Todo esto se cumple también en el registro cultural de un país tan lejano a priori como es Ucrania. Uno puede constatarlo leyendo El gigante del guisante y otros cuentos de Ucrania, contado por Valeria Kiselova, ilustrado por Yana Barabash, prologado por Espido
Freire, y publicado con enorme gusto por Libros de las Malas Compañías, que suma a su espléndido catálogo otra joya más (por aquí ya hemos hablado de un volumen espectacular de cuentos maravillosos rumanos). Dice Freire en las primeras páginas de esta edición que siempre ha sentido un gran interés por conocer los cuentos de otras culturas, y es que no hay mejor manera de entendernos que descubriendo aquello con lo que hemos ido dando forma a estas historias, que leídas en el dos mil veintitrés, ya no son infantiles. Esto es porque pertenecen a un pasado (reciente, eso sí) en el que todavía vivíamos en la oscuridad, por ejemplo, en lo concerniente a los derechos de las mujeres. Nuestras sociedades distan mucho de ser perfectas, pero salvo en algunos pozos de la razón donde todavía priman aberraciones fanáticas, casi nadie regala o vende sus hijas a desconocidos, ni mucho menos abandona a sus hijos en el bosque para que los devoren las fieras. En estos cuentos ucranianos, hoy para adultos, vamos a encontrar modelos de relato que nos habrán contado para dormir: niños que nacen de hortalizas y que son excepcionalmente fuertes, como Kotigorosko; trozos de madera que se convierten en niños para regocijo de padres sin descendencia, ancianas malignas y envidiosas, madrastras que odian a sus hijastras, animales desdichados que se acaban salvando a cambio de ofrendas, brujas demoníacas que se deleitan con la carne humana, niñas brillantes como Marusya capaces de derrotar a un rey en un duelo de ingenio, hijos vagos, entidades mágicas y arteras como el verde Uf, y por supuesto, conejos, gansos, ocas, serpientes, chivos, carneros, jabalíes, perros, gatos, lobos y osos parlantes, además, claro está, de la ya mencionada zorra.
En los cuentos maravillosos hay patrones que se repiten, como la propia repetición de una fórmula que rima: espejito, espejito mágico, sopló, sopló, soy fulanito y vengo a, todas ellas siempre con idéntico resultado hasta la última y definitiva opción. No obstante, a veces uno también topa con delirios alucinantes, como en este caso La hermana zorra y su final como pensado por un niño que va perdiéndose en soluciones oníricas hasta el abrupto final prototípico, o bien con historias que toman un rumbo extraño e inquietante como sucede con La cabeza de yegua, en el que un padre acepta abandonar a su hija para satisfacer a su esposa, pero la joven, gracias a su bondad, es recompensada, como el propio título indica, cuando una cabeza monstruosa de yegua emerge del bosque y solicita que le ayuden a cruzar el umbral y le den de algo que llevarse a la boca. Esta cabeza sin cuerpo que vive y se alimenta opera de la siguiente manera: “Oksana le dio de cenar. La cena estaba rica. Oksana, como buena anfitriona, era muy amable con su invitada. La cabeza de yegua estaba contenta y para agradecer a la chica le propuso: -Entra por mi oído derecho y sal por mi oído izquierdo. Puedes llevarte todas las riquezas que encuentres. Oksana entró en el oído derecho de la cabeza de yegua y vio oro, plata, monedas, vestidos bordados, carruajes y hasta caballos. Eligió un caballo y un carruaje, y dentro puso oro y piedras preciosas. En cuanto salió por el oído izquierdo con todo lo que había escogido, la cabeza de yegua desapareció”. La estampa, surrealista, se vuelve terrorífica cuando la hermanastra de la joven bondadosa trata de replicar su éxito sin hacer gala de las mismas virtudes: “Como no me has tratado bien, te comeré en un santiamén —dijo la cabeza de yegua y se comió a Darina. Escupió sus huesos y los metió en una bolsita que colgó en un clavo”. La cabeza de yegua es implacable. Eran tiempos en los que ser devorado por un animal era una posibilidad real, pero, ¿por qué la cabeza autónoma de un herbívoro doméstico? Incluso en la tradición humana común hay destellos únicos cuyo motivo, por suerte o por desgracia, ya nunca conoceremos. Colorín, colorado.