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LA NAVE DE LOS LOCOS / OPINIÓN

Días de veneno y literatura

Los libros son una extraña combinación de placer y veneno. Leer es ir bebiendo una pócima que va matando el cuerpo y la mente del hombre blanco que fuiste, alguien que caminaba encorvado por el peso de sus prejuicios y de sus rencores. Leer significa limpiar tu mirada para asomarte al mundo sin orejeras

22/08/2016 - 

Tiene en agosto Valencia un aire de mujer abandonada a la que se le ha agotado el crédito entre sus amantes. Hay hombres como yo, un tanto desaprensivos, que nos deshacemos por esa clase de mujer desahuciada y definitivamente derrotada en el combate de los sentimientos, a quien la vida, con su indiferencia habitual, con esa crueldad que todos hemos sufrido alguna vez, le acaba de decir “ya no toca”.

"Si pudiera escapar de este podrido mundo me refugiaría en la biblioteca de Borges PARA perderme en un laberinto infinito con libros"

Comparamos a esa mujer con ciudades que han visto cómo la gente les traicionaba marchándose a otros lugares en busca de un pretendido descanso, nunca consumado. Cuando llega agosto, Valencia se parece a una de esas señoras caídas en desgracia. Quizá por eso me encanta caminar por el centro durante las últimas horas de la tarde, a la espera de que se ponga el sol y nos alcance la noche. Es una delicia pasear por una calle Císcar desierta, con más de la mitad de los establecimientos cerrados por vacaciones. Uno anda casi a ciegas, con riesgo para su integridad física, porque nuestro alcalde —siempre tan ahorrador— no manda encender el alumbrado hasta que la ciudad es como la boca de un lobo. ¡Auhhhh!

Císcar, calle donde acontecen crímenes horrendos y alguien que fui yo y ya no soy yo quedó engatusado, maravillosamente engatusado, por una hija de la burguesía local, hoy en completa descomposición, como se sabe después de leer el Hola cada jueves. Muy cerca de donde acudía a recogerla, he quedado a cenar con un viejo compinche. Antes tomamos unas cervezas en un bar cuyo atrabiliario camarero se hace el sordo, en repetidas ocasiones, cuando se le requiere la cuenta. Parece estar en su mundo, ajeno a la incomodidad generada por unos clientes honrados e inoportunos.

Es noche de principios de agosto. Cruzamos el Eixample y todo es silencio. Sólo lo rompen un perro vagabundo que nos ladra buscando tal vez el cariño que no encuentra en la calle, y las risitas de una pareja de adolescentes que intercambian confidencias en una esquina de Burriana. Así llegamos a Maestro Josep Serrano, donde entramos en un restaurante conocido por su valencianismo sincero y desbocado. Excelente cena servida por una joven camarera que a su amabilidad y exquisita educación suma una sonrisa blanca y perfecta que sustituirá el postre que no tomaremos.

Copas después por el barrio. Nos tiran de un par de locales semivacíos (van a cerrar), hora de confidencias, desvaríos y divagaciones, momentos en los que se alimenta y crece una amistad de años.

Nos despedimos en Marqués del Turia. Tomo un taxi que me lleva al pueblo. Bajo la ventanilla. El aire, que no quema como hace horas, me despeja y evita que me duerma.

La dicha de abandonarse a la lectura

Son las tres de la mañana. No puedo ni quiero dormir. En mi mesita de noche hay una pila de libros, como siempre. Releo Funes el memorioso de Borges, a quien he vuelto este verano. ¿Cabe mayor dicha que abandonarse a la lectura una noche de agosto de 2016 en la que seguimos vivos?

Orillados otros placeres por el esfuerzo físico que exigen y la escasa y engañosa recompensa que ofrecen, hace tiempo que llegué a la conclusión de que no hay nada más placentero que la literatura. Los libros son placer y veneno, extraña combinación. Leer es ir bebiendo una pócima que va matando el cuerpo y la mente del hombre blanco que fuiste, alguien que caminaba encorvado por el peso de sus prejuicios y de sus rencores, atado a su cortedad de miras. Leer significa limpiar tu mirada para asomarte al mundo sin orejeras, ponerte en la piel de otros seres que nacen como personajes de una novela, un poema o un ensayo.

Si pudiera escapar de este podrido mundo me refugiaría en la biblioteca de Borges con el propósito de perderme en un laberinto infinito de anaqueles con libros escritos en idiomas incomprensibles para mí. Eso nunca sucederá, para mi desgracia, así que debo conformarme con la mía, una biblioteca de la que me siento orgulloso porque es el resultado de más treinta años de visitas a las librerías que, como puede desprenderse de mis fatigosas palabras, son el lugar en el que me encuentro más cómodo, a veces diría que hasta feliz.

Soy lector y moriré lector. Este verano, a mi colección de lecturas, además de los relatos de Borges, he sumado Los adioses y Tan triste como ella de Juan Carlos Onetti; Los males sagrados de Francisco Umbral; Las crónicas del sochantre de Álvaro Cunqueiro; El amante de Lady Chatterley de D.H. Lawrence; unos ensayos de W.H. Auden y la novela histórica Capitán Franco de mi amigo Pedro Herrasti. Demasiada cicuta, creo yo, para un organismo gravemente enfermo de literatura.

Llegará el día en que de tanto leer uno pierda el seso y crea llegada la hora de redimir a la Humanidad siguiendo el ejemplo de su paisano Alonso Quijano. Como yo, él nunca tuvo hijos porque sus hijos verdaderos eran los libros.

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