Una denuncia, de acuerdo con la legislación española vigente, es el acto por el que una persona pone en conocimiento de una autoridad la existencia de un hecho constitutivo de infracción penal o administrativa.
Las denuncias verdaderas, que proporcionan información ajustada a la realidad, son socialmente muy valiosas, en tanto en cuanto incrementan la probabilidad de sancionar a los infractores y, a la postre, aumentan la eficacia disuasoria de las sanciones y, de esta manera, previenen conductas dañinas para la sociedad. Además, propician la adopción de medidas dirigidas al restablecimiento de la legalidad conculcada. Por ejemplo, la denuncia de los vertidos ilegales efectuados en un acuífero puede facilitar la detección y castigo de los culpables y la pronta descontaminación de aquél.
El problema es que los individuos que conocen la existencia de infracciones carecen frecuentemente de incentivos suficientes para denunciarlas, a la vista, entre otras circunstancias, del riesgo de sufrir las represalias de los infractores. De ahí que el legislador trate de compensar esa falta de alicientes con diversas medidas encaminadas a fomentar las denuncias. Una manera de conseguir este objetivo es garantizar su confidencialidad, es decir, prohibir que la autoridad que recibe la denuncia revele la identidad del denunciante, lo que protege a esta persona frente a las referidas represalias.
Otra manera consiste en permitir las denuncias anónimas, que no indican la identidad de la persona que las formula. La gran ventaja del anonimato es que proporciona al denunciante una mayor protección frente a eventuales represalias que la confidencialidad, al enervar el riesgo de que la información sobre su identidad acabe siendo filtrada a los denunciados.
El anonimato, sin embargo, también tiene inconvenientes. Por un lado, incrementa el riesgo de que se formulen denuncias falsas, que suministran información no ajustada a la realidad y que, obviamente, son perjudiciales para la sociedad, en la medida en que pueden menoscabar seriamente los intereses legítimos –por ejemplo, la reputación– de los individuos denunciados, distraer a las autoridades del cumplimiento de sus funciones e inducirles a realizar costosas investigaciones carentes de utilidad.
Por otro lado, la posibilidad de presentar denuncias anónimas puede ser utilizada por las autoridades para burlar las normas que limitan sus facultades de dirigir inspecciones o investigaciones contra ciertas personas. Las autoridades encargadas de investigar la comisión de infracciones no tienen –o no deberían tener– libertad absoluta para elegir las empresas y los ciudadanos contra los cuales se dirigirán dichas actividades, pues semejante libertad entrañaría un riesgo intolerable de abusos y arbitrariedades. Si, por ejemplo, el Gobierno pudiera decidir de manera totalmente discrecional quién va a sufrir una inspección fiscal, es probable que utilizara esta discrecionalidad para hostigar a los rivales políticos. Por ello conviene restringirla. Pero, si admitimos que cualquier persona que resulta denunciada anónimamente pueda ser objeto de inspecciones y sanciones, a las referidas autoridades se les abre la posibilidad de presentar denuncias anónimas para eludir las reglas que restringen sus facultades de seleccionar a las personas cuya actividad puede ser inspeccionada y ulteriormente sancionada.
Además, la información suministrada a través de la denuncia puede haberse obtenido ilícitamente, en cuyo caso el anonimato del denunciante dificulta el castigo de los culpables de esta conducta ilícita y, a la postre, propicia que ésta se lleve a cabo.
A la vista de las ventajas e inconvenientes del anonimato de las denuncias, el legislador español lo ha proscrito como regla general desde hace mucho tiempo. El artículo 62.2 de la Ley del Procedimiento Administrativo Común es claro y tajante: «Las denuncias deberán expresar la identidad de la persona o personas que las presentan». Los artículos 266 y 267 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal exigen incluso que las denuncias vengan firmadas por el denunciante. Y una regulación semejante contienen otras muchas disposiciones legales y reglamentarias dictadas, por ejemplo, en materia de seguridad vial, inspección laboral y régimen disciplinario del personal al servicio de la administración, que además añaden que «no se tramitarán las denuncias anónimas».
Es probable que en esta solución tradicional de nuestro Derecho hayan influido las connotaciones negativas asociadas a las denuncias anónimas de resultas del importante papel que éstas jugaron en las prácticas de la Inquisición española y en numerosos regímenes políticos opresivos.
Sin embargo, la regla del anonimato ha sufrido recientemente una considerable erosión como consecuencia de al menos las tres circunstancias siguientes. La primera es que varios tribunales han entendido que el hecho de que la denuncia desencadenante de una investigación penal o administrativa fuera anónima constituye una «irregularidad intrascendente», que no afecta a la validez de las subsiguientes investigación y sanción.
En segundo lugar, algunas normas especiales han comenzado a contemplar excepciones para la regla general del anonimato. Por ejemplo, el Decreto-ley murciano 10/2020 dispone que «la consejería competente en materia de vivienda pondrá en marcha un canal de denuncias anónimas que permita la persecución de la venta fraudulenta y la ocupación y preserve la identidad de los denunciantes».
En tercer lugar, varias Administraciones públicas han articulado, sin cobertura legal alguna, buzones telemáticos en los que los ciudadanos pueden presentar denuncias completamente anónimas. La Agència Valenciana Antifrau proporciona un ejemplo notable en su página web. Repárese en que la legislación valenciana impone a esta Agència la obligación de garantizar la confidencialidad de las denuncias que reciba, pero no contempla en modo alguno su anonimato.
Las tres prácticas descritas resultan cuestionables, en mayor o menor medida. Por lo que respecta a la primera, es cierto que, en nuestro Derecho, no todas las irregularidades cometidas al preparar una resolución judicial o administrativa determinan necesariamente que ésta tenga que considerarse inválida. A veces, los ciudadanos afectados por un «producto jurídico» que padece leves defectos no tienen más remedio que soportarlo y «comérselo». Algo similar ocurre en otros ámbitos de la vida, como el de la restauración. Sin embargo, también es obvio que esta práctica mina considerablemente los incentivos que las autoridades competentes tienen para respetar y asegurar el respeto de la exigencia legal de que las denuncias expresen la identidad de la persona que las formula, lo que reduce significativamente la eficacia de esta exigencia.
Las disposiciones legales autonómicas que excepcionan la regla del anonimato, en cambio, sí son flagrantemente inconstitucionales, por cuanto vulneran el artículo 62.2 de la Ley del Procedimiento Administrativo Común, que constituye legislación básica constitucionalmente vinculante para todas las comunidades autónomas. La Constitución española obliga a los legisladores autonómicos a respetar lo establecido en la legislación estatal básica, como es el caso del citado artículo.
Y una afirmación parecida hay que hacer, con más razón si cabe, respecto de los buzones de denuncias anónimas establecidos sin cobertura legal por algunas autoridades administrativas. Resulta irónico e inadmisible que una administración pública creada para luchar contra la corrupción y el fraude utilice abiertamente con este fin medios que vulneran de manera ostensible lo establecido por el mismo ordenamiento jurídico que esa administración debe y supuestamente pretende salvaguardar.
Si consideran que el anonimato de las denuncias constituye un medio necesario, proporcionado y oportuno para la defensa de los intereses públicos, lo que las autoridades implicadas deberían hacer es postular y conseguir que el legislador estatal derogue o modifique las disposiciones que prohíben dicho anonimato, pero no pasar olímpicamente de éstas mientras tanto. El fin no justifica por sí mismo los medios. No está de más recordar que España constituye, al menos sobre el papel, un Estado de Derecho, en el que todos los poderes públicos están sometidos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico.