Al contrario que algunas personas sensatas y bien intencionadas, estoy lejos de ser un adicto al trabajo. Si alguna vez lo fui es cosa del pasado. Como católico pienso que el trabajo es una maldición bíblica que hemos de conllevar de la mejor manera posible, con la ayuda de Dios. En Europa los herederos de los calvinistas nos venden que el trabajo redime, pero en España esta idea nunca ha tenido gran aceptación. Somos un pueblo de haraganes y pícaros, un país que vive en los bares, esperando la llegada del próximo puente. Entretanto, los chinos, más laboriosos, con la disciplina de un ejército de hormigas, se van haciendo con el control de la hostelería, el comercio, las peluquerías, con barrios enteros de nuestras ciudades.
Los entendidos —por lo general gente que comparte interesadamente el optimismo oficial— dicen que ahora hay más trabajo, en particular para los jóvenes, esa juventud robusta y engañada de la que hablaba Quevedo y que ha sido casi siempre carne dócil y barata para las empresas. No seré yo quien ponga en duda tal avance; es más, opino que es mejor tener eso que nada. Hemos llegado a un momento en que nos conformamos con cualquier cosa, con las sobras de los festines de nuestros patronos. Lo triste, sin embargo, es que la mayoría de las nuevas colocaciones no dan para vivir, y por tanto no llevan aparejada la dignidad que se le presupone al trabajo.
Tengo la suerte de estar de vacaciones. No echo de menos mi trabajo. En eso soy muy poco ejemplar. No queda bien decirlo pero es así. Hay días en que no sé ocupar mi tiempo de descanso. Cuando me sucede cojo el cuaderno de notas y comienzo a escribir un artículo confiando en que me asista la imaginación. Pero no siempre me da por escribir artículos. Tardes hay en las que estoy más inspirado y saco un mejor rendimiento de mi persona visitando las librerías del centro o quedando con un amigo a tomar unas cervezas en la Alameda. También voy al cine siempre que puedo.
Para quienes hemos superado los cuarenta años, el cine forma parte de nuestra educación sentimental. Si habéis sentido angustia viendo las primeras escenas de Tiburón en un cine de verano, allá por la mitad de los setenta, sabéis de lo que hablo. Han pasado cuarenta años desde entonces, he abdicado ya de muchas cosas pero no del placer de ir al cine. Siempre voy entre semana. En València evito los cines del centro para ver las películas. No me gustan las salas con demasiado público; además me desagrada el que come palomitas. Soy, como veis, un espectador chapado a la antigua que paga una entraba por ver sólo cine, en silencio, sin el reflejo de un teléfono móvil, lo que parece ya imposible de conseguir.
El martes de la semana pasada traicioné mis principios, algo que hago con frecuencia, y me puse a hacer cola en un cine del centro. Cuando me tocó pagar me pidieron… ¡9,50 euros! Sin embargo, la tarifa de la entrada ordinaria era de 8,50 euros. Con aire cansado, con cara de haber contestado a mi pregunta un millón de veces, el chico de la taquilla justificó el recargo de un euro porque era una película de Warner. Era la primera que me sucedía algo semejante. Me sentí estafado, para qué negarlo.
Sin haberme olvidado del disgusto del precio de la entrada, tomé asiento en la sala, en una butaca centrada de la fila 10. La sala se fue llenando de público, lo que me puso nervioso, así que me fui a una butaca esquinada para estar solo.
Una película precedida de excelentes críticas
Por fin comenzó la película. No suelo ver cine bélico. Sin embargo había elegido Dunkerque, atraído por las críticas, algunas de ellas excelentes. Esta unanimidad de la crítica resulta siempre sospechosa. Me he llevado grandes decepciones con películas calificadas como obras maestras. Con filmes tan elogiados siempre rebajo mis expectativas, no me hago ilusiones de entrada, como me sucede también cuando conozco a una persona por primera vez.
La película de Christopher Nolan cuenta el rescate de 400.000 soldados ingleses y franceses en la playa gala de Dunkerque en 1940, al comienzo de la II Guerra Mundial. Los aliados sufrieron una gran derrota a manos de los nazis y no tuvieron otra escapatoria que huir a Inglaterra. La historia es conocida. La película habla del heroísmo de los ingleses y olvida injustamente a los franceses. En Francia, como era de esperar, se lo han tomado a mal.
DUNKERQUE NOS RESCATA DE NUESTRA ABULIA DE HOMBRES OCIOSOS. EN TODO ESTE SIGLO SÓLO HE VISTO OTRAS DOS QUE ME HAYAN GUSTADO TANTO: ‘LA VIDA DE LOS OTROS’ Y ‘LA GRAN BELLEZA’
Narrada por tierra, mar y aire, en tres planos temporales —una semana, un día y una hora—, con escasos diálogos y una soberbia banda sonora de Hans Zimmer, esta historia de supervivencia de unos jóvenes soldados, la crónica de su miedo y desesperación, es de una brillantez difícil de rebatir. Desde la primera escena te sientes atrapado por un relato cuyo final conoces pero no así sus pormenores, como esos cientos o miles de embarcaciones familiares inglesas que acudieron a rescatar a sus compatriotas. Los minutos finales son conmovedores. Sea o no una obra maestra, uno tiene la impresión de haber visto una película que perdurará, como las grandes producciones que se hacían antes, con dinero, talento y sobre todo ambición, que es lo que se echa en falta en el cine pero también en la literatura o la música, en definitiva, en todo el arte.
Dunkerque nos rescata de nuestra abulia de hombres ociosos. Sin pretenderlo, era la película que esperábamos desde hace años. En lo que llevamos de siglo sólo he visto dos que me hayan gustado tanto: La vida de los otros y La gran belleza. Dunkerque, que no tiene nada que ver con ellas, ha sido una de las alegrías de este verano (otra pudo ser el triunfo de José Luis en Supervivientes). Entretiene, emociona y conmueve. Para apreciar su calidad hay que verla en una pantalla grande y con excelente sonido, y por una vez no reparar en el precio de la entrada.