El jueves 23 Gran Bretaña elige entre la Unión Europea y su modelo económico basado en las finanzas, la atracción de capitales de origen dudoso y el sostenimiento de paraísos fiscales; hasta en eso nos llevan siglos de ventaja en cultura democrática en una sociedad que considera los referéndums irresponsables
El próximo jueves 23, vespra de Sant Joan, mientras los fuegos de la fiesta del solsticio marquen el contorno de la costa mediterránea, Europa entera -o al menos buena parte de sus círculos políticos y financieros- permanecerá en vigilia a la espera del resultado del referéndum británico sobre su permanencia en la Unión Europea: puede que el solsticio de verano de 2016 marque, además del momento de máxima duración del sol, el de máxima extensión del proyecto europeo “de los 28”. El efecto psicológico de que la integración europea pueda ser reversible es notable: el proceso deja de ser una simple inercia histórica para convertirse en objeto de debate racional y controversia. Y vistos los desastrosos resultados del diseño de la zona euro y su gestión de la crisis, no parece que las élites eurobeliebers se presenten a este eventual debate con buenas perspectivas.
En el corralito hispánico no hay, de momento, demasiado riesgo de contagio: para ejemplo tenemos a Jorge Fernández Díaz, Ministro del Interior en funciones conocido por usar a un querubín como asistente de aparcamiento, que advertía recientemente en Catalunya de los peligros de la democracia directa con una admonición demonológica quizá inspirada por su espíritu de cabecera: “los referéndums los carga el diablo”. La reivindicación de los tories que hace la derecha española -con cíclicas insinuaciones de adoptar el sistema electoral mayoritario modelo Westminster- se queda siempre a medias. También Albert Rivera -que se reivindica como liberal-demócrata- ha sido muy crítico con David Cameron por la “irresponsabilidad” que supone convocar referéndums.
Como siempre, las élites españolas dando lecciones cuando más tendrían que callar: mientras los whigs -el partido liberal británico- y su escisión -los conservadores o tories- ensayaban un sistema democrático y constitucional en el siglo XVIII sus homólogos ilustrados españoles -fueran liberales o conservadores- aplaudían las ocurrencias de los sucesivos Borbones absolutistas hasta bien entrado el XIX. Aunque el Reino Unido no disponga de una constitución escrita al uso continental, su sistema político y jurídico es lo suficientemente flexible para canalizar el descontento y los conflictos sin tener que evocar espíritus del pasado en su día a día: ni al de la Transición ni a los ángeles para aparcar.
Nada de eso excluye que en el referéndum del Brexit, como pasó en el escocés, se recurra sistemáticamente al discurso del miedo y a amenazar con las siete plagas si el pueblo británico osa apartarse de la ortodoxia: al final, hay argumentos tanto desde el establishment financiero europeo -en datos macroeconómicos, acerca de los derechos de los turistas y residentes en el extranjero- como desde cierta izquierda comprometida con un quimérico proyecto continental de Europa social para defender la permanencia en la Unión Europea. Desde el lado del Brexit hay también de todo: es cierto que el peso de la percepción sobre los flujos migratorios tiene un papel decisivo en la opinión pública -como la tuvo en el ascenso de UKIP en las europeas en un fenómeno análogo al del FN francés- pero limitarlo a esto sería un reduccionismo. Hay otras razones de fondo para defenderlo que lo explican como algo más que un voto reactivo ante la imparable globalización, tal y como quiere dibujarse desde el ángulo socioliberal.
Para entender éstas otras claves el pasado lunes 13 de junio aparecía un artículo en el conservador Daily Telegraph a cargo de su redactor jefe de economía internacional, Ambrose Evans-Pritchard, en el que explicaba los motivos de su voto por el Brexit. Evans-Pritchard se distinguió ya desde su etapa de corresponsal en Bruselas -1999-2004- como un feroz crítico de la unión monetaria y su diseño, y posteriormente, en la crisis, como contrario a las políticas de austeridad de inspiración alemana y favorable a una política fiscal y monetaria expansiva: es, en este sentido, poco sospechoso de ser un conservador aislacionista de corte xenófobo. Lo interesante es como el veterano periodista dibuja la cuestión del referéndum y el Brexit como una cuestión de soberanía: se trata, dice “de la supremacía del Parlamento [británico], y no de otra cosa” una decisión que no esconde que tiene también sus contras, pero que es una cuestión de principio.
El mismo Evans-Pritchard contextualiza su posicionamiento afirmando que los británicos deciden si quieren ser administrados por una Comisión con poderes ejecutivos que se parece más a los clérigos al servicio del Papado en el siglo XIII y un Tribunal Europeo de Justicia que afirma ser la última instancia inapelable. Con éstas afirmaciones, el periodista deja entrever que nos hallamos ante algo más que la afirmación de la soberanía del constitucionalismo parlamentarista inglés alumbrado en el siglo XVII, sino que viene más allá, de la misma afirmación como tal del Reino de Inglaterra en la Baja Edad Media.
La historia de la Corona Británica, la institución que representa la pervivencia del Reino Unido a través de los siglos, está muy ligada a la idea de soberanía. Su lema, Dieu et mon droit, acuñado por Richard I, Corazón de León, a finales del siglo XII y establecido oficialmente por Henry V en plena Guerra de los Cien Años, a principios del XV, abunda en la idea de un poder soberano que deriva de Dios y se articula a través del derecho propio. Un poder que, en plena Edad Media, se esgrimía frente a las ansias de supremacía del Rey de Francia, el Sacro Emperador alemán y, por supuesto, el Papa y su infalibilidad. No es casual que los dos santos Thomas ingleses -Beckett y Moor- lo sean tras ser asesinados por la Corona, en siglos distintos, tras negarse a aceptar la sumisión del poder religioso al civil: recordemos que ésa y no otra fue la causa primera de la Reforma anglicana, saber quién tenía el poder para anular un matrimonio. Siempre la soberanía.
Casi al mismo tiempo que esta afirmación del poder real como soberanía ilimitada en un territorio, también debemos a los ingleses medievales la noción de poder limitado o proto-constitucional: la Carta Magna de 1215 firmada por John I Sin Tierra ante sus barones rebeldes reconocía que el poder real había de ser limitado en el territorio y fruto de un pacto entre distintos agentes, que tenían derecho a un juicio justo y a ser, cuanto menos, consultados. Igual que en nuestro reino foral, el Rey había de convocar al Parlamento para crear nuevos impuestos y responder a sus demandas.
Cuando los tiempos cambiaron y en el siglo XVII la dinastía de los Stuart decidió cambiar unilateralmente los términos y convertirse en monarca absoluto por encima del Parlamento, los diputados en armas decidieron impedírselo. Al Parlamento inglés le costó ganar dos guerras civiles -que ganaron en parte gracias a la creación del primer ejército profesional e interclasista moderno, el New Model Army- ejecutar a todo un Rey -Charles I- y pasar por una dictadura -la Commonwealth de Cromwell- para lograr que el siguiente rey, Charles II, aceptara ya reinar como monarca constitucional. Los británicos no han olvidado la lección, y por eso la referencia a la soberanía del Parlamento sigue siendo un significante extraordinariamente potente para el británico medio.
La Gran Bretaña moderna vive, desde la crisis de los 70 y la ofensiva neoliberal thatcheriana, de la capacidad de tracción de su sistema financiero y en particular del papel de Londres como capital económica mundial, una posición que les llevó siglos de colonialismo e imperialismo conseguir y que han conseguido mantener incluso después de la descomposición de su Imperio. La incorporación de Gran Bretaña a la Unión Europea se dio en un momento distinto, antes de la recomposición de los años 80, en el que el mercado común era vital para la industria; ahora, aunque el Reino Unido no participe de la zona euro, es evidente que el contexto macroeconómico es muy distinto y la Unión Europea un instrumento más poderoso que la unión aduanera y sectorial de los años 70, con una prolífica legislación sobre las materias más variopintas. Ahora, la economía británica, con un abultado déficit por cuenta corriente, vive de su capacidad de atracción de capitales, y por tanto de la supervivencia y libre albedrío del Banco de Inglaterra y la libra esterlina.
Es natural que los británicos sientan dudas sobre el proyecto continental vista la evolución de la Unión Europea y en particular de su núcleo más terco, el Eurogrupo, convertido ya en un apéndice del poder imperial alemán a través de su guardia de corps financiera: véase no sólo el destino de la Grecia de Tsipras sino también el de la Francia de Hollande y Valls. La política europea se decide en Berlín y en Frankfurt, y la normativa europea en las más diversas materias -modelo laboral, externalización de servicios públicos, la incipiente normativa de supervisión bancaria y de control financiero- tiende a acentuar esta situación. Es este contexto, que pone en peligro el papel de Londres y sus apéndices -Man, Jersey, Gibraltar, Islas Vírgenes- como centros financieros y de lavado de dinero, el que hace replantear su posición al británico medio. Está en juego su auténtico sistema productivo, una vez hecho el reconocimiento sincero de la realidad por parte de un país cuya principal entidad financiera, el HSBC, tiene su origen ni más ni menos que del tráfico de opio.
Aquí, mientras tanto, el debate público sigue en términos de tachar el referéndum y el debate público que hace posible de irresponsabilidad, tanto como el “derecho a decidir”: la lógica de los ilustrados del siglo XVIII sigue imperando, así como sus espinas clavadas. Cuando reaparece el oportuno debate patriotero sobre Gibraltar en plena campaña electoral, hasta Podemos se apunta al “Gibraltar español” intentando pescar en el río revuelto del Brexit y la crisis que provocaría en el Espacio Schengen; amenazando de forma implícita en bloquear el Peñón como hizo Franco durante cuatro décadas, intentando conseguir concesiones por la fuerza y el chantaje. Ningún partido español se ha ni siquiera planteado suscribir la posición británica al respecto: Gibraltar será lo que quieran los gibraltareños. Aunque sea por interés geoestratégico y financiero, aún con sus obvios intereses espurios, Gran Bretaña nos sigue llevando cuatro siglos de ventaja en lógica democrática y debate público.
Aquí, mientras tanto, seguimos en una campaña electoral en la que todos los partidos sostienen exactamente el mismo programa eurófilo basado en las buenas intenciones y piden a los británicos un NO en forma de una utopía de super-estado europeo que ni ellos mismos defienden: la supuesta ultraizquierda populista pide amablemente a Berlín una relajación de dos puntos en el objetivo de déficit durante un lustro. Ni eurobonos, ni tasa Tobin, ni hacienda europea ni replanteamiento del diseño del euro. Los otros tres, ni eso: lo importante es que sigan viniendo turistas, gasten mucho, que como dice Rajoy, algo bueno tendremos. Pero recuerden: los irresponsables son siempre los otros.