"Estoy encerrado como la médula por su corteza, aquí pobre y solo, como espíritu ligado en una ampolla.... "(habla Miguel Angel en un poema de Ariosto)
VALÈNCIA. Aunque el sepulcro de Miguel Angel en Florencia, diseñado por Giorgio Vasari, desprende merecida grandeza, sin embargo, el genio fallecido un febrero de 1564, lo hizo en su vivienda junto a la piazza de Venezia-lo que hoy es el megalómano monumento a Vittorio Emanuele- en la más absoluta soledad y pobreza. Unas circunstancias que podríamos llegar a comprender de aquellos artistas que no lograron reconocimiento en vida, pero que es difícil de asimilar en el caso del autor de los frescos de la Sixtina, que llamó de tú al Papa Julio II y que gozó de gran reconocimiento en vida.
Un holandés residente en España y de nombre fácilmente olvidable acaba de sacar un tochazo de casi cuatrocientas páginas en las que se dedica a despotricar sobre nuestro país. Escribe sobre aquello situado entre lo mejorable y lo directamente despreciable de nuestro país. En la entrevista que se le hace, algunas de sus afirmaciones están entre el tópico cuasi amarillista y la supremacía centroeuropea, pero otras, sin embargo, me parecen bastante cercanas a la realidad. No he leído el mamotreto ni pienso hacerlo, y no sé si hace alusión al ámbito de la cultura. Lo dudo. No obstante, me permitiré hacer una addenda personal, aunque no autorizada: en España, en términos generales, la cultura y la industria que lleva aparejada (o que debería llevar), no se valora. No se valora por quienes tienen funciones de gobernar y tampoco, en general, por la sociedad. Es un sector de penurias en términos generales. No seamos cínicos: todos dicen que la cultura está muy bien, que es necesaria y más en un país como España que vive de un patrimonio impresionante y del turismo, pero la valoración de la cultura en el caso que nos ocupa, del arte y de patrimonio, se demuestra con los recursos económicos que invertimos en ella.
La cifra es incontestable: el mercado de arte y antigüedades en España representa únicamente algo así como el 0,8 de las ventas mundiales. En cifras como esta, y en otras tantas relacionadas con otros sectores culturales, se demuestra si la cultura es algo que realmente concierne a un país. No son algo que me revelen gran cosa las cifras de asistencia a festivales de arte, generalmente gratuitos para el ciudadano, que se convierten en un éxito de público, pero habría que ver hasta qué punto sirven para generar y consolidar un sector sólido del que pueda vivir dignamente una cantidad considerable de personas.
La semana pasada leí una entrevista para El Confidencial, que Victor Lenore le hacía a la filósofa Marina Garcés, con ocasión de su ensayo “Nueva ilustración radical”, que me dio mucho que pensar. La entrevistada cuestionaba a pensadores alabados-me incluyo en esta alabanza- en los últimos tiempos como Martha Nussbaum (Premio Principe de Asturias en Ciencias Sociales 2012) o especialmente Nuccio Ordine (autor del gran éxito La utilidad de lo inútil. Ed. Acantilado), ya que ambos trasladaban una idea de que el valor de la cultura reside en su carácter “non-profit” (sin ánimo de lucro) y por tanto en su inutilidad, en unos tiempos presididos por la búsqueda de máximo beneficio y el culto al utilitarismo. Con una lucidez de la que yo carezco dice Garcés “Hay una defensa melancólica de las humanidades que refleja una visión de clase. Es una visión preservacionista, que invita a conservar un patrimonio cultural y que defiende una visión idealista de las artes y de las letras. Va ligada a la idea muy burguesa de la separación entre el tiempo de la producción y el trabajo y el tiempo del ocio y cultivo del espíritu”. La relación de la sociedad actual con la cultura y más concretamente con el arte me recuerda a aquellos que se podían permitir el Grand Tour en el siglo XVIII. Una actividad eminentemente lúdica que podían llevar a cabo unos cuantos y viajar a “otro mundo” a la búsqueda de uno mismo. La idea utilitarista actual nos dice que la construcción de un puente o una aplicación informática es algo imprescindible para el desarrollo de la humanidad, pero la música, el arte son una vía más para buscar la relajación, “desconectar” y sobrellevar la intensidad de lo verdaderamente importante que es nuestro empleo útil y, ante todo, productivo.
Todo ello se traduce en una visión idealista que nos conduce a pensar que lo cultural se sostiene por sí mismo por una especie de milagro sobrenatural. Se trata esta de una idea que, en la actualidad, en nuestro país encuentra su máxima expresión dentro del mundo desarrollado. Y no pretendo ser catastrofista. Lo que describe Garcés me lleva a entender y encajar cosas que veo y de las que ella habla: grandes expertos en diferentes campos profesionales que son, igualmente, grandes analfabetos culturalmente hablando. Esto se debe a la gran fragmentación en la formación que se está produciendo.
De la filosofía bajamos al terreno. Los casos cotidianos son la materialización de la mayor o menor importancia de la idea de cultura en nuestra sociedad. Algunas de estas situaciones les sonarán. Seguro. Hace un año tuve conocimiento, por una persona muy cercana, de algo que me pareció hiriente, y que desgraciadamente, se acaba de repetir hace escasos días. El Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico IAPH ofertó-y vuelve a ofertar- unas estancias de nueve meses de duración, dirigidas a “jóvenes” (no tan jóvenes como veremos), titulados en conservación-restauración, con experiencia profesional, y de hasta 31 años. Las “estancias” como eufemísticamente las llaman tenían como finalidad, el año pasado, llevar a cabo, sin coste para la administración, una importante restauración de varias obras de gran formato de Murillo, que de otra forma iban a costar un buen puñado de miles de euros. Estas plazas no se iban a remunerar en un solo euro. Es más, para más escarnio, ni siquiera estaba previsto el pago de manutención ni, en su caso, transporte para quien viviese fuera de Sevilla. La persona que me contaba esto había sido seleccionada para trabajar durante esos nueve meses durante los cuales no iba a percibir cantidad alguna, ante lo cual renunció. Casualmente esta persona conoció a uno de los que sí aceptaron estas condiciones que describió como lamentables: jornadas de trabajo de 9 a 2, y ninguna formación, ante lo cual se negó a realizar el informe final del trabajo.
Mientras que en el ámbito de la cultura es cada vez más habitual ver situaciones de este tipo, no se me ocurre que una “estancia” sin remuneración en el caso de actividades técnicas como la ingeniería, clínica o jurídicas por poner tres ejemplos. Da la sensación de que la vocación en el ámbito de la cultura puede no ser remunerada y eso es precisamente por una idea completamente equivocada del papel social de la cultura.
Por cuestiones que no vienen al caso, en mi última visita al Museo de la Ciudad quise centrarme en el estado de conservación de las obras en exposición. Me di cuenta que, muchas de estas, principalmente pictóricas, requerían de una urgente restauración. El antiguo restaurador de la institución, al que me une la amistad, me contaba que, una vez jubilado, hace un par o tres de años, su plaza quedó extinguida. Así, que, adiós, de momento a la restauración en nuestro museo municipal.
O como el caso de aquel fotógrafo que me vino a visitar a la galería, especializado en obras de arte y que había tenido a los museos como principales clientes. Se quejaba amargamente, y con gran preocupación, de la competencia de los recién llegados a la profesión, que no es que tirase los precios hasta rozar directamente el coste, sino que se ofrecía a realizar reportajes, por los que él se había ganado la vida durante treinta años, de forma gratuita con la finalidad de “hacer currículum”. Podríamos seguir, para acabar, con esos guías turísticos, titulados en Historia del Arte, que en museos y centros históricos trabajan a cambio de la propina que el turista tenga a bien pagarles, o los muchos investigadores que publican artículos en prestigiosas revistas o incluso libros enteros, simplemente por amor, amor al arte. Dicho todo lo anterior, afirmo, aunque no lo crean, que soy optimista.