Vivir para ver. China, la segunda potencia del mundo, de rodillas por culpa de una rata voladora. Los americanos y los rusos se frotan las manos con el coronavirus. La epidemia es el desquite inesperado e involuntario de la industria tradicional europea, hecha añicos por los chinos
China celebra el Año de la Rata. Macabro presagio. La muerte avanza en forma de rata voladora. El murciélago, el animal que ve en la noche de los tiempos, puede ser, según los expertos, el causante del coronavirus. Su participación se dio por descontada en el ébola y el SARS, los dos virus que le metieron el miedo en el cuerpo al mundo rico.
El coronavirus certifica nuestra fragilidad de humanos. Nos sitúa frente a la incómoda presencia de la muerte, tabú entre tabúes del siglo XXI. “Recuerda que has de morir”, insiste en decirnos la epidemia que ha desatado el pánico internacional. A falta de conocer la evolución del virus, Occidente, inmerso en una nueva Edad Media, tal como pronosticó el sabio Umberto Eco, ya tiene su peste bubónica. Como entonces, las ratas son culpables. China, al celebrar su Año de la Rata, dinamiza el comercio mundial exportando miedo. Pero las Bolsas no entienden el mensaje y se hunden, mientras el Mobile se tambalea.
China asediada, tocada ¿y hundida? Tal vez sea víctima de la guerra bacteriológica que nos espera. O acaso otra falsa alarma para desatar el pavor mundial
Psicosis, pánico, desabastecimiento de mascarillas, xenofobia y racismo, cuarentena para los leprosos de un tiempo aciago y manejado por canallas que buscan sacar tajada de este río revuelto de pasiones desordenadas. La muerte danza en las televisiones de todo el orbe. La muerte como espectáculo en horario de máxima audiencia. Cansados de la rutina, compramos nuestra papelina de amarillismo diario como yonquis de crónicas sensacionalistas que los medios nos suministran con diligencia y puntualidad de reloj suizo, y sin el menor pudor. Dinero, dinero, hagamos también negocio de esto. Una presentadora rubia, delgada y distante pronuncia con estudiada vocalización: “El número de muertos asciende ya a…”. El morbo asegurado.
Una vez más, las masas son manipuladas en aras de la seguridad internacional. Lo hacemos por vuestro bien. Todo borrego debe seguir las instrucciones del Gran Hermano comunista chino. Entretanto, la censura, la versión oficial de los hechos, tan cicatera con la verdad; el ocultamiento de la dimensión de la tragedia; los campos de concentración; las primeras fisuras en un régimen totalitario que, como todos, se creía eterno. China, la China de Mao y Deng Xiaoping, la China de Xi y la de los emperadores, la China de Huawei y del todo a cien, la segunda potencia del mundo, la que contribuyó a machacar a la industria tradicional europea, encuentra por fin la horma de su zapato. Soberbio desquite de los perdedores de la globalización.
Entretanto, se oyen las risitas de los americanos y de los rusos. Donald Trump y Vladímir Putin, aliados por necesidad y hermanos en testosterona, celebran con vodka la crisis de los amarillos. Compadrean en una dacha rusa. Puede que con la compañía de ninfas rubias y de ojos azules. China asediada, tocada ¿y hundida? Tal vez víctima de la guerra bacteriológica que nos espera. Lo veremos. O acaso sea otra falsa alarma para desatar el pavor mundial.
Algunos chinos se mueren y no son felices. El resto quiere vivir aunque esa vida no merezca ser vivida. En Holanda, pueblo más adelantado, acaso porque vio nacer a Baruch Spinoza, repartirán, a muy poco tardar, pastillas letales para los ancianos mayores de 70 años, “cansados de vivir”. Sabia decisión la de Holanda (¿cómo demonios ha pasado a llamarse este país?) que entronca con la Biblia. El libro de libros aconseja desaparecer a la edad de 70 años, antes de que se inicie el declive acelerado de los cuerpos y las almas.
Sin embargo, el pueblo chino, mayoritariamente joven, robusto y engañado por sus autoridades, se agarra a la vida como un náufrago a una colchoneta pinchada. Es difícil entender esa pasión inútil, salvo si tenemos en cuenta que los chinos, a excepción de una minoría, son ateos. Para ellos, los pobres, la vida acaba aquí, sin la esperanza de un más allá. ¿Trabajar 365 días al año, doce horas al día, para esto? ¿Para morir por el virus propagado por una rata voladora? Porca miseria.
Lo decíamos: 2020, el Año de la Rata. Metáfora precisa y oscura de un tiempo ya de por sí muy negro. Abandonemos toda esperanza. Sólo nos queda rezar a san Vicente Ferrer y confiar en que el Apocalipsis se demore hasta después de Fallas o, siendo muy optimistas, hasta las Hogueras de San Juan.
Después, que Nostradamus nos quite lo bailao.