 'Perdido en mi habitación' o 'Me colé en una fiesta' que le entraron, más que por las letras, por la música con sintetizadores que, según el experto, bebía del New Wave. Luego vinieron Spandau Ballet, Depeche Mode y Classix Nouveaux, a quienes pudo ver en directo en Barraca. Después se entregó a la música electrónica.
Eran los años de la adolescencia en los que todo sorprende tanto. "Yo empezaba a ser modernete y tal. De todos los looks de aquel momento yo sería tardo new romantic, se podría decir. Una cosa así. Pero ya no era la época y yo lo alargaba. El look siniestro sí me parecía interesante porque me gustaba y había alguno tipo Lord Byron, y a mí la literatura romántica me gustaba. Poco a poco, conforme fui yendo, me fui mimetizando, y, aunque no fui de lo más radical, sí que cumplí con mi parte estética. Aunque allí iba de todo y era un movimiento tan generoso y aperturista que no se le prohibía la entrada a nadie. Si tú habías descubierto que aquello estaba de moda, pues podías pasar. Daba igual como fueras vestido".
Al principio iba solo de vez en cuando. No era barato recorrer la carretera CV-500 de discoteca en discoteca. Luego, cuando empezó a ganar dinero, sí que se convirtió en un asiduo. Y, además, había algo que determinaba su ocio. "No había nada equiparable. Si habías conocido eso, lo demás ya te sabía a poco. Y claro que iba a otros sitios, pero es que con un poco más de esfuerzo vivías esto y no había color". Así vivió de primera mano la transformación musical. Las guitarras que pinchaban Juan Santamaría o Carlos Simón fueron sustituidas por la música electrónica de la mano de José Conca o Fran Lenaers.
Sus tres hijos, uno de 15 y las otras dos de 13, viven ajenos a la popularidad de su padre como voz de aquel fenómeno del ocio valenciano. Jamás le preguntan por la Ruta del Bakalao. "Tienen otros intereses, pero sí que quiero traerlos a la exposición del IVAM y, si siguen sin preguntar, un día se lo contaré". Lo que no hace Joan, al contrario que muchos de su generación, es renegar de la música del presente. "Yo no estoy todo el día escuchando cintas de cassette de la época en bucle. Alguna vez las escucho, pero de vez en cuando", advierte antes de contar que admira a muchos DJs de la actualidad, que le encanta el afro house, gente como Black Coffee o Themba. O un dúo inglés llamado Bicep. Y que le sorprendieron los primeros cantantes de trap, sobre todo por esas letras tan contundentes. "Me sorprende que haya gente tan joven cantando esas canciones porque son una crónica en crudo de lo que es la sociedad capitalista".
Su medio siglo no le impidió meterse en una rave hace años y contar lo que era de primera mano. No le gustó. La música era demasiado fuerte, demasiado acelerada, y le pareció que se celebraban en lugares sin comodidades -"y las comodidades están bien"-. Joan cree que su único paralelismo con la ruta es el sentimiento de libertad, pero nada más. La evolución sí la vio en la Ibiza de los 90 en discotecas como Space o Ku, y más tarde en Barcelona "cuando empezó allí el techno y el house". Eso sí que fue una evolución de lo que se vivió en València.
Joan Oleaque sigue al tanto de todo y no porque se le intuya ninguna pretensión de 'viejoven'. No se tinta el pelo, no lucha contra el tiempo dentro de un gimnasio, ni abusa de un lenguaje que no es el de su tiempo. Pero lee, escucha y está atento. A lo que se dedica un periodista, vaya.