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MATERIAL FUNGIBLE

Dublín, mon amour

VALÈNCIA. Dice Enrique Vila-Matas en un celebrado artículo que mantiene una extraña inclinación a escribir los viajes que quiere hacer y, posteriormente, a realizarlos lo más parecido posible a como los había imaginado. Paso por paso, detalle a detalle. Una materialización de las ideas. Algo así como el trazado o el surco por donde debe discurrir la realidad futura. Una cosa parecida a la premonición, al ocultismo. Un déjà vu anticipado.

Pienso muchas veces en aquel artículo de Vila-Matas en el que exponía su teoría del viaje autocumplido. En ciertas ocasiones, de hecho, he creído culminar la misma operación física y mental: encontrar los escenarios que pensaba encontrar, sentir la soledad que esperaba, el desconcierto del recién llegado. Incluso he llegado a pasear una y otra vez por el mismo lugar, por la misma calle, la misma plaza, el mismo barrio, buscando escaparme de esa imagen preconcebida y encontrar un resquicio donde descubrir lo auténtico. Yo, que casi siempre he preferido pensar que escribo para volver en lugar de para descubrir, hoy me inclino a pensar que es la falta de imaginación la que nos hace repetir los viajes.

Dice Vila-Matas lo siguiente. “Recuerdo, hace meses, haber ido a Brighton habiendo escrito previamente parte de lo que allí viviría. Había leído que el tiempo sería lluvioso y había visto en internet los tonos azulados de las cortinas de los cuartos del hotel donde me hospedaría. Gracias a esta sabiduría previa, construí y escribí una sencilla secuencia que ocurría nada más llegar a mi habitación. [...] En la melancólica ciudad inglesa sucedió todo tal como había previsto (escrito, quiero decir), salvo el momento de angustia metafísica al mover con desesperación la cortina. Ahí debo decir que la desesperación, en contra de lo que tenía escrito, tuve que fingirla, lo que me hizo confirmar que no siempre que la ocasión lo requiere es fácil estar desesperado”.

Cuando leía con ferocidad a Vila-Matas, fascinado por su personalidad esquiva su timidez y su torpeza, me asombraba la vocación de tragedia que imprimía a aspectos banales: la repugnancia por los pescados muertos, la habitación parisina propiedad de Marguerite Duras en la que escribió su primera novela en una época de desesperación ridícula, la canción de Hervé VilardCapri c’est fini en la que comprendió la finitud de la vida y en la que, traducida, diría algo así como: no volveremos a los lugares en los que dijiste que me amabas.

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