VALÈNCIA. Para hablar de Jaume Plensa (1955, Barcelona) uno debe situarse en dos posiciones diferenciadas, aunque ambas importantes: la exterior y la interior. La exterior pasa por el justificado runrún que se genera cuando desembarca en una u otra ciudad, urbes que moldea a través de un “fragmento” de su obra. Un fragmento, sí, porque estas piezas forman parte de un todo, tal y como explica el autor. Sus intervenciones en el espacio público han fijado su universo en el imaginario colectivo, una obra que encuentra en la calle el pulso de un frenético contexto no siempre propicio al hecho creativo. Y Plensa lo sabe. Y lo busca. El artista llega a València con una muestra impulsada por la Fundación Hortensia Herrero que desplegará siete de sus tridimensionales retratos sobre las aguas de la Ciudad de las Artes y las Ciencias (dos de ellas, por cierto, con billete de no retorno, pues serán adquiridas por Hortensia Herrero, una a título personal y otra a través de la fundación para donarla a la ciudad). "Es una de las instalaciones más bellas que he hecho jamás”, explica el artista horas antes de cortar el lazo rojo de una exposición a la que, por cierto, seguirá una intervención en el futuro Centro de Arte Hortensia Herrero.
Esta es la cara exterior. Ahora toca hablar de la interior. “Soy una persona muy emocional”, declara cuando apenas le hemos realizado una pregunta. Como si confesar algo así fuera cosa fácil en los tiempos que corren. Plensa carga su relato de sensibilidad, especialmente cuando la conversación deriva en tintes poéticos. Y sí, también hablamos de Vicent Andrés Estellés. De su primer encuentro en la Malvarrosa le queda el recuerdo del inicio de una relación cimentada en la admiración y despojada de poses. Jaume y Vicent se hablaban de tú a tú. Más de tres décadas después de esa primera toma de contacto, el catalán rememora cómo se gestó esa conexión en la misma ciudad que hoy admira las llamadas popularmente ‘cabezas de Plensa’. Nosotros, por lo pronto, nos conformamos con entrar un poquito en la cabeza de Jaume.
-¿Cuál es su estado de ánimo habitual cuando se enfrenta al hecho artístico?
-Soy una persona muy emocional. Me gusta acariciar las cosas, tocarlas, vivirlas. Siempre está la visita al lugar, pero también es importante la visita a mis ideas. Hay una parte física y una virtual que en algún momento se han de encontrar, es un proceso que genera ansiedad, pero cuando se da ese encuentro todo florece de una forma espontánea y natural. Esta relación [con la Fundación Hortensia Herrero] ha sido especialmente interesante porque yo, desde siempre, trabajo con agua. Cuando me ofrecieron participar en este proyecto fue muy emocionante porque [la Ciudad de las Artes y las Ciencias] era un lugar natural para mí. Lo que pasa es que la escala del lugar es muy potente, ¿cómo podía introducir esa intimidad o ternura en en un lugar tan fuerte?
-¿Cómo ha afectado este contexto 'calatravesco' al proyecto?
-No ha afectado. Simplemente he buscado el diálogo con el espacio. No busco la escala con el lugar, sino la escala con la gente que lo visita. Mi relación es con el individuo que habita esos lugares. La arquitectura se ha vuelto un gigante y el ser humano una pequeña hormiga y, en este contexto, la escultura se convierte en un puente extraordinario entre las dos cosas, una escultura que protege al ser humano de esos gigantes que nos hacen sentir diminutos. Todo esto solo se puede lograr de una forma poética. Por eso estas piezas están con los ojos cerrados, están buscando el espacio interior… en el espacio público. Esto produce que el espectador también cierre los ojos y mire dentro de si mismo, que mire esa cantidad de belleza ocultamos y que a veces, por pudor, no comunicamos.
-Es curioso que, a pesar de que hablamos de un contexto muy luminoso, esa Ciudad de las Artes blanquecina y bañada por el sol, usted nos plantea un viaje a la oscuridad.
-Sí, de hecho las piezas tienen una patina negra oscura. Tengo muchas obras blancas, por ejemplo la que está instalada en la Plaza de Colón de Madrid, pero aquí me parecía que no era lo adecuado. Tenía que buscar en este lugar tan abierto a la luz ese lado profundo, interior, para llevar a la gente a ese espacio ausente, de ensoñación. El sueño te permite analizar la realidad de la forma más pura. Muchas veces nos basamos en lo racional, pero yo creo que nuestro cerebro es un lugar absolutamente salvaje. Estas piezas te llevan a este lugar húmedo, oscuro, más primigenio.
-Quizá por esto muchos expertos le vinculan a la poesía, un género muy ligado a la emoción.
-Es interesante porque esta oscuridad de las piezas también las convierte en invisibles de noche, lo que obliga a trabajar una percepción visual que estamos perdiendo con el tiempo. Estamos acostumbrados a que todo sea hipervisible y esto hace que se nos escape lo que está al otro lado de la luna. Estos días que estoy en València me los paso mirando como se mueve la luz. Cada movimiento del sol hace que una cara aparezca y otra desaparezca, convirtiendo una en sombre y otra en luz. Esto es una imagen muy poética de la vida. No hay nada totalmente en la luz ni totalmente en la oscuridad. Esto es la vida.
-Habla de provocar ternura, de proteger al espectador…
-Se trata de crear una protección poética para que el espectador esté en silencio, un silencio mental que le permita desarrollar sus ideas. Hay un ruido constante, sobre todo hoy que tenemos una capacidad de información inmediata, pero a veces nosotros no somos tan rápidos como las técnicas que hemos generado. Hemos de tener este contrapunto de silencio, que no quiere decir estar callados. Ahí es cuando pueden florecer ideas propias en el individuo. Creo mucho en el individuo, para mejorar una comunidad hay que mejorar a cada persona, aunque tome más tiempo.
-Su obra podría ser considerada casi antisistema, entendida como ese contrapunto de la rapidez y la tecnología que alimenta la sociedad actual.
-Piensa que yo también utilizo esa rapidez y esos sistemas, yo también vivo esta contradicción. Trabajo con sistemas tecnológicos pero intento mantener esa parte del ser humano casi ancestral. Cuando el cerebro creció no borró la parte más animal de nuestro cuerpo, simplemente sobrepuso una capa más. Estas capas es una definición en estado puro de la escultura. No se puede hablar de escultura sin hablar de tu vida, de tu época y de tu crecimiento como persona. Lo que hago hoy no lo podría haber hecho hace veinte años, porque va absolutamente unido a tu crecimiento humano. La escultura son capas, estratos. Que haya uno más arriba no quiere decir que haya desaparecido el de abajo. También por esto me gusta el agua. Estas piezas nacen del agua, están en un lugar que nos une a todos. El agua es el gran espacio público. Eso de que los océanos nos separan es una estupidez: un océano nos une. El agua siempre está en movimiento. La que hoy está delante de València igual después está en Rio de Janeiro. Este es el lugar donde todos los seres humanos nos encontramos y esto es escultura en estado puro. Lo demás son detalles.
-Se busca llevar al público a un estado de tranquilidad pero, al mismo tiempo, se enfrentarán a su obra en un contexto 'ruidoso' y, quizá, sin preverlo, al contrario de lo que pasaría en un museo.
-La gente que va al museo ya va predispuesta a ver arte, le gustará o no, pero aquello para ellos ya es arte porque está en el contexto apropiado. Pero a mí me excita mucho cuando tienes que sobrevivir en el espacio público, sin contexto. Tengo que mandar el mensaje en su máxima pureza en un lugar que no está preparado para ello. Requiere un esfuerzo por ambas partes, por la del artista y la del espectador. Este balance entre mis exposiciones en museos y galerías y el espacio público me da una energía especial.
-Hablábamos antes de poesía, usted está especialmente unido a Vicent Andrés Estellés.
-Recuerdo que, cuando vivía en Berlín, me llegó un libro que se llamaba Hotel París y me emocionó profundamente. A través de amigos en València logramos que [Vicent Andrés Estellés] me recibiera y, lo que tenía que ser una hora con él, acabó en dos días. Nos fuimos a la Malvarrosa a fumar y a beber. Nunca he intentado conocer a los artistas que me han interesado, pero con Estellés fue distinto, creía que también tenía que conocer al hombre. Y acerté. Su obra me ha acompañado toda la vida. Hotel París es uno de los libros de poesía fundamentales en España, lo que pasa es que es un poeta poco conocido, tal vez por escribir en una lengua que no era la general, con textos políticos... A veces la vida de las personas no se escoge, es. Y Estellés tuvo una vida difícil en este sentido. Cuando nos conocimos yo le pedí permiso para hacer un libro de artista con Hotel París, en una época en la que no me conocía nadie. Él me dio permiso instantáneamente pero su editor no. Después de estar esperando desde 1984, el año pasado lo logré. Estellés tiene en común conmigo esa defensa de lo mediterráneo, que no es exactamente un país, es un lugar, es un estado de ánimo. Es una aproximación a la realidad muy particular de nuestro entorno, un lugar donde las cosas no se tocan, se acarician.
-¿Qué descubrió de ese Estellés 'hombre' más allá del artista?
-Él tenía esta capacidad enorme de transformar lo cotidiano en extraordinario. Esto es rarísimo. Algo tan natural como hablar del puerto, de una silla, de una cama, se convertía en algo general que nos afectaba a todos. Era un hombre de una humildad absoluta. Recuerdo que hablábamos de todo menos de poesía, que es lo que hay que hacer [ríe].
-Ese primer encuentro, además, en la Malvarrosa, otra vez el agua como elemento de unión.
-Fue extraordinario. Cuando he conocido a otros poetas también ha sido así, por azar, charlando. Ahí es cuando de verdad se dicen cosas fundamentales, no en un púlpito o es una escuela. Esta dualidad entre dos personas, que yo he desarrollado mucho en mi obra -por ejemplo, en la Crown Fountain-, esta idea de conversación que crea un especie de energía en el centro es lo que de verdad a mí me interesa.
-Entre tantos proyectos internacionales a corto plazo y el taller en Sant Feliu de Llobregat, ¿encuentra el silencio del que habla su obra?
-Tengo un equipo a mi alrededor extraordinario y ellos me permiten este espacio personal. Dibujo mucho y es ahí donde encuentro la máxima intimidad. Soy una persona muy contradictoria. Hago uso de toda la tecnología del mundo para llegar a lo más primitivo. Todo esa intimidad para acabar trabajando con un equipo enorme. Lo físico y lo espiritual. Estas dualidades han generado una fricción que, al final, es lo que te hace crecer.
-Resulta difícil en el mundo en que vivimos no ser contradictorio.
-Lo difícil es aceptarlo [ríe].