VALÈNCIA. Según la mitología romana, Saturno fue concebido por el dios Caelus -el cielo, el firmamento- y por la diosa frigia Cibeles -para los romanos Tellus, la tierra-. A cambio de reinar en lugar de Titán, su hermano mayor y por tanto el legítimo heredero del trono divino, Saturno prometió no tener hijos, para que de esta manera, a su muerte, los hijos de su hermano continuasen la dinastía. Sin embargo, las palabras se las lleva el viento también en el reino celestial, y Saturno, lejos de respetar el pacto, lo interpretó a su manera: sí engendraba hijos, pero se los comía, en un terrible acto de canibalismo parricida que Goya o Rubens ilustraron con gran talento. Saturno, en cuyo honor se celebraban las Saturnalia -días de excesos, banquetes y regalos a propósito del solsticio de invierno coincidentes con nuestra Nochebuena y Navidad-, acabó sus días rendido y vencido por su hijo Júpiter, quien no se conformó con arrebatarle la corona y culminó su venganza mandando a su padre al inframundo, molesto por su feliz jubilación en el Lacio.
Un amigo especialmente sabio e iluminado, el escritor Carlos Lopezosa, me aseguró una vez que cualquier conflicto que podamos imaginar ha sido ya tratado en los mitos grecolatinos, que solo Cervantes ha sabido desde entonces crear algo nuevo en este campo, en el de los mitos -su aportación vino con El Quijote y guarda relación con el peso del tiempo frente a la modernidad-. Cuando uno hace el experimento se da cuenta de que hasta los miedos más actuales, al ser despojados de toda la parafernalia tecnológica, son muy similares a esas historias que tanto hemos oído; es realmente complejo el asunto, hasta el punto de que inventar un mito por completo original se presenta como una tarea titánica. Las relaciones paternofiliales más tormentosas no están exentas de este reflejo mitológico, por eso el escritor guatemalteco Eduardo Halfon tituló Saturno a esta nouvelle escrita en dos mil tres -hasta ahora inédita en España- que llega a nuestras manos ahora por obra y gracia de Jekyll&Jill, un sello gourmet siempre garantía de calidad literaria. La editorial de Víctor Gomollón nos ofrece esta vez un libro ligero que carga con una historia enorme, como Atlas y el peso del mundo sobre sus -cabe suponer- doloridas espaldas.
Si Júpiter enviaba a su derrotado padre al Averno, Halfon inicia su alegato aludiendo al abismo: parece inevitable hacer referencia a las profundidades más oscuras cuando se tiene que narrar el dolor provocado por un progenitor ausente. En Saturno somos testigos de una larga confesión, la de un hijo tratando de poner nombre a sus heridas, las que le dejó toda una vida de silencio e indiferencia paternal, cuando no de rechazo. “El padre es un nombre”, se repite nuestro protagonista como un mantra, en un esfuerzo por conjurar los demonios que invoca cada vez que piensa en cómo su vocación de escritor siempre fue ridiculizada, en cómo su padre le decía a sus amigos que su vástago era ingeniero para aliviar la vergüenza que sentía ante el oficio que en realidad había escogido. Los demonios emergen cada vez que recuerda el desprecio con que eran recibidos sus escritos, que se amontonaban en la mesita de noche de su padre, que se refería a ellos como artículos en lugar de cuentos -hasta ese punto ignoraba a qué se dedicaba-. Los dhiemonios aparecen más nauseabundos que nunca cada vez que la memoria recupera el nefasto día en que él, su poderoso y autoritario padre, en la última batalla que escenificaron, le recriminó su supuesta frialdad, distancia e ingratitud, tenedor en mano en un almuerzo. Allí, a los gritos, le reveló que sentía la necesidad de vengarse de él. Tras toda una vida de humillaciones, para colmo, el padre ansiaba vengarse del hijo.
Una tragedia familiar así puede desencadenar impulsos de todo tipo, y de entre todos ellos, el suicidio es uno de los más recurrentes. De ahí que el narrador devorado de la nouvelle de Halfon vaya tejiendo su monólogo acompañándose de imágenes prestadas de otras vidas zanjadas con mayor o menor brusquedad, pero siempre por voluntad del finado o la finada: desde Hemingway hasta Virginia Woolf pasando por Yukio Mishima, Yasunari Kawabata, Paul Celan, Hart Crane, Sylvia Plath, Cesare Pavese -autor de la cita que abre el libro-, Jack London, Malcolm Lowry, R.H. Barlow, Alejandra Pizarnik, Andrés Caicedo, Stefan Zweig, Vachel Lindsay, Horacio Quiroga, Pablo de Rokha, Hunter S. Thompson, Vladimir Mayakovsky, Tadeusz Borowski, Sergey Yesenin o Alfonsina Storni. La lista es tan larga que abruma. Confiesa nuestro protagonista con brutal honestidad que piensa a menudo en la posibilidad de quitarse de en medio, que al igual que tantos y tantas ha fantaseado con su propia muerte. ¿Qué tiene el oficio de la escritura que cuenta con tantos suicidas en su haber? ¿O es solo una ilusión, y el porcentaje no es tan elevado? ¿Cuántos corredores de bolsa se suicidan, cuántos jockeys, cuántos panaderos, cuántos policías?
Pese a todo, Saturno no es la crónica de un suicidio anunciado, si no de una venganza jupiteriana, la que se cobra el hijo cuando por fin puede, cuando la sombra gigantesca del padre se diluye en la tierra. Cuando como el Henry James enloquecido al que se refiere en un pasaje del libro, coge su luto y se deshace de él, una farsa a medias, un montaje perfecto, un ritual necesario para expiar todos esos pecados que no cometió pero por los que tuvo que pagar. Cuánto habrá de Halfon en las voces que leemos en su relato puede intuirse aunque sin ningún tipo de certeza: compartir el dolor puede ser un ejercicio de ficción y resultar tan agotador como una migraña. Aquí asistimos a una moderna representación del mito del padre que devora y destruye hasta que el hijo se recompone y toma el relevo en la destrucción, a una alternativa a la Carta al padre de Franz Kafka: de lo que se trata es de destruir al padre, como hizo Louise Bourgeois, como algunos animales, incluido el humano.