Cultura y Sociedad

EL CABECICUBO

MasterChef, 'wannabes' de la alta cocina humillados para usted

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El nuevo 'talent show' de la televisión pública presenta a una serie de aspirantes a cocineros de moda que se ven humillados por un jurado 'mu serio y mu profesional'

VALENCIA. Poner un programa de televisión sobre gastronomía por la noche no es una buena idea se mire por donde se mire. Mucho menos si es después de los partidos de fútbol europeos, como le ha ocurrido a Master Chef, de los que la gente sale o deprimida, como ha pasado tanto en Madrid como en Barcelona este año, o borracha, o empanzada de ganchitos. Un programa sobre comida tiene que ir, como muy bien saben Mariló Montero o Karlos Arguiñano, a mediodía, antes de comer, para que la gente babee como perros de Pavlov aunque tenga delante a un reputado restaurador o las cocinas de un reformatorio.

Pero Master Chef no es un programa de cocina, es un talent show, que es la única fórmula que se atreve a comprar la televisión pública para competir con los chistes de ETA de Gran Hermano. Si quisiéramos establecer diferencias entre un reality y un talent, obviamente, las hay, pero no se dejen engañar, todo gira alrededor de la misma idea. Ya conocen el mantra del Cabecicubo: el objetivo es despertar vergüenza ajena. Con los inicios de Operación Triunfo, El Coro de la cárcel e Hijos de Babel, un concurso de canto para inmigrantes, y Master Chef, el ente público sigue cubriéndose de gloria en este ámbito con gran solvencia.

La fórmula es sencilla. Aspirantes a cocineros profesionales se enfrentan a retos que les proponen chefs de elite. Como no dan el nivel, generalmente suelen cocinar chapuzas. Entonces los jueces les humillan y ellos ponen cara de circunstancia o directamente lloran. En ese momento, cuando ves que toda la ilusión que pone una persona corriente por llegar a ser alguien se desbarata, se enfrenta a la cruda realidad en posición de firmes y queda en ridículo, el telespectador goza. Así es la productividad en la tele moderna.

Un ejemplo claro tuvo lugar en la última entrega. Le encargaron a los concursantes preparar un postre francés, una croquembouche, una pirámide de profiteroles que tenía que sostenerse en pie por el caramelo endurecido que envolvía cada pastelito. Nadie dio pie con bolo, todos presentaron un engendro y los jueces les miraron mal, con cara de asco, como cuando vas al burger y te ponen trozos de cebolla en el whopper del tamaño de la cabeza del lehendakari.

El jurado lo forman Samantha Vallejo-Nágera, hermana de Colate, ex de Paulina Rubio. Jordi Cruz, del Restaurante ABaC, y Pepe Rodríguez Rey, del Bohío. El peso del concurso lo llevan ellos, por eso conducen el espacio con manu militari. Todo les parece una vergüenza, cualquier salida de tono, cualquier informalidad, y su lema viene a ser algo así como 'la cocina no es para reír'. Cruz, al menos, especificó en una ocasión que si pillaba a alguien de su equipo haciendo bromas o de cachondeo en entre los fogones lo largaba de ahí en el acto. Mucha tensión, tíos, como una escuela de ballet soviética.

Algunas veces, los micrófonos captan sus conversaciones privadas, donde se mofan de los concursantes a sus espaldas. Critican sobre todo lo que más quiere ver el espectador, las ínfulas que se dan para tratar de sorprenderles. De hecho, ese tipo de actitud es la que tiene más interés antropológico en el programa. Ver cómo se las ingenia un individuo de a pie para presentar la comida de forma sorprendente, refrescante, juvenil, sofisticada. Ya saben. Plato grande y el alimento dispuesto a lo don Wassily Wassilyevich Kandinsky.



El premio del concurso es que el ganador podrá publicar un libro con sus propias recetas y acceder a una formación que le dispare como superchef de moda. De ahí sus esfuerzos por que sus presentaciones parezcan trendy. Y la alegría del que lo está viendo, cuando a ese wannabe le dicen que el plato que propone da risa tonta sólo de verlo.

No hay que engañarse. En nuestro país odiamos la alta cocina. Principalmente, porque no tenemos acceso a ella. Ni siquiera cuando nuestra economía iba a adelantar a Italia la gente era capaz de gastarse setenta u ochenta euros por cabeza en una cena. Y también, como es lógico, porque no tenemos cultura gastronómica como para entenderla, apreciarla o simplemente saber qué es lo que se está sirviendo o siquiera cómo se llama. Ya conocen el dicho sobre el castellano viejo, que desprecia todo cuanto ignora.

Esto es así. Pero también en sentido inverso. Entre los libros de recetas con los que un servidor cocina, tengo uno sobre gastronomía asturiana que es maravilloso, pero por el prólogo. Juan Cueto dice: "advertía Baudelaire que el dandismo deviene bochorno cuando es emoción estridente y compartida". Y sigue con que en aquella España de 1980, después de que la progresía recuperara los derechos del hombre, habían aparecido los derechos del estómago y el furor gastronómico estaba causando estragos en la resistencia antifranquista. La democracia no trajo ni nuevos filósofos, ni nuevos periodistas, ni nuevos cineastas, advertía, sólo nuevos gourmets, que pasaron "del antifascismo de masas al dandismo de mesas".

"Intentan reciclarse para la exquisitez a través de la gastronomía, sospechándola el colmo del dandismo", se quejaba, con su "nueva cocina, hija de la dietética y de la cursilería". Para a continuación, presentar un recetario asturiano de "cocina de alta montaña, brutal como las cumbres". Toma moreno.

Esta rivalidad que no conoce punto medio entre pueblo duro y hermético que huele a campo aunque viva en medio del asfalto y los snobs, se vio reflejada en este concurso, Master Chef, en una escena muy divertida. Hay una participante de Castellón que resulta muy curiosa de ver porque siempre toma atajos en los retos a los que se enfrenta con trucos propios de una veterana ama de casa. Se llama Maribel y ya ha llorado media docena de veces para deleite de los audímetros. Pues ella, en un capítulo en el que le pidieron un plato tradicional, hizo la tortilla de patatas de su madre. Que no era otra cosa que una tortilla con pimiento rojo y cebolla de toda la vida de dios.

Pepe Rodríguez, con cara de Karanka en rueda de prensa, le dijo que estaba buena, pero que esperaban más de ella, que adónde iba con una miserable tortilla. Lo normal tras los veredictos es que los concursantes se humillen aún más dándole la razón a los gurús que les supervisan. Pues Maribel no pasó por ahí. Llorando, hasta después de su pequeño fracaso insistió en que esa era la tortilla de su madre, que era mucha tortilla, que no la había más rica en el mundo entero y que de cien veces que se lo pidieran presentaría cien tortillas como esa.

Al margen de la competición que se traen los concursantes que van sobreviviendo cada semana, esa fue la única chicha o aspecto genuino hasta el momento de un programa que, por las actitudes impostadas, tanto del jurado como de la presentadora, Eva González, es más tendente a la dentera que al entretenimiento.

Sin embargo, lo mejor, como siempre, está en la intrahistoria. En los castings para seleccionar a los personajes, a los que acudieron miles de personas, se quejaron de que les usaron de falsos figurantes en un casting final. Los afectados han creado plataformas, grupos, foros y blogs en Internet. Sus sueños rotos y sus lamentos constituyen todo un prodigio de literatura involuntaria. Debería documentarse este suceso porque ahí sí que ha estado la verdadera 'telerealidad'.

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