VALÈNCIA. El día de colecta de miel ha sido fructífero en el enorme manglar de los Sundarbans; la jungla te ha respetado y has vuelto a la barcaza con tus compañeros de una pieza: cuando uno desarrolla su jornada en un sitio maldito como la espesura junto al río, conservar la vida o la integridad física al atardecer siempre es motivo de agradecimiento, y por qué no, de celebración. En la jungla la realidad se trunca, las leyes de la naturaleza rebajan su intensidad hasta la de meras recomendaciones de tal modo que las dimensiones de las amenazas se vuelven relativas, y un ser de trescientos kilos puede agazaparse para acecharte tras una brizna de hierba, solo para esperar con su paciencia infinita el momento exacto en que las horas y los años de alerta se relajan una milésima de segundo, la milésima de segundo que ese animal de trescientos kilos, pelo de fuego y ornamentación sobrenatural necesita para recuperar su tamaño real, saltar desde la maleza, atraparte con sus fauces hijas de la tierra y arrastrarte hasta su morada, de la que nunca jamás se vuelve al plano material. Te han contado tantas historias y son tantos los seres queridos y los conocidos perdidos para siempre en la maleza que lo que es auténtico y cierto se encuentra revestido de un halo legendario que alivia en cierta manera el terror, pero el terror es un mecanismo muy útil, y cuando se apaga, los árboles vibran sin que te des cuenta, las aves callan, y tú desapareces. Pasas a formar parte de la leyenda.
Merecías el descanso tras el día fructífero de recogida de miel, merecías relajarte en presencia de tus seis compañeros que lían y fuman unos cigarros bidis a la luz del farol, al calor del aroma de la olla de curri y del dal, merecías suspirar escuchando las canciones bengalíes que cantan alegres, dejarte arropar por el arrullo de la selva a tus espaldas, dejarte mecer por el vaivén de la barcaza de madera. Lo merecías, pero al atardecer las leyendas cambian su pelaje y se tornan reales; entonces un tigre bucea hasta estar cerca de ti, sale proyectado fuera del agua como si dispusiese de una cola de delfín del Ganges, aterriza en la barca, te agarra por el cuello -puede que te haya hundido los colmillos o puede que solo haya abrazado con sus fauces tu pescuezo-, se lanza de nuevo al río, y tus compañeros ya solo alcanzan a vislumbrar una estampa horrorosa: la que te muestra como un muñeco de carne que les mira con los ojos vacíos mientras una bestia de trescientos kilos abandona la invisibilidad durante el segundo que logran verla antes de que se sumerja en las sombras de la floresta. Al día siguiente recuperan tu cadáver: el animal-fantasma te seccionó la espina dorsal de un mordisco y se comió tu vientre. A ti, Malek Molla, te llegó la muerte sin darte tiempo a saber qué estaba ocurriendo. En una milésima de segundo.
En el manglar de los Sundarbans, que se extiende entre la India y Bangladés a lo largo del golfo de Bengala, estas historias no resultan extrañas, como nos cuenta la naturalista Sy Montgomery en El embrujo del tigre, un viaje al lugar donde los tigres se comen a los hombres y los hombres adoran a los tigres, publicado en la fantástica colección de la editorial Errata naturae con traducción de Carmen Torres y Laura Naranjo: Agie Bishas, vecino de cincuenta años del pueblo de Gosaba, presenció el ataque de un tigre que persiguió a nado una barca de recolectores de leña: al parecer, el felino les había acechado hasta que quedó un solo hombre en la proa, momento en que salto del agua y se aferró a la embarcación con las zarpas, visión que hizo que su presa humana se desmayase de la impresión, lo que aprovechó el tigre para trepar hasta la barca, coger al hombre del cogote, y llevárselo hasta la orilla más cercana, y de ahí, de nuevo, a las sombras. En los Sundarbans, los tigres comen personas. El apellido devoradores de personas no es un injusto acto de criminalización o exageración, como en el caso de la ballena asesina: allí el ser humano forma parte de su dieta, algo único, que expertos como Montgomery tratan de explicar.
Según Montgomery, cientos y a veces miles de personas caen cada año en las garras de estos felinos en los Sundarbans, donde por otro lado, como en otras muchas partes del mundo, son venerados al ser considerados vehículos de la divinidad: en este delta -el mayor delta de marea del mundo- se cree que el casi dios Daksin Ray puede disponer de los cuerpos de estos animales a voluntad. Cuenta Montgomery que en Sumatra los santones dicen conversar con los tigres para saber de los héroes muertos, y que en el sur de Tailandia y en la Malasia peninsular los pigmeos dicen que el tigre es el campeón vengador del Ser Supremo Karei, un vínculo entre la tormenta y el inframundo, y que también es vahana -montura- de la diosa médica Jolishmatic, del comandante del ciclo de los treinta y tres años Aurkah, del sacerdote de los demonios Shukra y de la peligrosa y temible Durga. Pero la realidad es bien distinta. La realidad del tigre es deplorablemente prosaica y terrenal. Explica Montgomery: “En la actualidad solo sobreviven cuatro de las ocho subespecies originales. Una de ellas -el tigre del sur de China- se ha extinguido desde que comencé a escribir este libro.
Las subespecies supervivientes están confinadas en partes diminutas de sus antiguos territorios. Puede que el tigre de Indochina, más pequeño y oscuro que el de Bengala real, cuente con menos de dos mil ejemplares. En Indonesia sobreviven menos de quinientos tigres de Sumatra, con su pelaje rojizo y sus rayas excepcionalmente anchas. Los investigadores calculan que solo quedan en estado salvaje entre trescientos sesenta y seis y cuatrocientos seis tigres en Siberia, los más grandes. Al último tigre de Bali lo mataron en los años cuarenta; el tigre del Caspio se extinguió en los setenta; el último tigre de Java murió una década después. Se creía que el tigre de Bengala real era la subespecie más numerosa del mundo, pero, en 1972, las estimaciones eran de solo dos mil ejemplares -el número que dos marajás podían matar a su antojo- vivos en la India, su hábitat principal”. Desafortunadamente para el tigre, el pensamiento mágico que ha levantado leyendas a su alrededor, también es responsable de que los furtivos le den caza en busca de, además de su piel, bigotes, tendones, pene, sangre y sobre todo huesos, pues se cree que los vinos, bálsamos, sopas y pastillas de tigre alivian los síntomas del reumatismo o la disentería, además de ser potentes afrodisíacos y ficciones similares. La estupidez humana va camino de hacer real la negra profecía del presidente del Grupo de Especialistas en Felinos de la UICN, Peter Jackson: “creo que el final del tigre es inminente”. Pese a sus extraordinarias habilidades, el tigre lo tiene difícil: nada se puede hacer contra la conjura de los necios.