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tribuna libre / OPINIÓN

Déficit democrático y reforma constitucional

6/01/2018 - 

Un antiguo proverbio que todo el mundo conoce sostiene que aquellos que no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo. La cita es de George Santayana, un filósofo y ensayista de origen español, de gran talento, pero que apenas vivió en Madrid algunos años de su infancia antes de marchar a Estados Unidos –luego volvería a Europa, a Inglaterra, Francia e Italia, pero nunca a España-. Hoy, en nuestro país, casi nadie lo recuerda y menos aún se cita. Es un síntoma de lo acontecido con algunos de nuestros paisanos más notables a lo largo del siglo XX… Y como los hemos olvidado, también hoy vemos que no pocos jóvenes dotados del mismo talento que Santayana han de hacer las maletas y marcharse de España para buscar trabajo y cauces a su capacidad. Repetir los errores del pasado es perfectamente evitable cuando somos conscientes de ellos y tenemos voluntad de superarlos haciendo las cosas de otra manera.

En estos días, una parte de la sociedad española debate sobre la idoneidad de reformar la Constitución. Un cúmulo de circunstancias han puesto encima de la mesa el hecho de que es posible que nuestra Carta Magna de 1978 esté empezando a dar síntomas de envejecimiento: la crisis catalana y el conflicto territorial; la insuficiente financiación de algunas administraciones –las comunidades autónomas, de forma señalada-; la patente desigualdad entre los ciudadanos que introducen elementos como el concierto vasco y el convenio navarro, las policías autonómicas, el sistema electoral, etc.; la atención deficiente a los derechos sociales, económicos y culturales de una parte importante de la ciudadanía, que nos sitúa en este punto a la cola de la OCDE; la irritante inoperancia del Senado… Añada el paciente lector lo que tenga a bien: seguro que algo va a encontrar.

Parecen, a priori, elementos suficientes para abrir un proceso de reforma, máxime cuando se viene reclamando con insistencia desde hace más de dos décadas. ¿Por qué, pues, continúa encallado, y la Constitución sigue intacta y virginal? Las razones que explican algo tan extraordinario pueden ser muchas. Pero, como historiador, recupero la afirmación de Santayana para echar un vistazo al pasado y comprobar que, de nuevo, estamos ante un más que posible error repetido. Y es que nuestro país no ha sabido hacer nunca, a lo largo de los últimos dos siglos, una reforma constitucional mínimamente normal. Repito: nunca. España ha optado siempre por la ruptura constitucional, no por la reforma. De ahí que podamos enumerar tantas Constituciones en los siglos XIX y XX: 1809, 1812, 1834, 1837, 1845, 1856, 1869, 1876, 1931… Y no cito los proyectos, como el republicano federal de 1873; o los textos pseudoconstitucionales, como el Fuero de los Españoles (1945). Nuestros políticos, nuestras autoridades, ante un cambio en el Gobierno o un golpe de Estado, tradicionalmente han tirado a la papelera la Constitución vigente y han optado por hacer una nueva. Y si, como por milagro, algún texto ha perdurado durante décadas, se incurre en el otro extremo: se mantiene intacto, sin cambios ni adaptaciones, no se reforma, no sea que vaya a suceder algo malo… Al final, la rigidez y la esclerosis propician la fractura y su desaparición.

El mejor ejemplo nos lo proporciona la Constitución de 1876, hasta la fecha la más longeva de nuestra historia: casi 50 años. Pues bien, en todo ese tiempo no sufrió la menor modificación, ni una coma. Aquella estabilidad, que a partir de 1898 fue más presunta que real, se acabó con la dictadura de Primo de Rivera. La segunda República, la guerra civil y el franquismo vinieron después. ¡Cuánto mejor habría sido modificar la Constitución a tiempo para adaptarla a cambios y transformaciones! El profesor García Canales explicó tiempo atrás las claves de aquel hecho:

“Una Constitución nacida de las inquietudes e intereses de los grupos sociales dominantes en un momento dado es utilizada hasta la desnaturalización por esos mismos grupos, y convertida en valladar frente a posibles reformas; algo así como un corsé jurídico o freno de la evolución social y política. Una Constitución holgada y flexible se convierte en el respaldo jurídico de los intereses tradicionales, pues, pese a todas las denuncias y presiones, la clase política beneficiaria de la Restauración permanece conscientemente maniatada por las trabas formales de la «vigente» legalidad, sin hacerse eco de los cambios profundos que en la sociedad española se están efectuando”.

Una Constitución convertida en un corsé jurídico que da la espalda a los cambios profundos que experimenta España… ¿No les suena de algo? En el fondo, todo es un problema de cultura constitucional y tradición democrática. Y nuestro país no tiene ni lo uno ni lo otro. ¡Qué le vamos a hacer! Este es uno de los déficits democráticos que arrastramos desde tiempo atrás. Pero culturas y tradiciones se construyen con el tiempo, y ahora hay una magnífica oportunidad de dar un ejemplo de madurez política que demuestre que vamos por el camino correcto. ¿Cómo? Llevando a cabo una reforma que adapte nuestra Constitución a los nuevos tiempos, que la acerque a las nuevas generaciones para que éstas la hagan también suya, que la sintonice, en fin, con la situación real del país: esta ya no es la España de la Transición, nos guste o no.

Y no valen excusas. A la pregunta de qué debe reformarse, ahí está como base el dictamen dado por el Consejo de Estado a petición del presidente Rodríguez Zapatero sobre cuatro asuntos concretos: eliminar la prevalencia del varón sobre la mujer en la sucesión de la Corona, recoger en la Constitución el hecho de la integración europea de España, la reforma del Senado y la inclusión de los nombres de las comunidades autónomas. Eso sería el mínimo. Pero, a partir de ahí, y dado que va a ser necesario utilizar el procedimiento más complejo del art. 168 y ratificar la modificación mediante referéndum, parecería prudente incluir otras cuestiones también necesarias: por ejemplo, el reconocimiento de garantías eficaces para los derechos económicos, sociales y culturales; consolidar el modelo de organización territorial, definiendo con claridad el reparto de competencias; mejorar la participación de las comunidades autónomas en las decisiones e instituciones del Estado, concretando los instrumentos y órganos de colaboración; o —y esto es fundamental para los valencianos— la constitucionalización de los elementos esenciales del modelo de financiación autonómica, eliminando desigualdades y agravios.

Y para esto no es estrictamente necesario un consenso como el que hubo en 1978. Entonces se trataba de hacer una Constitución (ejercer el poder constituyente); ahora hablamos de una modificación del texto (ejercer el poder de reforma), que es algo muy distinto. Hay que ponerse en marcha y alcanzarlo mediante trabajo, negociaciones y buena voluntad. Lo que no es de recibo es pedir que el resultado final esté decidido antes de empezar… En estos momentos, el consenso debe centrarse en el deseo de iniciar y rematar la reforma. Y si realmente no existe ese deseo por parte de alguien, que lo diga antes de empezar y no busque excusas.

La reforma debe dotarnos a todos los españoles de nuevas posibilidades y de unas reglas del juego democrático más ecuánimes y transparentes. En el caso de los valencianos, ya hemos puesto encima de la mesa el problema de la financiación y de una de sus consecuencias: la escasa inversión del Estado en infraestructuras (y en otras muchas cosas más). Esto debería regularse en la reforma constitucional. Pero también debe resolverse de una vez el litigio en torno al derecho civil valenciano. No puede ser que nuestro Estatuto de Autonomía tenga una redacción imposible, a juicio del Tribunal Constitucional –que no de la propia Constitución-. No puede ser que a estas alturas continúen en vigor los decretos de Nueva Planta. No puede ser que los gobiernos autonómicos de media España puedan legislar en materia de derecho civil, y que los de la otra media –incluida la Generalitat valenciana- no puedan hacerlo. No puede ser que la Constitución reconozca y ampare unos derechos históricos, y niegue y destruya –a través del Tribunal Constitucional- otros. Todo ello tendría solución mediante un sencillo cambio en el texto de nuestra Carta Magna –lo siento, esto no se arregla con la legislación estatal ni reformando otra vez el Estatuto-. Y no se imaginan la cantidad de cosas que podríamos transformar y mejorar con algo tan simple como la capacidad para hacer nuestras propias leyes civiles.

Y, para acabar, vuelvo al tema central proporcionando un par de datos: a día de hoy, dos terceras partes del censo electoral de nuestro país no pudo participar en el referéndum de 1978; es decir, dos de cada tres votantes españoles de hoy día no tuvieron papel alguno en la sanción de nuestra Carta Magna. Este argumento tiene una importancia relativa si el texto se actualiza y modifica periódicamente, de una forma transparente y con la participación –o, al menos, la complicidad- de la población de un país. Y no hace falta referirse a la Constitución alemana de 1948, reformada más de 60 veces; o a la francesa de 1958, en otras 25 ocasiones. Sin ir más lejos, la portuguesa de 1976 –coetánea de la nuestra- ha sufrido siete (7) cambios desde entonces, que han permitido modificar, entre otras cosas, aspectos ideológicos, de organización institucional y la regulación en materia económica y social.

Pero, por lo que parece, aquí la intención de algunos es la de momificar la Constitución declarándola intangible in saecula saeculorum. Seguramente, ignoran nuestro infausto pasado y por ello tratan de condenarnos a repetirlo. También nos juzgan inmaduros, incapaces de llevar adelante una reforma como ésta. Pero, como dije al principio, repetir los errores del pretérito es evitable cuando somos conscientes de ellos y tenemos voluntad verdadera de cambiar de comportamiento. Y si se hace de forma inteligente, puede conseguirse una renovación de la legitimidad de la principal de nuestras leyes, y, por el mismo precio, sumar a las nuevas generaciones –los menores de 60 años, vaya- al consenso constitucional de una forma activa. Además, daríamos una muestra indudable de madurez política, de cultura constitucional, un paso irreversible en el camino de convertir la democracia en una tradición: habremos vencido a nuestra propia historia reciente. No permitamos que, como en tantas ocasiones del pasado, la Constitución se convierta en un problema.

Y mientras el Ejecutivo y los principales partidos de nuestro país se lo piensan, a uno le viene a la cabeza otro viejo adagio que nos recuerda que la causa de muchas revoluciones es la pasividad y la estrechez de miras de los que gobiernan. Aquí ya ha ocurrido en otras épocas anteriores: veamos si, recordándolo, podemos evitar que se repita, aunque solo sea por rendir un homenaje a la memoria de George Santayana.

Javier Palao Gil es profesor titular de Historia del Derecho en la Universitat de València y Vicepresident quart de l’Associació de Juristes Valencians

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