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Cuando tu padre es un monumento

Los hijos de Antonio Montoliu, expicador y profesor de veterinaria, a veces le piden ir a "darle un besito al abuelo", el banderillero recordado en una estatua frente a la plaza de toros.

7/06/2020 - 

VALÈNCIA. El 1 de mayo de 1992, por la tarde, Televisión Española retransmitía en directo la corrida número 13 de la Feria de Abril. Era el turno de José María Manzanares y, en el segundo tercio, su subalterno Manuel Montoliu, uno de los grandes banderilleros de la segunda mitad del siglo XX, cogió los palos y se plantó delante de Cubatisto, un morlaco de 528 kilos. A cientos de  kilómetros de allí, en València, sus hijos, Antonio y José Manuel, dos adolescentes que no solían perderse un festejo en el que apareciera su padre, se dejaron convencer, al ser viernes, por un amigo que les invitó a irse a jugar por ahí. Mientras aquellos chiquillos correteaban por la calle, el toro empitonó al torero de plata. Una cogida mortal que atravesó La Maestranza de lado a lado.

Los dos chavales ya habían dejado de ser los niños que vivían en la calle Garrigues, encima del teatro Olympia, y bajaban casi a diario para quedarse embobados delante del escaparate de Moñacos, la fastuosa tienda de juguetes que marcó una época en València. Cuando empezaba a hacerse tarde, los hermanos Calvo -el verdadero apellido de esta saga de toreros valencianos- volvieron a casa y, al llamar a la puerta, les sorprendió que les recibiera un familiar. "Era muy raro y en cuanto entramos en casa nos asaltó una gran sensación de tristeza. Entonces nos cogió mi abuela y, sin decirnos que había muerto, nos contó que nuestro padre no iba a estar nunca más con nosotros y que se había ido al cielo. Fueron días muy duros en los que no acabas de entender y esperas que tu padre entre en cualquier momento por la puerta".

Antonio Montoliu recuerda este trance terrible sentado en un banco del patio de Santa Úrsula, uno de los centros de la Universidad Católica, donde es profesor y decano adjunto de Veterinaria. Cruza los brazos y habla mirando a un punto inconcreto entre los arbustos del jardín. El hijo del banderillero habla de la tristeza, claro, pero sin darse cuenta se aferra a los recuerdos menos agrios de aquello.

Foto: KIKE TABERNER

Y aquello es la muerte de tu padre en el albero de La Maestranza. "A los cuatro días apareció en mi casa la cuadrilla de Joselito y le dijo a mi abuelo: ‘A los niños que no les falte de nada, que sepáis que el mundo del toro está detrás vuestro’. Y entonces yo, que hasta ese día solo había querido ser Ricardo Arias, decidí que quería dedicarme a esto, al toreo".

Aquella tarde infausta, un vecino generoso entró en casa y puso 500.000 pesetas en las manos del abuelo, un antiguo picador. El hombre cogió a un amigo, subieron al coche y aceleraron rumbo a Sevilla. Llegaron a la plaza de madrugada y allí, quebrando un silencio espeso, las cuadrillas de Manzanares, Ortega Cano y el Niño de la Capea velaban a Manuel Montoliu. El abuelo abrazó el cuerpo de aquel hombre de 38 años y exclamó: "Hijo, esto es el toro". El maestro José Luis Benlloch, su gran amigo, el gran literato de los toros en València, escribiría después: "Si tenía que morir, a él le hubiera gustado que fuera así".

A las tres y cuarto de la noche, la plaza se iluminó para despedir al torero, que salió en un féretro aupado a los hombros de sus compañeros y amigos por la Puerta del Príncipe. Lo metieron en un coche fúnebre que salió directo hacia la capilla de la plaza de toros de València. Allí, sin importarles que lloviera a cántaros, esperaban cientos de valencianos llorosos que querían despedirle al grito de "¡Torero! ¡Torero!". Le dieron la vuelta al ruedo y lo sacaron por la puerta grande para llevarlo al cementerio. Luego, en una reunión mucho más íntima, la familia tiró las cenizas del banderillero en los montes de Teresa, en Castellón.

Antonio y su hermano no quisieron ver las imágenes, pero aquello era imposible. La fotografía de Miguel Morenatti, un joven gaditano que estaba trabajando en Sevilla de refuerzo en la agencia EFE por la Expo del 92, ilustraba todas las portadas del día siguiente.

Foto: KIKE TABERNER

Volver a La Maestranza

"Lo primero que nos enseñó mi abuelo es que si fuéramos viejos antes que jóvenes cometeríamos muchos menos errores. Y que siempre nos educó en el respeto. Siempre nos habló desde la sensatez y explicándonos que el toro tiene esto y que a veces es el destino de los toreros. Y que si tiene que ocurrir, qué mejor que en La Maestranza. Y mi padre, que fue uno de los grandes del toreo, igual terminó de encumbrarse por encima de otros gracias a esto, aunque, claro, yo hubiera preferido que estuviera vivo y pudiera ver crecer a sus nietos".

Antonio habla de sus cuatro hijos, de 6, 8, 10 y 13 años, chiquillos con los que vive en El Vedat de Torrent pero que cuando van a València le dicen a su padre: "Papá, vamos a darle un besito al abuelo". Y entonces caminan hasta la plaza de toros y se plantan delante de la estatua de bronce que hay allí desde 1995.

El joven Antonio comenzó a ir con asiduidad a Caballos Navarro, en Llíria, para montar cada día mejor y poder convertirse en picador. No tardó en conocer los secretos del oficio. “Yo siempre digo que el picador en realidad pica con la mano izquierda, con la que manejas el caballo. Nunca pasé miedo, pero sí sientes la responsabilidad cuando tienes una corrida grande que es televisada, por ejemplo. En cambio, me bajaba del caballo y me ponías delante de una becerrita y se me salía el corazón por la boca”, explica el hombre que pasó por varias cuadrillas: Esplá, Ortega Cano, Manzanares y los últimos ocho años con Padilla. "Mi abuelo murió en 2008, que fue otro golpe durísimo, y a la semana, sin saberlo, me llamó el matador".

Foto: KIKE TABERNER

A los tres años, cuando Antonio ya había picado a Marqués, el cuarto de aquella tarde de 2011, vio desde la barrera la horripilante cogida que convirtió al jerezano en el Pirata. "Es la única vez que hemos fallado a una corrida que teníamos al día siguiente. Yo he visto cómo un Victorino le partía dos costillas y al día siguiente estaba toreando otra vez. Yo sabía que volver, volvería, pero no un 4 de marzo, en Olivenza, apenas cinco meses después. Ni que haríamos 75 corridas, 71 en España y cuatro en América, en 2012".

Con Padilla y con los otros pasó por La Maestranza, que no solo era la plaza donde todos quieren torear sino también donde había muerto su padre. "Es un sitio especial, está claro. Cuando entras allí piensas que es el último lugar donde estuvo mi padre". Pero esa sensación no le asaltaba únicamente en Sevilla, también en los hoteles clásicos de toreros, donde, tumbado en la cama, pensaba en que era posible que su padre hubiese estado en esa misma habitación años atrás. Y cuando esperaba que pasara el tiempo antes de la corrida en una habitación del Wellington, en Madrid, o en el Ercilla de Bilbao, el Gran Hotel de Salamanca o el Tío Pepe de Murcia, miraba al techo y pensaba que su padre podría haber estado exactamente igual que él en sus años de gran banderillero.

El drama del sector

Antonio no perdió el tiempo de plaza en plaza. En cuanto llegaba a casa, sacaba los libros y los apuntes y se ponía a estudiar. Primero Ingeniería Agrícola y luego Veterinaria. Por eso cuando, después de 22 años toreando, se cansó, decidió pasarse a la docencia y asumir mayor responsabilidad en la Universidad Católica, donde, además, luchó por otro objetivo: "Logré sacar adelante la asignatura del toro de lidia. No estaba en el plan de estudios y peleé para incluirla y que los alumnos pudiesen conocer este animal desde el punto de vista veterinario y que podía ser una salida profesional. Sabía que era un tema controvertido pero, cuando lo conocen, descubren que si hay animal privilegiado ese es el toro".

Foto: KIKE TABERNER

Aunque no le ha dado la espalda al toreo. Su hermano sigue como banderillero en la cuadrilla de Antonio Ferrera y la afición y los amigos no se pierden. Por eso se muestra tan preocupado por la situación del sector. "Los toreros viven de lo que sacan durante la temporada y la mayoría no torea desde el Pilar. Son como temporeros que necesitan recoger durante esos meses para poder vivir el resto del año, y ahora no pueden. La gente lo está pasando mal y ya veremos cuándo pueden volver los festejos, porque en los toros, con lo que cuestan las corridas, es inviable un espectáculos con el 30% del aforo. Mi hermano, por ejemplo, solo ha hecho una corrida en Olivenza. Los subalternos son gente que, de media, ganan 25.000 euros, así que están agotando sus ahorros".

Y luego está el drama de los ganaderos. "Este año lo dan por perdido. Es una situación terrible porque están llegando a los mataderos animales que han sido criados durante cuatro o cinco años sin haber podido venderlos. Se dice que un toro cuesta entre cinco y seis mil euros desde que nace hasta que muere en la plaza, y se están vendiendo a precio de carne, a 450 o 500 euros. Y esto sucede sin que ningún partido político haya tomado partido por los toros, que solo reciben 65.000 euros de un premio nacional de tauromaquia y, en cambio, generan más de 1% del PIB. Es un mundo que genera riqueza. La gente debe saber que las ganaderías están donde no hay nadie, así que favorecen al pueblo más cercano y fomentan negocios que florecen alrededor. Por no hablar de su impacto ecológico. Las dehesas son fundamentales para el paso de las aves migratorias y para los linces, los gamos, los ciervos, los jabalíes, las liebres...".

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