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crítica de concierto

De lo sublime a lo mediocre en el mismo concierto

Las dos obras programadas este martes en el Palau de la Música se ofrecieron con niveles muy distintos: desde la tensa y expresiva lectura de Sibelius a una interpretación bastante plana de Berlioz

9/05/2019 - 

VALÈNCIA. En ambos casos se trataba de partituras muy conocidas, el Concierto para violín del primero, estrenado en 1905, y la Sinfonía Fantástica del segundo, compuesta en 1830. Dirigía Mikko Franck a la Orquesta Filarmónica de Radio France, con Hilary Hahn como solista en Sibelius.

El Concierto de éste dio comienzo a la sesión, y el violín de Hahn, terso y purísimo, cautivó inmediatamente al público. Se siguió con interés el trayecto por una obra tocada multitud de veces en la misma sala, y de la que se han hecho también muchísimas grabaciones. Pero Hahn, auténtica orfebre de cada frase, de cada ataque –y del concepto global de la partitura-, consiguió que se escuchara con la atención y la sorpresa de una primera vez.

Orfebre y minuciosa, pero en absoluto fría. Hasta en los pasajes vertidos con austero y voluntario ensimismamiento, lograba una potente transmisión emocional. Se diría que esa transmisión empezó casi en la primera nota de su primera frase, en el pianissimo imperceptible con que el violín responde a la orquesta. Pero este Sibelius es rico en contrastes. Cuando, al poco, un pasaje muy agitado rompió el clima inicial, ella puso toda la energía de su arco al servicio de esa agitación... que tampoco duró demasiado. Otras veces, las frases del violín eran interrumpidas por breves golpes de arco del propio instrumento, traduciendo el dramatismo que subyace en esta obra, y que interpretaciones en exceso dulzonas apenas sacan a la luz.

El tono sombrío y la sensación de soledad fueron muy evidentes a lo largo de toda la partitura. Incluso en el tercer movimiento, cuyo ritmo de danza puede inducir a engaño. Porque el sordo galope que avanza la cuerda grave de la orquesta no es de muy buenos augurios. Dirigida con tino por su titular, Mikko Frank, la agrupación francesa participó con éxito en la creación de la atmósfera requerida. 

Foto: EVA RIPOLL.

El acompañamiento que para ella dispuso el compositor puede parecer irrelevante, pero no lo es en absoluto. La orquesta no funciona aquí como un tapiz de fondo sobre el que el violín despliega sus volutas. No es tampoco el partenaire con quien dialoga el solista, de igual a igual, en las formas más ortodoxas del concierto. El clima que la orquesta va proponiendo, con insinuaciones breves o mediante intervenciones algo más largas, lo desarrolla o lo contradice el violín, de la misma forma en que lo hace consigo mismo. Las pocas ocasiones en que la orquesta se lanza con algo más de volumen y brillo, también duran poco, y su brevedad aumenta la congoja, precisamente porque se suman a la inestabilidad y la tristeza sugeridos por el solista. Los colores de instrumentos y secciones están trazados con una gran meticulosidad, y la lectura de Mikko Franck fue perfectamente acorde con la de Hahn.

La violinista americana lució, como siempre, una afinación y una agilidad impecables, se valió de un fraseo riquísimo en detalles, y su virtuosismo estuvo al servicio de un todo coherente. Ha sorprendido con frecuencia la originalidad de sus versiones, y esta vez volvió a arrojar luces nuevas sobre la obra interpretada.

De regalo, antes de abandonar el escenario, ofreció la sarabande de la Partita núm. 2 para violín solo de Bach, compositor al que ha dedicado mucho tiempo en su carrera. Tras escucharlo, nadie se asombró ya de lo que había hecho con Sibelius. 

Segunda parte, a bastante distancia

Tras el descanso, ya sin la violinista, le llegó el turno al Berlioz de la Sinfonía Fantástica. Es esta una obra con anclajes importantes en la biografía del compositor, como el amor hacia Harriet Smithson, pero que va mucho más allá de la autocontemplación. Supone, de hecho, el intento decisivo de utilizar en las obras instrumentales referentes literarios o descriptivos (la Sinfonía Fantástica lleva como subtítulo “Episodios de la vida de un artista”), y Berlioz escribió un programa que los relata, para ser distribuido entre los oyentes. Programa que se plasma, de alguna manera, en los nombres que llevan los movimientos, muy lejanos a los tradicionales Allegro – Andante - Rondo: nos encontramos, en su lugar, con Sueños y pasiones – Un baile – Escena en el campo – Marcha al cadalso – Sueño de una noche de Sabbat

Foto: EVA RIPOLL.

La música, efectivamente, se ciñe –en la medida en que la música puede hacerlo- a estas referencias extramusicales. Tras los efectos de una sesión de opio, el artista (posiblemente, el mismo Berlioz) ve aparecer a la amada como una imagen inalcanzable, y la persigue en diversos contextos, que están, todos ellos, envueltos en las brumas de la droga: un baile, un paisaje en el campo, la marcha hacia el cadalso y un aquelarre. Como se ha señalado muchas veces, se trata de un grandioso fresco donde las obsesiones del universo romántico se ponen ante el espectador, pero con recursos exclusivamente instrumentales. 

Ello implica el quebrantamiento de la estructura clásica de la forma de sonata, la aparición de la llamada “idea fija”  (tema musical que, en este caso, hace referencia a la amada inalcanzable, pero que hace pensar en el germen del leitmotiv wagneriano), el desdibujamiento de las fronteras entre música y literatura, la apertura del camino hacia el poema sinfónico y la obra de arte total, la libertad en lo que se refiere al nombre, número, estructura y carácter de los movimientos, la necesidad de ampliar con nuevos instrumentos la plantilla orquestal y, en consecuencia, el concepto diferente de la orquestación, de la que Berlioz fue maestro consumado.

Ciertamente, alguna de estas novedades aparece ya en obras anteriores (y la introducción de un coro que canta la Oda a la alegría de Schiller en la Novena Sinfonía de Beethoven da fe de ello). En cualquier caso, la Fantástica de Berlioz marca un importante punto de inflexión en las trayectorias que tomará la música del XIX: por un lado, la que conduce hacia Liszt, Wagner, Mahler y Richard Strauss, más ligada a estos nuevos presupuestos. Por otro, la que siguió Brahms y defendió sin ceder ni un palmo el crítico Hanslick, que entronca, en mayor medida, con la tradición anterior.

Foto: EVA RIPOLL.

Debido al carácter premonitorio que tuvo, esta obra de Berlioz no debiera tocarse nunca de la manera rutinaria con que fue ofrecida por la Orquesta Filarmónica de Radio France. Allí no pasaba nada, desde el primer movimiento al quinto. Una fría corrección, un buen ajuste y unos impecables solos de la madera no bastan para transmitir la fuerza de ese gran manifiesto romántico en torno al arte y la vida. Tampoco bastan para poner en valor las aportaciones en el campo de la forma y la orquestación. Faltaba esa bruma del opio que debiera envolver la imagen de la amada. Faltaba el carácter onírico que tienen aquí el vals y la escena campestre: no se trata de un vals ni de un campo reales, sino de fantasiosos retazos sobre esa realidad. Faltaba el auténtico terror en la marcha al cadalso, el terror que encoge el ánimo y que no se consigue sólo  extremando el forte. Mejor estuvo el Sueño de una noche de Sabbat, con el carácter demoníaco algo más conseguido, pero sin llegar a hacerlo creíble.

Faltaba, en definitiva, la profundización en la partitura y la capacidad para transmitirla al público, faltaba lo conseguido en el Concierto para violín de Sibelius. Se ofreció después como regalo Finlandia, también de Sibelius, donde se recuperó, aunque sólo en parte, la tensión inicial.

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